“Me da miedo ser sincero”, comenta Ben Brooks (Gloucestershire, 1992), pero no lo parece. Tras el éxito de ventas de Crezco (Grow Up, 2011), Brooks se trasladó a Barcelona para trabajar en su siguiente novela, Lolito, cuyo lanzamiento en castellano está previsto para septiembre en Blackie Books, que describe “la historia de un chico de quince años que bebe sin parar y no sale de su cama, hasta que un contacto por chat con una mujer escocesa de 40 años le hace levantarse”.
Y, no lo niega, también vino para calmarse. “Cuando Crezco se publicó en Inglaterra, tenía dieciocho años, vivía solo y me dieron una enorme cantidad de dinero. Y cuando le das mucho dinero a un niño acaba gastándoselo en prostitutas, drogas y alcohol”.
Porque cuando Brooks habla de sinceridad no habla de miedo a explicar su vida, pues no lo tiene. En Lolito, como en sus obras anteriores, expone parte de su adolescencia sin maquillarla. “Cuando era más joven pasaba mucho tiempo en salas de chat, fingiendo ser un adulto para hablar con amas de casa solitarias sobre sus hijos, el vino y los pagos de la hipoteca. Ellas se quejaban de sus hijos y yo de una ex mujer ficticia”.
El miedo de Brooks, de hecho, es expresarse en forma de novela. Después de cuatro obras “de ficción experimental más basada en el lenguaje que en la historia”, Brooks decidió adoptar con Crezco –y también en la futura Lolito– un estilo “más comercial”, tal como lo define, “para escribir a tiempo completo, ganar dinero con ello y que la gente leyera mis libros”. El paso no lo hizo sin cierta ironía y se sirvió de un registro metaliterario para establecer distancia: “riéndome de la novela mientras escribo una. No creo que haya escrito todavía una novela normal, sólo sé que quiero escribir una”.
Su actitud despreocupada y su estilo de escritura directa y entrecortada –claramente vinculado al lenguaje utilizado en las redes sociales– ha servido para que la crítica lo haya convertido en una víctima más de la manida etiqueta ‘voz de una generación’. Con una sonrisa que mezcla indolencia e inseguridad, contrarrestada por una voz serena, Brooks recibe el título con burla. “Es divertido porque esas cosas siempre las suelen decir los más mayores. Yo no creo ni que exista una generación porque no hay un gusto único. Hoy en día tienes la música, el cine y la literatura que quieres en tu dormitorio y a cada persona le gusta algo diferente”.
Como autor no necesita esforzarse para referirse a la incidencia de Internet en su trabajo, porque justamente ha crecido con él. Su prosa rezuma el nerviosismo y la fragmentación de las nuevos medios de comunicación. La razón de fondo es tanto una decisión de emular a sus referentes, entre los que destaca a Tao Lin, como una consecuencia de los hábitos de lectura y de vida de las personas en la actualidad. “Tenemos un periodo de atención muy corto, de hecho me cuesta escribir porque me aburro y me voy a Facebook o Twitter. Las frases cada vez son más cortas porque imitan el lenguaje de Internet, por eso los libros también son más cortos. Yo no escribiría un libro largo porque sería muy irrespetuoso robarle una parte tan grande de su vida al lector”.
Brooks es activo como blogger y en su cuenta de Twitter, pero considera que los usuarios deberían establecerse un límite ya que la red genera una falsa sensación de inmediatez que provoca ansiedad. “Es el motivo por el que la gente es infeliz. Cuando no tienes lo que quieres te vuelves infeliz. Quieres estar en varios sitios a la vez con la velocidad de un clic, quieres más y casi nunca lo consigues. Estamos tan acostumbrados a tenerlo todo de forma instantánea que ya no podemos ser pacientes y eso nos hace infelices”. Y añade: “Internet permite a mucha gente ser infantil. Mi madre tiene un trabajo pero cuando está en Facebook cuelga chistes absurdos porque puede hacerlo”.
En relación a la literatura y al proceso de digitalización es aún más pesimista, pues considera que los jóvenes han rechazado el pago por cultura. “Todo va a empeorar. Igual que en la industria de la música o del cine, todo se va a acabar en más o menos diez años, la gente que compra online no es joven y cuando dejen de hacerlo no habrá nadie que pague por ello”. Sus reticencias se refieren también a los e-books: “los odio, desearía que no existieran y nadie los comprara. De los libros te enamoras, pero no puedes enamorarte de un e-book”.
Sin embargo, destaca que el acceso libre al contenido y las herramientas de edición y distribución ha propiciado un proceso democratizador necesario. “Ya no hay filtro, en el pasado los académicos marcaban el gusto, lo que merecía la pena. Pero no creo que los clásicos se hayan perdido. Cantantes y escritores de hoy en día serán los clásicos y las leyendas del futuro, Internet no ha acabado con eso”.
El gusto democratizado no impidió que su última novela –Crezco, la primera que se tradujo al castellano– fuese considerada un ejemplo contemporáneo del género de novela de formación. En esta suerte de autobiografía disfrazada, Jasper, un chaval de 17 años, trata de convertirse en un buen chico. Intenta ser escritor e idolatra a Haruki Murakami –pese a parecerse más a Palahniuk o Bukowski– porque le hace sentirse “más seguro, que estoy en otro lugar más bonito”, tal como confiesa en el libro y repite Brooks.
Jasper se mira en El guardián en el centeno, de J.D. Salinger, y piensa que es “Holden Caulfield, solo que menos temerario y más atractivo”. Todo esto cuando no está practicando sexo desmesurado bajo los efectos de drogas y alcohol. Brooks, por su parte, no tiene ningún reparo en explicar el origen de estas preocupaciones. “Gloucestershire es una zona rural así que muchos padres son veterinarios, los chavales les roban la ketamina, un tranquilizante para caballos, y la cocinan. La mefedrona (un potente estimulante) fue legal durante un año y medio y todo el mundo iba puesto de ella cada fin de semana”.
La novela presenta a adolescentes sin preocupaciones sociales en consonancia con la juventud británica a la que alude. “No creo que haya nadie que conozca que se queje de la política. Jasper y sus amigos son irresponsables porque les permiten serlo. Compran droga con el dinero de sus padres y no pasa nada porque no es su dinero. Si las chicas se quedan embarazadas abortan y ya está. No hay verdaderas consecuencias”.
En su caso, la raíz de tanta indulgencia la encuentra en su propio éxito: “la gente quiere vivir todas esas experiencias a través de otra persona, para así no sentirse culpable, por el morbo que les produce”. Pero tiene claro que la situación no es sostenible. “Le dan muchísimo dinero a la gente equivocada, no deberían dar dinero a una persona como yo”.