Edición de vídeo: D.
Hobbes también era filólogo y decía, en una de sus casi arquitectónicas ocurrencias, que usamos mal la palabra libertad. Una persona es libre —el ejemplo está tomado del Leviatán—, pero el camino no es libre. El camino puede estar libre, lo que no significa que haga lo que quiere.
Phillippe Petit dice que el cielo es libre entre dos edificios donde no hay calles ni caminos. Pues bien, traza uno, entre las Twin Towers. Desde abajo parece un cuadro sinóptico. Una flecha, una línea del tiempo, un trayecto tan estrecho que no podría dar la vuelta, y si la da se cae el hombre, el alambre o, peor, se cae el edificio —no era humor negro–. Es el antimundo, el mundo al revés, lo contrario del mundo.
Andar con los pies, tener los pies en el suelo, ponerse los pantalones por los pies, cuánta insistencia en sujetarse a la gravedad en las calles y en todo lo que esté sólidamente asentado. La gravedad y andar por el suelo tienen claramente una función policial, como la fotografía del DNI.
Al igual que los fantasmas de la obra de Ionesco, esos transeúntes «solo son imágenes nacidas de la fantasía de los vientos». Así que Bérenger, el protagonista, se pone a volar, recuerda volar, como algo que hacía su especie —el humano— mucho antes. La arqueopsicología de la que habla Ballard en El mundo sumergido, el código genético indescifrado también era libre; y la mujer de Bérenger, que lo ve, que ve como «sus pies tocan la brizna de la hierba», se alarma, y le dice a Bérenger: «vamos, estás dando mal ejemplo»; pero Bérenger vuela porque es como «recuperar la infancia». Y John Bull, amigo suyo, le dice que «hay mil maneras de expresar la alegría», aunque «por otra parte no se debe expresar»; mejor la discreción, mejor andar por la calle y obedecer al semáforo y cruzar por el paso de cebra y pisar la vía peatonal, las trivialidades de todos los días. Por eso el periodista, otro testimonio, cuando ve a Bérenger volar, observa: «el aire tiene una densidad acuática», «es el medio olvidado», responde el peatón del aire, y les recuerda a sus objetores que la ciencia no les ha hecho volar: el avión vuela pero no el hombre, vuela la máquina, pero volar es otra cosa.
Philippe Petit ve la ciudad al revés; el antimundo, lo contrario, y el cielo es el suelo, y las dos torres se erigen boca abajo y hay una cúpula que parece una calle y muchos hombres como murciélagos colgados; se preguntaría Petit cómo eso es posible, cómo puede estar toda esa multitud mirándole, a él que no hace nada extraordinario, tan solo andar de una torre a otra en un alambre.
Por eso el documental Man on Wire (Marsh, 2008) es una bagatela. Petit solo hace lo que puede hacer, sus primeros pasos, de ahí que sea lento, aparentemente torpe y frágil en el suelo del antimundo. Pero que salga él contando a la cámara que hace prodigios, eso no es creíble, suena a fantasmada y lo raro, lo realmente sorprendente, es que el suelo siga existiendo, con todas esas gentes agitándose arriba y abajo en direcciones opuestas: eso sí es un disparate.