Cuatro cabezas de caballo pintadas una debajo de otra en la cueva de Chauvet (Francia) han llevado a pensar a arqueólogos e historiadores del arte que podría tratarse de un primer ejemplo de dinamismo pictórico. A las vanguardias solo se les reserva desde esta interpretación el privilegio de habérnoslo recordado. No en vano, el futurista Boccioni se consideraba a sí mismo un salvaje de la nueva era en el mundo del arte que se estaba fundando desde aquella proclama castigadora de Marinetti (1909) contra la tradición: mejor un coche —y un accidente— que la estatua de Victoria de Samotracia —que pierde la cabeza de puro aburrimiento—.
Las primeras obras humanas registradas en Chauvet datan del 30.000 a.n.e. Otra lectura posible es que hubo una imitación sucesiva de caballos ya pintados, por lo que el sugestivo, pero probablemente falso, dinamismo de la primera teoría acabaría reducida a una estática y prolongada copia separada por millares de años.
Pero Chauvet, como Altamira, corre el riesgo de descascarillarse por el auge del turismo y su variante académica, la ciencia. La única opción que resta para salvar a los caballos de la muerte es reproducirlos: no como la de aquellos hombres del paleolítico, que tanto podrían estar conjurándose contra el hambre o sustituyéndola, como invocando en rituales el favor de los dioses. A los nuevos hombres del turbocapitalismo lo que les interesa es mapear la totalidad de la cueva y levantarla de nuevo, incrustar en su interior pasarelas metálicas y cafeterías, baños públicos cada cien metros y al final del recorrido una tienda de llaveros y gorras; tematizar, en fin, una experiencia cavernícola apta para cámaras digitales y grupos escolares.
Ballart Hernández y Juan i Tresserres en Gestión del patrimonio cultural (2001) hacen una breve síntesis de la situación de Altamira: «se ha construido a lo largo de la cueva y en la reproducción virtual de imágenes tridimensionales que muestra a los visitantes distintas escenas de la vida cotidiana de los grupos humanos prehistóricos. También se han instalado en ambos laterales de la pasarela pantallas de plasma […]. La réplica incluye una zona que no se visita en el original, por lo que su reproducción aporta un valor añadido al proyecto», por supuesto.
La copia tiene que separarse de la realidad para afirmar su primacía sobre ella: habrá que creerse que esa zona existe en Altamira y que no es el resultado de un pelotazo urbanístico cavernario que debe justificarse con la ocupación integral de los metros cúbicos que entraron en el negocio. Tarde o temprano se le podrá buscar una nueva utilidad a esa área, que al no estar en el mapa original, puede desaparecer también de la cartografía de su doble. Obviamente, todas las sugerencias girarían en torno a prácticas más o menos ilícitas.
En el mismo libro se asocia la noción de «patrimonio» a la de «testamento». «La mayoría de las personas a partir de cierta edad empiezan a valorar de forma especial la memoria. Los años que pasan obligan a buscar espacio en los recovecos de la mente o fuera de ella para almacenar historias y vivencias sobre cosas y lugares que han formado parte del paisaje cotidiano real de la juventud pero que actualmente ya no existen».
Es decir, el patrimonio es signo de decrepitud y primer aviso de la consciencia de muerte. No es casual que después de la II Guerra Mundial la civilización occidental se haya empeñado en protegerse a sí misma a través de sus símbolos, cuando ya los habían bombardeado todos y surgió el miedo de morir para siempre, en el siguiente asalto. Que Chauvet y Altamira tengan un doble, y el Partenón otro en Nashville, por ejemplo, recuerda la tremenda tautología de la degeneración perpetua del sistema: se muere, y por eso se reproduce infinitamente —afirma su decrepitud cuando se desdobla—, hasta la completa colonización del cuerpo enfermo que solo albergará monumentos duplicados.
Se consumirá mucho —la cultura y la sanidad se consumen, es un hallazgo relativamente moderno— hasta que eso ocurra. Si los revolucionarios querían dejar su victoria contra el Estado burgués a sus hijos como testamento —como patrimonio— a nosotros nos queda la nada desdeñable labor de dejar el mundo paralizado y metastasiado de dobles como signo de nuestra derrota.