Gus Van Sant la cagó cuando quiso clavar Psicosis plano a plano pero Tarantino dio en el clavo cuando entendió que lo viejo y bueno nunca morirá si uno sabe resucitarlo con el espíritu de los nuevos tiempos. La postmodernidad fílmica parece recelar de lo culto y profundo pero le encantan las gamberradas de la serie B. Adora la diversión de los iconos más triviales, insustanciales, a poder ser infravalorados. Ahí está el candor de resucitar a un walking dead como Travolta, Jackie Chang o Kurt Russell. Recuperar viejos temas de los cincuenta, rasgar la película para darle una pátina de tralla de serie B o meter a una tipología de personajes imposibles, con diálogos surreales que hablan de la virginidad de Madonna y el falo redentor.
Tarantino no inventó nada, lo copió mejor que nadie, de maestros de la serie B y Z, de John Waters, Roger Corman o el cine trash oriental. Sentado durante horas en un videoclub, su cabeza creó el perfecto pastiche postmoderno, como aquellos que, en festivales del tipo Sitges, nos tragábamos en un solo día un cruce de Henry, retrato de un asesino, Darkman, La cosa y la versión cubana del Drácula de Lugosi. Así surgen esas maravillas que lo integran todo, como Pulp Fiction y Kill Bill, serios ejercicios de revival como Jackie Brown o gamberradas como Death Proof. Me hubiera gustado que Tarantino se hubiera metido de verdad en el spaghetti western en Django pero habrá que esperar…
Quentin es el modelo de reciclaje postmoderno pero, obviamente, su juego de tocar una sinfonía de géneros cinematográficos a la vez viene de lejos. Blade Runner supone el paradigma del cruce de géneros como también lo pudieron ser Alien o Tiburón. El postclasicismo setentero trajo la infantilización del cine, el tono desenfadado y el cruce de géneros como fórmula mágica. Así se podía hacer una peli de ciencia ficción con arquetipo de cine negro, aventura con escualo terrorífico o trasladar al tiburón al espacio para que una mujer redimida lo machaque para la posteridad de secuelas inagotables.
La década de los setenta fue para muchos el último renacer del cine, el zenit postclasisicista en el que Hollywood aprendió de los nuevos cines europeos, integrando estilo, renovación y aires de libertad. Desde entonces, la postmodernidad lo ha devorado todo como un monstruo que destripa, vampiriza y vomita audiovisual en fragmentos desordenados, asincrónicos, en múltiples texturas y formatos. Los clásicos dirán que todo tiempo pasado fue mejor, que las grandes historias de la literatura del siglo XIX jamás volverán, como tampoco lo harán los sonetos de Shakespeare o los personajes de Tolstoi. Allá quedarán los amantes de Casablanca, los héroes de Centauros del desierto, los falsos culpables de Hitchcock o las lolitas de Kubrick. Para éstos el cine se muere poco a poco, al igual que lo hace el celuloide. La Kodak cierra, los maestros nos dejan: desde Azcona y Berlanga a Paul Newman o Sidney Lumet.
Pero aunque todos podemos ser apocalípticos no deberíamos ser tan pesimistas. El cine se recicla para reinventarse, mutando como una cosa de Carpenter o un alien de Scott, demostrando que tal vez las formas pueden cambiar pero que está vivo. El séptimo arte dejará, tal vez, de llamarse cine, pasará del argumento y de la trama, será un envoltorio de gran factura y huecos contenidos o la abstracción más minimal e intelectualista, pero no está condenado a morir, porque todos somos unos jodidos homos ludens, unidimensionales y urbanitas que devoramos imágenes y sonidos de forma compulsiva. Sea en una sala cinematográfica, como le corresponde a mi generación, o ante una pantalla de ordenador, pillado a la saga de El padrino o al último baile coreano, todos necesitamos consumir imágenes.
Decir qué es el cine hoy en día se hace difícil. Tan sólo sé, como profesor de análisis fílmico, que hay momentos en que me siento como el último de una especie, como un Clint Eastwood de las aulas que se obstina en pasar el final de Ordet, el principio de 2001 o la mitad no dialogada de Vértigo. Soy un autista extraterrestre comunicándose con terrícolas de nueva generación. Sé que hay vida allá abajo. Sus gustos han cambiado pero persisto en recuperar la grandeza del pasado porque puede abrir sus puertas de la percepción.
Posiblemente, mis alumnos harán un túrmix de todos esos segmentos que voy dejando en su retina, como el turista americano que en un let’s go Europe se funde el continente en menos de treinta días. Esa será su película de un curso, el pastiche amasado en su memoria, por el capricho de un profesor. Será un conglomerado de segmentos fílmicos porque ninguno pensará en ver el largometraje completo. ¡Para qué ver Usual Suspects, si ya me sé el final! Así se consume el cine en la actualidad, a pedazos o golpes de zapping, si es que llegamos a ver la tele. Y si no Youtube ya se encargará de que un día queramos ver tan sólo el principio de Gremlins 2 o la escena de Attica de Dog Day Afternoon.
Hoy ya, lo de cruzar géneros está más que asumido y puede resultar aburrido. Tampoco las secuelas parecen un filón, después de que el cine de los años ochenta lo explotara hasta la saciedad a lo largo de esa digna década de cine basura que la modernidad adora cada día más y más. La situación parece exigir tomar riesgos. Ser atrevido. Lo que triunfa son ideas a lo Spike Jonze: ¿Puedo meter a John Malkovich en la cabeza de mi prota y volverle loco? Cómo ser John Malkovich. ¿Y si el pringado de Joe Black revisita todas las pelis de los ochenta en formato casero porque se le han borrado todas las cintas de su videoclub y quiere satisfacer a sus clientes? Be Kind Rewind. ¿O por qué no mandarlo a revivir la guerra de Vietnam con cuatro chalados que se ríen del mito de Ron Kovic y del trauma americano? Tropic Thunder.
Del lado menos gamberro, hay propuestas más pretenciosas y selectas pero igualmente interesantes como el caso de Leos Carax y su Holy Motors, un conjunto de set pieces, con un personaje mutante en distintos seres a lo largo de un día. Al acabar tienes la sensación de haber visto diez cortos, ¿o eran tan sólo secuencias sueltas o partes de un todo a reconstruir en tu mente? No importa porque te llevas un conjunto de experiencias estimulantes, sensorial e intelectualmente.
Para qué copiar plano a plano si se puede reinventar, enloquecer y divertir. El cine no está muerto, tan sólo está en proceso de reciclaje. Las series se han comido sus formas y, según la crítica, suyas son las medallas de la calidad, pero dejemos que el cine se descomponga para reinventarse como un formato más libre y vanguardista. Seguro que pronto regresa como la criatura de la laguna, el hombre menguante o ese monstruo de King Kong, que para siempre posará sobre el Empire State. Mientras, al llegar la noche, seguiré escuchando esa voz de Lugosi, diciendo: “Listen to them, the creatures of the night… what music they make!”.