Un videojuego es una encuesta: la máquina plantea una pregunta y el usuario escoge una serie de respuestas. Independientemente de otras consideraciones, toda la historia del videojuego puede sintetizarse en una creciente complejidad en cuanto a tales preguntas y la cantidad de respuestas disponibles. Ningún género, ningún juego, ninguna máquina, ninguna frivolidad o genialidad resiste este análisis. Jugar es moverse dentro de unos índices estadísticos cuya mayor virtud se identifica con la posibilidad de ocultarse mejor.
Por eso permanece todavía, con bastante ingenuidad, la creencia de que la complejidad es un camino que conduce necesariamente al realismo y de que las superproducciones, cuyo apartado visual se confunde con los efectos especiales (infográficos) del cine de Hollywood, son el ejemplo perfecto. En realidad, la lógica dice lo contrario: cuanto más sofisticado, más falso es un videojuego, en la medida que esconde su estructura esquemática, su verdad de encuesta.
Hay un fenómeno, poco extendido todavía, que confunde a muchos analistas de videojuegos: los juegos que no tienen finalidad, que no acaban nunca. Se plantea el debate un tanto absurdo de si son o no son videojuegos, de si el comentario crítico les atañe a ellos, expertos en la materia, o a los historiadores del arte, por caer dentro de lo que podría ser un nuevo arte digital: pixel art (construido mediante píxels, la unidad mínima de las dos dimensiones), glitch art (la simulación de los errores de procesado), arte generativo, vida artificial, etc. Estas piezas siguen funcionando como videojuegos y se comercializan como tales dentro de los mismos canales de producción y difusión, casi siempre en plataformas on-line. La más popular, Steam, metaboliza todas las propuestas independientes y centraliza su distribución en la web.
En estos títulos se escamotea el esquema primitivo del videojuego y se trastocan sus convenciones, pero no la operación misma. Si de ordinario el objetivo es cumplir con una serie de misiones –terminar la fase, acabar con todos los enemigos, ir del punto A al punto B– lo que ahora adquiere importancia son los intermedios, las transiciones y los tiempos muertos. En 2005, el músico japonés Toshio Iwai diseñó para Electroplankton (Nintendo DS) varias interfaces que permitían al jugador generar bucles de sonidos. Aseguró, pretenciosamente, que aquello era la hibridación perfecta entre el ocio electrónico y la mesa de mezclas, en absoluto creíble porque las limitaciones eran manifiestas.
Algunas de las escasas maniobras permitidas al usuario consistían en lanzar renacuajos sobre hojas cuyas venas sonaban como las placas de un xilófono o pulsar sobre un mar perlado de burbujas que, al chocar, reproducían los efectos de un arpa electrónica. Como instrumento fracasa y como experiencia lúdica es efímera. La propuesta apunta en la misma dirección de otros gadgets de música táctil y digital como el Reactable –diseñado en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona– o el Tenori-On del mismo Iwai.
En el caso del título Proteus (Key y Kanaga, 2012), que parece por momentos un documental en la línea de Koyaanisqatsi (1982) y Baraka (1992), convergen dos ideas que aluden a la reflexión que los diseñadores de videojuegos independientes hacen de su propio medio. El juego consiste en explorar una isla despoblada –generada aleatoriamente y compuesta de bitmaps, superficies digitales de dos dimensiones, una suma de píxels– como robinsones que no necesitan comer ni montar sociedades para sobrevivir, solo andar en busca de pequeñas revelaciones, aquí presentadas en el lenguaje virtual de las microtransacciones: algo hay que hacer para que ocurran y tampoco merece la pena sobrestimarlas, ya que todo llega como la generosidad de la limosna, siempre mínima y un poco rastrera. Esta es la primera: no hay enemigos, solo auroras boreales y alguna que otra alucinación
Curiosamente se ha optado por esta estética primitiva, paleodigital, que suscita un purismo que con las propuestas más actuales parecía haberse perdido. Es el segundo de los recursos. La vida desoye la tiranía de los objetivos, de ahí que la estética de Proteus desande todo el trayecto de la complejidad de los gráficos: cuanto más cerca está del comienzo, más analógico es y, por lo tanto, más real. Es otro de los subterfugios que el videojuego adopta para esconder el secreto de su esquematismo.