Europa… la bella fenicia a la que el salido de Zeus raptó transformado en un toro y que dio nombre al continente desde el que escribo este artículo. Europa… mi casa, mi cama, mi útero y, sin embargo, nido de avispas cainitas y madre antropófaga de otros continentes. Europa, una canción de Édith Piaf con la que acurrucar a un niñito y a la vez ópera de Wagner con la que atemorizar al vecino del sexto. Una milenaria contradicción hecha de sangre, tierra, agua y desmedida ambición entre otros muchos sabrosos ingredientes. Delicia a la que tan solo se puede llegar mediante el cínico relativismo que otorga una cierta ceguera autoexigida: Europa es una perfumada e irresistible Yocasta que se pavonea frente a Edipo, quien sabe que no puede evitar amarla desde el quiosco de la ONCE en el que trabaja como invidente.
Rachel, mi querida amiga gringa, no sabes dónde te vas a meter en cuanto aterrices en el aeropuerto del Prat en cuestión de una hora. Yo que tengo la incorregible costumbre de burlar a cualquier suerte de máquina o ser humano con la noble misión de despertarme, voy a llegar tarde a recogerte. Menos mal que la parada del aerobús está a menos de un minuto de casa. Ríe, Rachel, ríete. Pero ya sabes que tenerte cerca me hace sentir como cuando Jo se vuelve a reencontrar con sus hermanas, las Mujercitas. Tú eres mi Beth, la buena y samaritana Beth. Y yo que fui tu profe en Estados Unidos, ahora soy la amiga que te acoge aquí, a los pies de Europa. Ahora soy yo la que se abruma al reconocer en tus ojos esa ciega admiración que se tiene por la hermana mayor.
Puede que sean esos ojos, los de Rachel, o los de los cientos de estudiantes extranjeros a los que he enseñado español durante los últimos cinco años de mi vida los que me han reconciliado con mi país y con Europa. Sin obviar el horror que ha sembrado la bella y terrible Europa dentro y fuera de sus fronteras corpóreas, esa mirada limpia del extranjero me ha ayudado a reconocer las rosas entre el estiércol. Deja tus maletas y vayámonos de una vez a una cafetería, Rachel, sí, esa extraña y esnob costumbre europea que empezó a proliferar especialmente desde el siglo XIX – dejaremos los manjares del Bar Manolo en cuanto tu estómago empiece a congraciarse con la extraordinaria fritanga hispánica-.
“Jajaja”, carcajada al recordar tu actuación agringada de la Angustias de Lorca en la aberrante versión que hice de las hermanas Alba a la que titulé La casa de Bernarda Calva. Todavía no entiendo cómo mi espeluznante intento de emular al genio granadino no ha resucitado su cuerpo donde quiera que esté en la forma de un zombie airado y vengativo que bien podría ser motivo de una enésima entrega de Ian Gibson – por cierto, Ian , ¿para cuándo tu obra de cómo se lavaba los dientes Lorca?-.
“Nos lo pasamos bien, ¿eh? ¿Echas de menos Estados Unidos?” me preguntas. “Echo de menos el sueño”, te respondo. “¿Qué quieres decir?”, “Esa fe que tenéis los estadounidenses en los desconocidos como dirían en All about Eve. Todo lo que hice en un año en Estados Unidos, Rachel, muy posiblemente no lo hubiera hecho aquí en la vida.” Sí, querida, tengo el rostro compungido, azul como diríais en inglés. Y no, no idealizo tu país como sí lo hizo mucha gente de la generación de mi abuelo. Puedo entenderlo. Ellos admiraron al Estados Unidos más épico, al libertador de Europa de la bestia negra del fascismo. Tu país acogió junto al resto del continente americano a todos aquellos libres pensadores y creadores que la madre de occidente había expulsado por no casar con sus imposiciones totalitarias. Sin mencionar la de joyas cinematográficas que les hicieron soñar en un mundo mejor mientras se jugaban la vida en el frente y les hacía recordar que la vida sigue en aquellos años de dura posguerra que silenció sus ideales.
Después de desechar su juventud entre bombas y muertos en la Guerra Civil y picando piedra en un campo de concentración, mi abuelo volvió a su pueblo siendo ya un treintañero con la intención de enamorarse. Y sí, dio con su Marilyn montañesa, mi abuela, una bella y casi analfabeta adolescente que vio en mi abuelo a ese Spencer Tracy junto al que amar era sinónimo de sobrevivir en esa negritud impuesta. Para ellos, Estados Unidos era el sueño y el oxígeno de la Europa que no pudo ser. Mi padre, sin embargo, vivió otro bien distinto. Era el de los que gritaba “yankis go home!” cada vez que abrían una base militar en España o invadían Vietnam y orquestaban desde la Escuela de las Américas los golpes militares que azotaron América del Sur durante los setenta. Pero supo advertir que había otro Estados Unidos, el del imperecedero cine clásico y la contracultura de los años sesenta.
Yo he vivido otro episodio de amor y odio con tu país, Rachel. Uff… cómo empezar. Desde la idealización de vuestra música, arte y literatura hasta la perplejidad de cómo puede ser que el único gentilicio de vuestro país que contempla vuestra lengua es “American” –para el comprensible cabreo generalizado del resto de países del continente americano–. Ese nacionalismo, como tú muy bien dices, sufrió un catacrack durante el gobierno de Bush y su brillante idea de invadir Irak. Fue entonces cuando ser “American” dejó de ser motivo de orgullo en el resto del mundo. Es más, tengo amigos estadounidenses que estuvieron durante ese periodo en Europa y por miedo a ser vilipendiados adoptaron la nacionalidad de sus ancestros europeos. Tampoco es eso, pensaba.
Yo aterricé en tu país en el 2010 y, aparte de ser casi arrollada por una obesa motorizada en un hipermercado, la mayoría de mis experiencias fueron más que gratas. Me acogió un grupo de profesores que sin apenas conocerme delegaron en mí funciones propias de un doctorando y lo mismo ocurrió con el resto del cuerpo universitario. Sin embargo, salía de las cinco calles que componían el campus y me daba cuenta de que el sueño americano no era para todos e incluso dentro era una entelequia.
No es cuestión de buscar culpables, como decía mi admirado Sampedro, sino responsables. Europa, de tan vieja que es, está ya cansada de su historia, y el sueño de una Europa unificada y fuerte se tambalea. Puede que Margaret Tatcher, quien decía que no existe la sociedad sino el individuo, sea la carcoma de este viejo sueño. El thatcherismo, un darwinismo aparentemente civilizado, puede que termine con la sociedad del bienestar, cristalización de los planteamientos por los que tanto luchó la izquierda. Todas las conquistas sociales que logramos después de tantos siglos de sangre y necios enfrentamientos se están perdiendo ya en la forma de un tijeretazo que amputa a los de siempre: a los que no formamos parte de esas oligarquías que han mal dirigido a la bella y vieja Europa que está ya exhausta de cabalgar en el lomo de un falso toro.
Y la solución que ve el pueblo europeo a la quiebra de este sueño no pasa por enfrentarse contundentemente a esa engañosa clase oligárquica, sino la de sacar a los muertos del armario: los viejos nacionalismos, ahora disfrazados de Gandhi, son aclamados como mágicos recetarios. No sé, Rachel, estoy cansada de bailar a su son, que nos distraen de esta terrible pérdida con banderitas y pegatinas de patrias que reclaman hacerse pequeñas e independientes mientras nuestras libertades y derechos se hacen aún más pequeños silenciosamente. Danzad malditos, danzad, pero prefiero ser la fea a la que nadie saca a bailar.
Tú me dices que el equivalente a nuestra dama de hierro en Estados Unidos es ese Micky Mouse que tenía Coca-Cola por sangre que fue Ronal McDonald, uy, perdón, Ronald Reagan. Cierto. Ya Estados Unidos parte como un falso crisol de culturas en el que si bien siempre se vendió desde un principio como la tierra adánica para la libre expresión, tan solo aquellos que tenían la apariencia de la Europa septentrional y adoptaban el inglés podían formar parte del American Dream.
Son incontables los millones de inmigrantes de la Europa no anglohablante que al llegar a Ellis Island ajustaron su apellido a la lengua de Shakespeare. Warhol, que venía de una familia polaca, temía que alguien pudiera percibir en su acento cualquier rastro de procedencia. El novelista italoamericano John Fante deja expreso en sus novelas la repudia que existía hacía los descendientes de italianos y ya no digamos a los hispanos. El sumo de lo grotesco fue ese quinto hermano de los Jackson que pretendía hacer creer al mundo entero que se había vuelto más blanco que Powder por una extraña enfermedad de la piel- que no todos vivimos en Neverland , Michael-. Me alivia pensar que, pese a los ingentes esfuerzos de los WASP (White Anglo-Saxon and Protestant) de preservar Estados Unidos de la marronización del país, ciudades como Nueva York o Los Ángeles son la viva carcajada que da respuesta a esa artificiosa pureza.
Pero hay algo, Rachel, que incluso me da más miedo que esa falsa y, gracias a Dios, fallida quimera de algunos de hacer de Estados Unidos un cementerio cultural. Y es la artificiosidad y deshumanización de la cultura estadounidense que ya advirtió Lorca cuando fue a Nueva York. Si bien el capitalismo, aunque en decadencia, es el sistema económico que rige todo el globo, veo en Estados Unidos como en ningún otro lugar de occidente la inclusión de este hasta en el mínimo gesto cotidiano de las personas. Una sociedad donde ser joven es sinónimo de vida y libertad –efebocracia de la que se hace eco el cine– puesto que después de la universidad uno ya está encadenado a esa sucesión de deudas –la universidad, el seguro médico, la vivienda, etc.– que se presentan como necesarias para alcanzar la meta: el éxito del American Dream.
¿Pero cuándo se percibe ese sueño, Rachel? ¿Cuando encuentras el trabajo de tu vida pero estás a expensas de este casi las 24 horas? ¿Cuando todo el mundo elogia tus éxitos profesionales y llegas a casa y no hay nadie que te espere? ¿Cuando no fumas tabaco por miedo a ser considerado un yonqui y luego te atiborras de comida plagada de hormonas y química? ¿Cuando te da por hacerte un pastel casero y te cuesta infinitamente más barato comprarlo prefabricado que hacerlo con ingredientes naturales? ¿Cuando tu barbacoa es el orgullo dominguero del barrio pero entre semana tu marido cena en el sofá frente al televisor, tu hijo pringa el teclado del ordenador mientras actualiza su twiter, y tu hija, la única que se ha dignado a acompañarte, no te habla no porque tenga comida en la boca sino porque prefiere estar al loro de lo que dicen sus amigos del grupo del what’s up? ¿Cuando apenas tienes que pagar impuestos pero te puedes arruinar de por vida si tienes una terrible enfermedad? ¿No es país para viejos, Rachel?
Tú me respondes que, aunque de forma algo más tímida, puedes apreciar este intrusismo del consumismo deshumanizante en Europa y no me queda otra que darte la razón, querida. Supongo que la arrogancia del café europeo se me ha subido al cerebro durante esta plática. Lo cierto es que todavía no he visto en España, y puede que en el resto de Europa, ninguna película donde se desarrolle una crítica tan mordaz de nuestra sociedad como ocurre en American Beauty o series como The Wire.
Hay una pregunta que le hago a cada uno de los estudiantes que tengo cuando estos vuelven a su país. Y sí, puede que suene muy kumba, como dirían mis amigos españoles. Les pregunto que qué se llevan de España, es decir, qué aspectos les ha brindado la cultura española que les ha ayudado a enriquecer su persona. Y casi todos coinciden en lo mismo: la importancia del tiempo libre y de los lazos familiares y amistosos. No puedo estar más de acuerdo. Puede que esa cultura de bar Manolo de la que hasta ahora me avergonzaba por su frivolidad y cutrerío fritanguero nos haya salvado en medio de este caótico e incierto presente. ¿Que qué me quedo yo de Estados Unidos? Que el sueño ha de ser sueño, y no un recuerdo frustrado. Aquel “Yes we can” de Obama por muy lema corporativista que fuera era ilusión y esperanza. Creo que cifraba una de las cosas más positivas que tiene tu país, Rachel.
Si Estados Unidos es una efebocracia, Europa, y en especial España, es una gerontocracia que impide a sus jóvenes tomar protagonismo frente a unos poderes viejos que los silencian y ningunean por miedo a perder sus privilegios. A veces me pregunto si Europa es a Estados Unidos lo que Grecia fue a Roma. De momento, la única respuesta que tengo al respecto son hechos tozudos: la civilización griega terminó siendo una anécdota más en el Mediterráneo después de enzarzarse en guerras internas y el imperio romano terminó por diluirse precisamente por su insostenible vastedad. “Vámonos al Bar Manolo, Rachel”, “¿Manolo? ¡Pero si el camarero es chino!”.
Dàrius
29/09/2013
Gran artículorelato!
fve
29/10/2013
Genial. Saludos desde Colombia.