Escribir, scrbr, #scribĕre

Ilustración: Lola Abenza

 
Decía nuestro queridísimo Raymond Williams (1921-1988) que podías enseñar a leer a un trabajador con el fin de adoctrinarlo y someterlo a los valores de una clase dominante, pero que no podrías evitar que ese mismo trabajador leyera, a la vez, la prensa obrera radical y subversiva.

Williams se refería al proceso de alfabetización generalizada que vivió Inglaterra durante la segunda mitad del siglo XIX. Un fenómeno indisociable de la necesidad de individualización que trajo consigo la revolución industrial, el sufragio universal, la democracia y la expansión del capitalismo.

En este proceso de alfabetización se priorizó en gran medida la lectura sobre la escritura. ¿Para qué demonios necesitaría un trabajador aprender a escribir? Era suficiente con que pudiera leer aquello que otros escribían para él. Una lista con instrucciones, libros de contabilidad, el manual de reparación de una máquina o la Biblia era todo lo que parecía necesitar un obrero. La escritura, como se ve, siempre había sido privilegio de unos pocos.

Desde la introducción de la imprenta como medio de producción y reproducción cultural en el siglo XV se habían dado pasos de gigante en problemas como el almacenamiento y la distribución del conocimiento. Un conocimiento que hasta ese momento, recordemos, había circulado oralmente o a través de unas pocas copias manuscritas de forma limitada e irregular. Conocemos los efectos de la revolución gutenbergniana y la importancia de la cultura escrita para la institución de un nuevo orden social y económico que llega hasta nuestros días.

En lo que a literatura se refiere, una de las primeras consecuencias fue la diversificación y multiplicación de formas y géneros discursivos escritos. Un hecho que se debe, principalmente, al acceso de instituciones y sectores sociales emergentes a estos nuevos medios de producción cultural en una sociedad cada vez más urbana. A pesar de ello, la realidad era que el acceso a los medios quedaba restringido a una minoría de la población. Cuando hablo de medios, es necesario puntualizarlo, me refiero no solo a la imprenta y los canales de distribución, sino también a toda una serie de habilidades y aptitudes técnicas necesarias para llevar a cabo los procesos de impresión y difusión así como la lectura, la escritura y la alfabetización.

La gran mayoría quedaba, por tanto, excluida de este proceso general. Es más, una buena parte de la población ve como su tradicional acceso directo, inmediato y oral a la cultura se va reduciendo en favor de una cultura escrita, exclusiva y especializada en ascenso. La producción cultural va a dejar de ser, en consecuencia, algo ordinario y cotidiano, común a todos los individuos, para pasar a ser el privilegio de unos pocos (autores-autoridades) que se dirigen a unos muchos.

NLR, 1961, R.Williams (ed.)

No se malentienda, no es que el pueblo llano –como productor cultural– dejara de contarse cuentos, cantar romances o bailar danzas populares, se trata de que la escritura ocupa un lugar cada vez más central en la organización social y los medios de producción cultural escrita están fuera de su alcance.

Mucho ha llovido desde los inicios de la imprenta y desde los trabajadores ingleses del siglo XIX a los que se refiere Williams. De una ecomonía basada principalmente en la industria y la producción hemos pasado en las últimas tres décadas a una sociedad de servicios y –oh, palabra fetiche– de la información. En este nuevo modo de producción las palabras trabajador y obrero han quedado, como de golpe, fosilizadas. Ahora somos operadores, término con el mismo origen etimológico que obrero, solo que más tech&clean.

Somos info-operadores, procesadores de datos, consumidores y productores de una cultura atomizada y en expansión. En este nuevo escenario, no es suficiente con las habilidades del obrero lector-ejecutor de instrucciones de la factoría. El obrero del siglo XXI, explora, lee, procesa, reescribe y devuelve información a un sistema gigantesco de datos que se actualiza constantemente.

A día de hoy, todos podemos ser considerados –con un mayor o menor grado de especialización– productores de discursos escritos y multimodales. Tenemos acceso a los medios de producción técnicos y estamos alfabetizados casi al 100%. Por decirlo de otro modo, la producción cultural vuelve a ser, tras cinco siglos de cultura impresa, algo ordinario y común en el mundo digital, no un atributo exclusivo de unas minorías.

Si nos paramos a pensarlo un momento, se trata de un pequeño milagro en la historia de la humanidad. Escribimos a diario entradas en redes sociales, abrimos blogs, comentamos una noticia de un periódico online e intercambiamos constantemente mensajes de texto a través de terminales móviles. «Sí, sí», alguien replicará, «pero Facebook, Twitter y Google cotizan en bolsa y monopolizan en la práctica la comunicación y el entretenimiento digital. Somos cobayas de sistemas recolectores de datos y víctimas de grandes estrategias publicitarias». Cierto.

No obstante –y pese a quien pese– el hecho es que hoy se escribe más que nunca, todos somos productores culturales y la figura del autor (como autoridad cultural) aparece cada vez más como una institución envejecida. Clamarán las élites culturales y tratarán de desligitimar a la miríada de blogueros, twitteros y agitadores de la red. No servirá de nada. Como en los albores de la imprenta, los nuevos medios de producción cultural –y repito, no pensemos solo en cacharritos y gadgets, sino en alfabetización y aptitudes para la producción cultural– traerán inevitablemente, ya lo están haciendo, innovaciones en la producción escrita.

El acceso generalizado a los medios de producción diversifica forzosamente las formas culturales y transforma registros y géneros literarios heredados. ¿O no es ya un síntoma del cambio esa variante de escritura que supone el texto escrito oralizado que practicamos todos los días al enviarnos mensajes tecleados? Escritura oralizada, Typewritten Conversation, Habla escrita y muchas otras denominaciones que no consiguen aprehender el fenómeno porque todavía basculan entre polos conceptuales que se revelan ya inoperativos: escrito-oral, formal-coloquial, culto-popular, minoritario-masivo.

Por ahí no llegaremos nunca a ningún sitio. Miremos de otra manera los mensajes de texto y la escritura en la red más allá del cotilleo y la cháchara tecleada. Buenos y malos textos los ha habido siempre en todas las familias. No seamos tiquismiquis. Aceptémoslo como una manera sofisticadísima de producir textos al alcance de todos. Observémoslo como una forma creativa de improvisar sobre una partitura, la del complejo sistema notacional que es la lengua escrita. Al redactar un whatsup, por ejemplo, cada uno de nosotros es –y no bromeo– un Bill Evans o Miles Davis del texto, un jazzman de la escritura que improvisa sobre un código que ha estado demasiado tiempo fijado en tinta y papel. Golpeemos las teclas, gesticulemos, acariciemos el teclado, aporreémoslo. Un teclado que es piano y ametralladora ardiente, como la Olivetti de Francisco Umbral.

Pero volvamos para cerrar a Raymond Williams. Ese operador que trabaja en su terminal con Excell, Word, Power Point, programas de diseño y edición de imagen para una empresa, institución pública o multinacional. Ese operador que escribe y reprocesa textos frenéticamente en plataformas sociales, que no disimulan su ánimo de lucro. Ese operador, en fin, subordinado y determinado en gran medida por una estructura hegemónica es, ahora mismo, dueño de unos muy potentes medios de producción cultural: el ordenador, la conexión y la escritura.

A partir de ahí, como el obrero del siglo XIX, reproducirá la cultura de los grupos dominantes, pero también tendrá la opción de escribir literatura alternativa o panfletos subversivos, distribuirlos e intercambiarlos a través de la red.
 

Sobre el autor
Trabaja en proyectos multimedia y arte electrónico desde finales de los 90. Ha sido profesor del grado en diseño de las escuelas Eina y Elisava de Barcelona. Es licenciado en Filología hispánica, máster en Teoría de la literatura y doctor por la Universidad de Barcelona. Codirige Pliego Suelto desde 2012. Actualmente es profesor en la UB. En los próximos meses publicará su primera novela «Costa del Silencio» con la editorial Tercero Incluido de Barcelona.
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