La belleza última de un diálogo sucede cuando éste se quiebra y se reduce a fragmentos; cuando se desbordan los canales que vertebran la función comunicativa y uno de esos fragmentos va a parar a un destinatario fortuito. Quien encuentra un pedazo de conversación ajena y se apropia de él lo despliega, inmediata e involuntariamente la mayoría de las veces, y le da el esplendor efímero y múltiple de la conjetura, de la ficción sobrevenida.
Las ventajas e inconvenientes de diferentes armas de fuego intercambiadas entre suegra y nuera en un avión, un «mamá, la tierra es poderosa, ¿verdad?» de un niño de unos cuatro años saliendo del colegio, un «el perro Misterio no hace nada, es mu manso», de una señora inmensa en una calle de Madrid. Tales desechos conversacionales se desplazan desnudos, desgajados de su contexto. El extraño que los captura cree reconstruir ese contexto, pero lo que hace en realidad es darles una trepidante segunda vida, la de la ficción. Las trazas de diálogo son auténticas catapultas narrativas que merecen ser rigurosamente almacenadas y revisitadas periódicamente con la devoción del coleccionista.
Hay un tipo de diálogo que se presta especialmente a esa recolección azarosa y los actos de revestimiento ficcional correspondientes: las postales encontradas. A veces, las pertenencias de quienes mueren vuelven a ingresar en el comercio ordinario. No sólo ropa, muebles y cuadros son lanzados a un involuntario exhibicionismo póstumo: lo poco que queda de los diálogos del muerto, sus pequeñas solidificaciones escritas, aparecen en rastros y librerías de viejo.
La reliquia más exquisita la constituyen las postales recibidas en vida por el difunto: vistas panorámicas de ciudades, monumentos, trajes regionales, santos, flores, pájaros. En el dorso, felicitaciones de cumpleaños, información acerca del transcurso de las vacaciones, consejos, recuerdos. Las postales son de por sí un fragmento de diálogo a la vista de los demás. En su nuevo hábitat post mortem, sobre mantas polvorientas o pequeñas cajas junto a un mostrador, vuelven a encontrar ese modo de visibilidad libre en que fueron concebidas, escritas y enviadas, y con ello su condición de acicate narrativo.
Por entre el lenguaje tópico y falsamente pudoroso de quien se supo leído, se deslizan maravillas estéticas como «Llevaros bien y cuidadme las rosas» y auténticos enigmas como «Muchas gracias por su felicitación. Espero se porte ahora como un verdadero hombre». La pregunta acerca de la relación que une a emisor y receptor y qué situación se esconde bajo la narración principal consignada en la postal se formula con el anhelo de algún disparatado misterio. Incluso la nada y el aburrimiento («Sin la menor novedad, ni la más mínima parra durante todo el camino»; «el tiempo no es bueno, pero tampoco es malo») suscitan la reconstrucción detallista de una antigua cotidianidad y a ella le profesamos el amor que reclaman las cosas perdidas para siempre.
La muerte, el tiempo, el desplazamiento, el equívoco y la ficción: he aquí la esencia del verdadero diálogo, que transcurre infinito bajo cualquier intercambio de palabras.