Breve prehistoria sentimental del chat: 1998 •*~··.,¸¸.·´¯•* ~··.,¸¸.·´¯•* ~··.,¸¸.·´¯•* 2013 ;)

Ilustraciones: IdealWord.org •*~··.,¸¸.·´¯)

 
«Mi papá no me deja chatear», me confesó Estefanía una tarde de sábado, allá por 1998, mientras almorzábamos en un McDonalds del barrio de Belgrano. En las capas medias de Buenos Aires, Internet se había extendido muy rápido a mediados de los años noventa, a tal punto que era frecuente que adolescentes como Estefanía y yo nos conociéramos en persona después de haber estado hablando durante horas nocturnas y sigilosas en algún chat, en la computadora de papá.

Recuerdo que en aquel entonces llamó mucho mi atención aquella prohibición (y su correspondiente transgresión: esos remakes de «citas a ciegas» con extraños que se empeñaban en escribirnos desde sus casas, cuando papá nos había enseñado a no hablar con desconocidos). ¿Qué habría de fascinante en un chat que lo convertía en una actividad riesgosa para un padre y que al mismo tiempo se estaba naturalizando como un acto cotidiano en nuestra manera de comunicarnos, incluso con nuestro entorno personal más cercano?

En los últimos quince años habré chateado una cantidad escandalosa de horas que prefiero no calcular. En el principio fueron las salas del mIRC, un programa que utilizábamos en nuestros flamantes Windows 98, con el que infinidad de jóvenes y adolescentes de clase media crecimos, mientras veíamos cómo el centro protagónico de nuestras casas se desplazaba desde la pasividad de la televisión a la actividad que nos regalaba la computadora.

El protocolo Internet Relay Chat, el sistema digital con el que funciona el mIRC, había sido creado diez años antes, en 1988, por Jarkko Oikarinen, un programador finlandés que actualmente desarrolla los Hangouts de Google+. Pero no fue hasta finales de los noventa que, en las «salas de conversación» que permitía el IRC, aquellos adolescentes (junto a muchos adultos) dimos nuestros primeros pasos digitales, balbuceos de aquello que estaba por venir. Nos contábamos nuestras vidas de modo catártico e ingenuo, nos dedicábamos con empeño a leer la de los demás.

Más o menos en el año 2000, tras la oligofrenia desatada por el Y2K (aquel bug que presuntamente amenazaba con desconfigurar y arruinar la preciada computadora de papá), de la estética horrorosa del mIRC pasamos al mucho más amigable y entretenido ICQ, creado en 1996 por un grupo de emprendedores israelíes. Pronunciábamos icecú, ignorando que aquellas siglas aludían a una frase un tanto escabrosa: I seek you, yo te busco. (Hoy las formas de stalking se volvieron más explícitas: tenemos personas que nos «siguen» en Twitter).

Con la florcita verde y aparentemente inocua del ICQ, la hegemonía de la palabra (centro neurálgico de cualquier conversación) empezó a atenuarse y a convertirse en algo más complejo: empezamos a mandarnos fotos para que las citas ya no fueran tan a ciegas, comenzamos a cultivar las smiley faces que bastante después la R.A.E. hispanizaría con el vocablo «emoticón». El ICQ nos permitía algo que era impensable en las caóticas salas del mIRC: empezamos a seleccionar y agregar contactos para chatear. Iniciamos la construcción de nuestras identidades virtuales otorgándonos un nickname, descubrimos que bajo el modo «Invisible» podíamos ver sin ser vistos, buceábamos en busca de gente con la que compartiéramos gustos e inquietudes.


 
Agazapados en el frágil anonimato de aquellos nicks, que reflejaban el tremendo impacto cultural que tuvo la primera parte de Matrix (llegados a este punto, debo confesar que mi primer nick y usuario de e-mail fue «Neo»), aún estábamos desprovistos de la transparente «foto de perfil» que inauguraría el MSN (el Messenger de Microsoft, que nació en 1999 y murió en 2007) y explotaría posteriormente Facebook. Aún no firmábamos con nuestros nombres completos y, sin embargo, parecía como si voluntariamente deseáramos develar cuál era el lugar desde donde hablábamos.

Al respecto, en La audacia y el cálculo (2011), Beatriz Sarlo hace hincapié en el fenómeno de la geolocalización virtual como una necesidad de recobrar y de acentuar la identidad del espacio físico, difuminado en medio de este espacio etéreo y amorfo que llamamos Internet. Gracias a esta tensión que provocaba la afirmación del espacio «real» ante el «virtual», gran parte de aquellos adolescentes (entre los cuales, como podrán imaginarse, debe haber estado Neo) chatearon y chatearon y formaron sus primeras parejas. Chatear, en el fondo, era un acto platónico, idealista. Chatear permitía desnudarse sin riesgos: conocer primero la personalidad del otro, sus ideas, sus opiniones, sus miedos, sus ansiedades y preocupaciones, antes que su rostro, su cuerpo imperfecto, su materia.

En 2006, después del ICQ y del omnipresente MSN, llegó mi preferido, el inmejorable GTalk, el chat del Gmail. Tras él vino el molesto chat de Facebook, que nadie usa, porque la comunicación sucede en otro sitio. Desde 2003 se sumaron, además, los chats audiovisuales por Skype para aquellos que chatear significa, además, estar más cerca de los que están lejos.

Tal vez la última forma de Chat esté en Twitter, donde en un sentido estricto no se chatea. De hecho, hasta puede afirmarse que está muy mal visto hacerlo, porque entorpece la lectura del Timeline. De todas maneras, la conversación existe y, de hecho, alcanza niveles de una voracidad monstruosa, camuflada entre Favs y Retuits.

Siempre me dicen que escribo muy rápido en el teclado. Siempre me preguntan si fui a algún curso de mecanografía. Siempre respondo lo mismo: «Son años chateando». En total, quince.
 


 
Ilustraciones: IdealWord.org •*~··.,¸¸.·´¯)

 

Sobre el autor
(Buenos Aires, 1985), catalán por adopción, italiano por ley, brasileño y argentino por voluntad, es licenciado en Literaturas Comparadas por la Universidad de Barcelona y cuenta con un máster en «Littérature, Histoire, Société» por la Université Paris 7. Ha colaborado con distintos medios como Revista Quimera, Catalunya Ràdio y Eterna Cadencia. Actualmente, está escribiendo su tesis doctoral sobre literatura latinoamericana en Canadá, donde dicta clases de español para extranjeros y lee novelas policiales para sobrellevar mejor los nueve meses con lluvia fría de Vancouver.
1 comment on this postSubmit yours
  1. No es exacto que MSN muriera en 2007. Live (que integraba MSN) ha sido sustituido por Skype en 2013, pero incluso así puede usarse la red desde otros clientes (por ejemplo, Pidgin). El chat de entonces, en efecto, era platónico, pero en otro sentido: alguien podía leernos, mientras nos interesaban muy poco sus miserias (como afortunadamente a ellos les importaba un comino las nuestras).

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