Como cada domingo, salgo del Hotel a las siete de la mañana, hora en la que finaliza mi turno. Dejo atrás la puerta de personal, con todos los turistas enjaulados en sus habitaciones, agotados tras una noche en la que fundamentalmente se dedicaron a incordiarme con sus exigencias y demandas. No es más que otra mañana somnolienta de invierno. Normalmente, a esta hora trato de recluirme en mi habitación para combatir el insomnio, mientras Barcelona amanece, ociosa, preparándose para el vermut y las tapas. Hoy no. Hoy quiero comportarme como un turista yo también. Hoy quiero coquetear con la idea de pasar una mañana despierto y merodear por un lugar en el que (pese a estar en el corazón de la ciudad) no me encontraré con los turistas del Hotel: el Mercat de Sant Antoni.
Más que en un corazón, el Mercat se sitúa en un vértice donde confluyen dos barrios barceloneses diametralmente opuestos. Por un lado, como en un ángulo de ciento veinte grados, el Mercat se ve rodeado por el barrio de Sant Antoni, una pequeña ramificación del Eixample. Desde este gran barrio, dictamino con la seguridad que me dan mis prejuicios, se han acercado la mayoría de los clientes refinados desde la inauguración del Mercat, en los años treinta del siglo pasado. Hacia el norte, la ronda de Sant Antoni marca la frontera con el Raval, el antiguo barri xino, ese espacio repleto de “perdidas, ladrones y el brillo del demonio”, como lo retrató Carmen Laforet en su novela Nada (1944). Esta asimetría, este linde entre la ciudad vieja y la nueva, anuncia la heterogeneidad con la que sé que me encontraré en el Mercat.
A medida que voy llegando, me propongo entrevistar a los libreros, para justificar las horas de sueño que estoy desperdiciando. Me cuesta soltarme, más por timidez que por dejarme seducir por la narcolepsia. Mientras husmeo su mercancía, silencioso y dubitativo, elijo hablarles de un lugar común. Obtengo resultados. Los primeros diálogos manifiestan una queja recurrente y unánime: se vende mucho menos que hace unos años. La crisis se puede leer en sus caras. Tal vez esté generalizando de manera escandalosa, pero siento que coinciden no sólo en este malestar sino también en la reacción a mis preguntas: todos parecen entre perplejos y reacios. Lejos de mostrarse receptivos a un diálogo que exceda los límites de los habituales “quin preu té aquest llibre?”, no dudan en mirarme mal, incapaces de entender qué hace este niñato aquí, si no va a comprar nada. Mis consultas ni siquiera se acercan al terreno de los ejemplares difíciles de conseguir. Soy un intruso. Tal vez me crea un observador curioso, pero en realidad no soy más que una molestia, un obstáculo.
“Cerca-ho al google, tío”, me dice con acento xarnego un librero, cuando intento fisgar si el Ayuntamiento de Barcelona alquila o vende los puestos donde se guardan, trasladan y exponen los libros. Llevo apenas unos minutos en este mercadillo. Ya me siento un poco como David Foster Wallace en Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, cuando se cuestiona quién está realmente desubicado: si es él o los turistas estrafalarios del crucero que observa. Durante casi un siglo, el Mercat dominical de Sant Antoni (entresemana, un mercadillo de ropa y alimentos) se situó en una manzana entera, cuyas aristas (las veredas de Urgell, Tamarit, Borrell y Manso) conformaban el itinerario de los clientes. Desde el verano de 2011, el Mercat fue transplantado de forma provisoria a la calle Comte d’Urgell, una arteria suntuosa, por la que circulan sólo peatones desde bien temprano, cada domingo, en busca de sus nutrientes: ese libro de ocasión que tal vez no lograron encontrar el fin de semana anterior, pero quién sabe aparezca esta mañana. Los clientes se detienen ante cada puesto, preguntan precios, taponan el paso, dificultan el flujo, se chocan y se cabrean.
Mientras intento resistir el peso de mis pestañas, constato que en el Mercat de Sant Antoni la literatura es reina y señora. Su hegemonía ante la música, el cine, el cómic, las series de televisión, es rigurosamente inversa a la que podemos encontrar en cualquier sucursal de la Fnac. El Mercat es una región insular, donde se produce una excepción a la norma. Acá, la palabra domina a la imagen. Se va haciendo de día. Mi estado no es muy distinto al de un sonámbulo. Soy un fisgón bastante amateur, no puedo mantener la concentración. Pero la mayoría aplastante de libros me da una mano, hipnotizándome, como muchas veces me sucede en cualquier librería, donde sin embargo no se produce este contraste entre lo textual y lo audiovisual. Manuel Vázquez Montalbán escribió que Terenci Moix “lo aprendió casi todo […] en el Mercado de Sant Antoni de libros viejos y tebeos, cómics más tarde, cancioneros, volantes de propaganda de películas soñadas, cromos”, pero sobre todo “libros, libros, libros; el hombre es lo que come, y el escritor, lo que lee”.
En I centenari Mercat de Sant Antoni (1982), Avel·lí Artís-Gener da una definición del Mercat que me gusta mucho: para el periodista barcelonés, se trata de una espectacular congregació humana, que demuestra cómo los catalanes cultivan aquello de llevar la cultura a la calle. Artís-Gener añade una idea con la que en cambio me resulta difícil concordar: según él, la mercaderia, los productos culturales que encontramos en el Mercat, están dotados de cierta nobleza. Yo lo veo algo distinto. Para mí, como en los bouquinistes que acompañan al Sena en París, como en el Parque Rivadavia de Buenos Aires; el Mercat de Sant Antoni de Barcelona nos reúne con las sobras de la cultura. Es cierto: una de las funciones de las librerías de ocasión es la venta de la rareza, que precisamente por su condición única se convierte en un objeto codiciado. Sin embargo, me cuesta no ver en todos estos libros de segunda mano el excedente, las migajas portátiles de un “Todo a cien” prestigioso.
“¿Para qué coño quieres saber cuánto tiempo hace que vendo DVDs?”, me responde Lluís. El rasgo más evidente que organiza los productos del Mercat es la convivencia, más o menos armónica, de esa diversidad que también encontramos en las tiendas de artículos usados. En los tenderetes vecinos al de Lluís, por ejemplo, conviven revistas pornográficas de los años noventa a pocos centímetros de libros infantiles. Los tenderetes de música, como el de Lluís, ratifican mis impresiones sobre los desechos de la cultura, aquello que muchos ya no quieren y unos pocos hoarders sofisticados coleccionan, fieles a su Síndrome de Acumulación Compulsiva: vinilos, CDs, DVDs, coexisten en un módico cementerio de objetos anacrónicos, obsoletos. Productos que por fin se reúnen tras haber vehiculado la cultura de manera efímera, cada uno en su turno, durante el último medio siglo.
Son las diez de la mañana. Necesito un café. Me inmiscuyo en el de Daniele, propietario pugliese de un café italiano del barrio, a quien tampoco le caen bien los libreros. Apenas le compran. “Están por lo suyo, sólo quieren vender y que no les roben”, declara, cargado de amargura. El café pijo de Daniele trata de competir con una extensa red de bares de tapas, cafés modernistas y chocolaterías que ofrecen churros baratos. La lucha entre los comerciantes de la zona para ver quién abastece a los libreros late bajo la compraventa de libros de segunda mano: por ahora, la tradición va ganando.
Ya estoy más despejado. Termino mi café y, justo en la vereda contigua, charlo con Giorgio, que apenas habla español. Lleva poco tiempo vendiendo libros de autoayuda. La clave del masaje erótico y El clítoris: la conquista del placer son sólo algunos de los sugerentes títulos que se amontonan en su puesto, junto a un sinfín de manuales para lidiar con las angustias y deseos de nuestra época: Cómo evitar el colesterol, Cómo prevenir la osteoporosis, Cómo dejar de ser esclavos del humo. Giorgio me comenta, en un acento inconfundiblemente siciliano, que lo siente mucho, que no sabría establecer un patrón de clientes pero que él sí le compra el café a Daniele.
Núria trabaja en el Mercat de Sant Antoni con su esposo desde los quince años. Durante las últimas cinco décadas, Núria se levantó temprano, cada domingo, para venir desde Gràcia a su tenderete, casi como si se tratara de una Misa ineludible. Hasta ahora, Núria es la librera más longeva que conocí, de modo que se convierte en un testimonio idóneo para atestiguar qué se llevó el tiempo en este rincón de Barcelona. Sin nostalgia, me revela Núria que aquello que se ha ido perdiendo es la figura del coleccionista, ese cliente devoto y calificado, cuya obsesión por el fetiche cultural sostuvo este negocio durante tanto tiempo. Núria, insisto, no suena nostálgica. Sólo constata una transformación.
También Xavi llega temprano, cada domingo, desde la ciudad vecina de Cornellà, para abrir su tenderete de best-sellers. Según él, es difícil saber si las ventas han mermado por culpa de los libros electrónicos o por la crisis financiera. Acá está Xavi vendiendo estos insistentes objetos de papel, absolutamente ajeno a las discusiones apocalípticas sobre el fin del libro y la decadencia del mercado editorial. Sus clientes, me confiesa Xavi, son leales a los hábitos: aún no leen en Kindle ni en iPads. Mientras en la televisión, en las revistas, en los periódicos, se debate si lo digital sustituirá lo analógico, Xavi sigue acá, impertérrito.
El mediodía se acerca. Sigo deambulando, acechando a los libreros, hasta que doy con uno de la ciudad de Rosario, que prefiere no desvelar su nombre. Sólo contesta lacónico “ocho”, cuando indago sobre cuántos años hace que trabaja de esto en Cataluña. “Claro que se nota la crisis”, contesta, mientras ríe cómplice con un librero vecino. Este niñato y sus preguntas ingenuas. Quiero hurgar un poco más, saber si el rosarino se dedicaba al mismo oficio en Argentina. No me atrevo. Concluyo que ya está bien de hacerlos reflexionar sobre la coyuntura, que ya basta de interrumpir su trabajo. Abandono la calle Urgell, con sus hoarders y sus libreros bordes. Busco un bus en la Gran Vía que me devuelva a casa. Mi victoria frente al insomnio está asegurada. Como cada noche, hoy debo reunirme con los turistas y volver a ser víctima de sus interrupciones. Mis horas extras como cronista, al menos esta mañana, se han terminado.
Maro A.
26/02/2013
Hay que reivindicar el Mercat de Sant Antoni! (No hay muchos textos que lo hagan).
iván cherjovsky
07/03/2013
Muy buena crónica! tal como le pasó al autor: imposible quedarse dormido. Felicitaciones desde Buenos Aires
Núria Salvadó
13/03/2013
Un texto muy agradable, transporta realmente a un domingo barcelonés, entre libros y mestizajes varios. Felicitaciones al autor!
Mico
17/09/2013
Molt interessant el que escrius, un bon retrat de la majoria dels venedors desencantats… Nosaltres tenim parada al mercat, però no som bordes. Ens agrada muntar la parada, vendre i xerrar amb la gent… serà potser que som intrusos també 😉