Un día cualquiera en Denver, Colorado. Año 1987. Un adolescente local entra en la recepción de una de esas radios norteamericanas con media docena de consonantes mayúsculas. Ignorando a todo el mundo que se le cruza, entra en la sala de sonido y cuando el técnico se levanta para echarlo de allí, saca una pistola de las de la armería de su padre. Encañonándolo, le indica que vuelva a su sitio y dictamina la programación para el resto del día. Van a poner a los Smiths.
Cuatro horas después, la policía convenció a nuestro héroe de que ya había suficiente y que depusiera su actitud. No sabemos qué fue de él pero Morrissey se refería en 1994 al suceso —que ha acabado dando hasta para una película de serie C, Shoplifters of the world de Stephen Kijkak— de esta forma: «Si se hubiera tratado de otro artista, hubiera sido noticia mundial. Pero como eran los pobres andrajosos de los Smiths no tuvo consecuencias ni cualquier otra cosa». Pobre Morrissey.
Morrissey ha vuelto a las andadas. A su anunciada retirada de los escenarios en 2014, se ha unido la polémica por la publicación de su autobiografía este mes de octubre en Inglaterra dentro de la prestigiosa colección Penguin Classics. Contraviniendo la línea de la colección: Morrissey es un autor vivo, es su primera obra y, bueno… es su autobiografía. La prensa inglesa ha puesto el grito en el cielo. ¿Quién demonios se cree este tipo para ponerse a la altura de Joyce, Borges y demás mitos literarios del siglo XX? Pues por mucho que les pese, Stephen Patrick Morrissey ya es un clásico. No por los libros que publique ahora o más adelante —en Penguin definen el libro como «un clásico futuro» (sic)— sino por las letras que ha escrito y cantado tanto en los Smiths como en sus discos como Morrissey.
Hay dos tópicos a la hora de hablar de Morrissey y las letras de sus canciones. El primero es Morrissey como definición enciclopédica del teen angst. Uno tiene quince años, vive en un sitio mediocre, tiene acné, y un día escucha a un tipo cantar con voz afectada que «…heaven knows I’m miserable now». Imposible no identificarse. Morrissey mismo comentaba que prácticamente a diario se encontraba con alguien que le daba las gracias porque su música le ayudó a superar la muerte del hámster cuando tenía doce años.
Esta visión del Morrissey ultrasensible, un eterno Peter Pan, le ha llevado a una relación amor-odio con el mundo, focalizada en los medios de comunicación musicales, a los que ha visto siempre como el enemigo rencoroso («We hate it when our friends become succesful») y a los que culpará siempre de mala fe y de no querer entenderlo. Evidentemente, los medios, y en especial los tabloides británicos, se han frotado las manos con alguien tan ambiguo y que genera tanta especulación como Morrissey.
La simbiosis ha funcionado para ambas partes y buena prueba de ello es la queja del propio Morrissey de que la prensa inglesa titule todos sus artículos sobre él con pullas como «Bigmouth strikes again», «Heaven knows he’s miserable now» o ahora, con la polémica de su libro, «That joke isn’t funny anymore» demuestra que sus canciones se han convertido en referentes populares de primer orden.
Al margen de todo esto, Morrissey pasará a la historia como uno de los mejores letristas de la era pop. Ahora lleva años escribiendo letras en piloto automático, cogiendo una expresión resultona y estirándola para llenar toda la canción, si hace falta a base de coros. Incluso las nuevas canciones que ha dejado caer de su disco aún por publicar van en esa línea. Muy pobre para lo que él había sido. El periodo brillante de Morrissey abarca desde los inicios de los Smiths hasta mediados de los noventa. Ahí desarrolla una obra literaria a la altura de la mejor poesía del siglo XX en lengua inglesa.
Morrissey sigue la senda abierta en los sesenta por otro de los grandes, Ray Davies de los Kinks, en el retrato de la Inglaterra contemporánea. Pero si Davies miraba hacia la nostalgia del mundo que estaba cerrando los sesenta y el pop —lo opuesto a la modernidad que él mismo representaba— y volcaba su creatividad en una galería de personajes más ingleses que la Union Jack (David Watts, Walter, Arthur), Morrissey hace una relectura biográfica de un pasado común a través de una serie de referentes locales y culturales, unos obvios y otros casi clandestinos.
Literatura feminista, de clase obrera y grandes nombres que en su tiempo sufrieron incomprensión y maltrato. Oscar Wilde imponiéndose a Keats y Yeats en «Cemetery Gates». Una descripción del represivo sistema escolar británico de los sesenta en «The headmaster ritual» que encajaría perfectamente en varias de las mejores películas del free cinema. Sheelag Delaney, la autora de A taste of honey, en la portada del Louder than bombs y una larga lista de estrellas invitadas en la portadas y letras, desde algo tan camp como Mildred de Los Roper a el mismísimo Elvis Presley.
Pero Morrissey brilla especialmente en la captación del instante histórico, cuando se pone el mono de trabajo y ejerce de crítico ácido de la cotidianidad. Ahí, motivado por esa urgencia, es cuando da lo mejor de sí. Por ejemplo, en «Panic». Morrissey escribió la letra tras oír el anuncio por radio de la catástrofe nuclear de Chernóbil en 1986. La radio dio la noticia y acto seguido pinchó, como estaba programado, el último single de Wham!. Morrissey responde pidiendo que ahorquen al Dj «because the music that they constantly play says nothing to me about my life». O en una de sus mejores letras, «Shoplifters of the world unite», escrita como reacción contra una ley Thatcher que criminalizaba la homosexualidad: «Last night the plans for a future war, it was all i saw in channel four».
Pero aún por encima de todo esto, si Morrissey merece pasar a formar parte del Olimpo de los letristas del siglo XX, ese selecto club del que podemos discutir muchos nombres pero que está liderado por Leonard Cohen, es por ser el mejor letrista anti love. Que no desamor. La inmensa mayoría de las canciones de la música popular del siglo XX son canciones de desamor. Estoy fatal porque mi chica me ha dejado. Vuelve conmigo, no puedo vivir sin ti. Esto implica que ha habido un momento anterior en el que la cosa sí que funcionaba. En las letras de Morrissey no ha funcionado nunca.
El fracaso no es con una persona, es del amor en sí, que en su caso no ha existido nunca. Lo irónico es que esto lo dice uno de los seres más adorados del planeta, por el que la gente se sube al escenario en los conciertos para abrazarle y decirle que le quieren. En el top de canciones anti love de Morrissey, dos frases absolutamente desgarradoras «Last night I dreamt that somebody loved me, no hope, no harm, just another false alarm» («Last night I dreamt that somebody loved me», 1987), y la mejor: «Sleep on and dream of love, because it’s the closest you will get to love» (‘November spawned a monster’, 1990). Disculpen un momento, voy a cortarme las venas. Ahora vuelvo.
¿Y qué opina Morrissey de todo esto? Hasta ahora, poca cosa. Reservado, tímido, enfermizo… El caso es que Morrissey ha tenido y tiene un único tema del que habla en todo lo que ha escrito: él mismo. Alguien cuyo medio de comunicación habitual eran las postales que depositaba en el buzón del destinatario, sin remite ni sello, ha usado sus letras como vía de escape en lo personal, de una forma manifiestamente críptica. Así hay que entender canciones como «Amunnition», en la que declara que ya no necesita más munición contra (entendemos) sí mismo o «I have forgiven Jesus» cuando se encarna en el mismísimo Jesucristo para declararse autoperdonado. Nos alegramos por él.