Debo confesarlo: odié Richard Yates (Alpha Decay, 2011), odié cada minuto de lectura de la novela. Odié a sus personajes, odié la prosa de Tao Lin y odié el desarrollo argumental. Pero no soy una persona que pueda quedarse cómodamente en el odio, no creo que nadie pueda, así que a medida que experimentaba esa sensación intentaba desentrañar el porqué de una reacción tan visceral.
Leer a Tao Lin poner en boca de un tal Haley Joel Osment un repetido “Me quiero suicidar”, comunicado de madrugada a través del chat de Gmail a su novia adolescente Dakota Fanning, es casi insoportable. La simplicidad de todo el diálogo lo hace parecer vulgar, incluso una falta de respeto hacia el lector. La constante repetición de los planes de suicidio de los dos protagonistas puede provocar que acabes gritándole al libro: “¡Muérete ya!”
Y, sin embargo, esa es la prueba de que Tao Lin lo ha conseguido. Ha logrado reproducir lo insulso del diálogo a través del correo electrónico, el chat o el SMS. Porque, aunque se trate de medios de comunicación, en tanto que canales, lo cierto es que en última instancia se trata de una persona sola, en silencio, escribiendo a una pantalla, lo que provoca la sensación de que cualquier mensaje es válido, de que puedes vomitar todo lo que se te ocurra en esa caja de texto porque la peor respuesta posible es que la otra persona no responda y te quedes solo, en silencio, delante del monitor. Reproducir lo insustancial –el desorden del diálogo del chat, la ilusión de libertad– puede que constituya, precisamente, uno de los principales méritos de la novela de Tao Lin. Una reproducción de la conversación siempre al borde del cliché, de lo banal, que, paradójicamente, convierte Richard Yates en una novela, en esencia, anticliché.
El periodista y ensayista Arcadi Espada dedicó durante sus años de docencia en la Licenciatura de Periodismo de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona a entrenar a sus alumnos en la detección del cliché en el lenguaje periodístico mediante el análisis de A sangre fría. Por mucho que Truman Capote afirmara que se trataba de periodismo, aquellas preguntas y respuestas no podían haber sido pronunciadas nunca por las personas que vivieron esa historia. Había algo manido en las expresiones, algo artificial en la sintaxis, algo pulp en todo aquello.
El cliché es fácil. Una vez descubierto, destapado y denunciado, su propia esencia se reduce a una suerte de horror vacui, una demostración de la limitación del autor, que no ha sabido construir su relato con la complejidad y la verosimilitud necesarias. Pero, en realidad, el cliché es inconsciente. Es una respuesta programada, un reflejo cognitivo que emerge tras años de absorción. En mi opinión, el proceso de escritura es una minería de palabras, motivaciones e ideas, un picar piedra constante, un suplicio. Escribir algo realista es un esfuerzo inhumano, ya que la sospecha de que el cliché y las referencias están entrando en el texto sin que uno sea consciente de ello puede llegar a paralizar al escritor.
No es el caso de la novela de Tao Lin. Los protagonistas, Haley Joel Osment y Dakota Fanning, son comodines. Por los nombres, tomados por el autor de dos célebres actores estadounidenses, no es difícil detectarlo. Ambos son avatares de la soledad, la incomprensión y un existencialismo adolescente que parece no acabarse nunca. Sus conversaciones sobre el suicidio, el sexo y la bulimia, tras el escudo de la pantalla, son casi una trascripción literal del desvarío inconsciente de cualquiera de nosotros. Al verlo fijado en papel, se nos antojan fuera de lugar, porque han perdido la volatilidad que nos servía de mecanismo de defensa y, ahora, se quedan delante de nosotros para mostrarnos lo que hemos pensado y reflexionar si iba en serio o no, quién es la persona que tuvo esos pensamientos y por qué.
El éxito de Tao Lin reside en captar la soledad no en una incesante descripción de escenas solitarias, sino en la reacción de un lector que detesta al personaje –por pensar lo mismo y por hacerle sentir que no es único– y le invita a suicidarse, sin tratar de comprender, sin tratar de acercarse y remediar esa soledad.