la devastante ruspa che si dice.
Lascia sottopassaggi, cripte, buche
e nascondigli. C’è chi sopravvive.
La Storia (E. Montale)
La ciudad de Nápoles había de cumplir un importante rol en el último e inédito film de Pier Paolo Pasolini, cuya elaboración quedó interrumpida por su fatídica muerte. Del proyecto, bajo el título Porno-Teo-Kolossal, solo nos ha llegado el esbozo incompleto del guión, en el que el tema de la ciudad constituye el leitmotiv explícito de una denuncia: la pornografía espacial que irradian los grandes centros urbanos de Italia. Allí, Milán se proyecta como una pesadilla anticipadora del berlusconismo en la que el lenguaje burocrático ha invadido todos los resortes de la imaginación, y Roma en centro maldito de la uniformización cultural. Para el autor italiano, ambas representan:
la típica ciudad italiana de los años 75-76: con la violencia de una generación que ha perdido completamente los viejos valores, que vive una falsa tolerancia (en realidad solo se tolera la libertad de la mayoría, no la de las minorías).1
El contrapunto a esa desolación pasoliniana del ahora lo constituye el cuerpo incandescente de Nápoles, no invadido por la voracidad homologadora, y en el que la resistencia impulsa el motor del verdadero progreso. El guión inacabado de Pasolini construye una apología de la ciudad meridional, aislada en los márgenes de la historia y sus discursos, único reducto occidental en el que las relaciones humanas no se han visto afectadas por la negación de la alteridad ni la nueva verdad mediática. Allí aún «se vive, se ríe, se discute, se reza, se canta, se pelea, se desespera uno».
Asimismo, a través de la «Carta a Gennariello», uno de los textos en el que se aborda con más énfasis el tema de la ciudad, el cineasta italiano elaborará un manifiesto ético que reivindica el derecho de fuga y los modos en que se pone en acto en el sur de Italia; un canto vital y desesperado a Nápoles, donde el desasosiego parece dejar aún espacio a la belleza y al riesgo de las pulsiones, aniquilados en el resto de occidente. En esa dirección apunta otro de sus artículos, «Napolitanidad»:
No sé si todos los distintos poderes que se han ido imponiendo en Nápoles, tan parecidos entre ellos, han sido condicionados por la plebe napolitana o más bien la han creado. Yo solo sé que los napolitanos constituyen hoy una gran tribu que en vez de vivir en el desierto o la sabana, como los Tuareg o los Beja, habita en el vientre de una gran ciudad.
El cuerpo de Nápoles como reflejo impugnado de los espacios por los que transita la historia y sus progresos; espejismo húmedo y denso en el que la normas que rigen la realidad parecen formar parte de un pacto atávico entre los ciudadanos y su anatomía, inmutable a pesar de las apariencias. En este proceso de resistencia, la tribu que la puebla juega un rol decisivo, puesto de manifiesto como nunca en los últimos tiempos porque, asegura el autor, sus miembros, conscientes del peligro de sucumbir: “han decidido extinguirse manteniéndose napolitanos hasta el final, o sea, irrepetibles, irreducibles e incorruptibles».
Nápoles, no hay duda, prefiere la autodestrucción a una mímesis burda de modelos ajenos; la liquidación absoluta al riesgo cada vez mayor de que en sus venas se infiltre lo que «llamamos la historia, o, de otra manera, la modernidad». Esa es para Pasolini la clave secreta de la ciudad, de su arrogancia, de la voluntad radical de su estilo: la lucha inequívoca y sin ambages por conservar lo que Walter Benjamin llamaba áurea y nuestro poeta definió como sacralidad.
El conflicto no es nuevo: la poesía de Baudelaire es, al respecto, la mejor representación de las contradicciones a las que la emergencia de un insólito mundo urbano anega al hombre de la modernidad. La lectura que de sus flores del mal realizó el mismo Benjamin representa, además, un punto de inflexión determinante en la reflexión sobre la sensibilidad problemática que la ciudad moderna funda, aún hoy plenamente vigente.
Ahora bien, Pasolini va aún más allá y lleva su visión apocalíptica de la modernidad hasta las últimas consecuencias éticas. Lo hace a través de un puñado de artículos al servicio de una crónica: la destrucción antropológica que aniquila definitivamente el derecho a la disidencia. En esos textos, profundos y ricos a pesar de la urgencia que se desprende en su elaboración, la ciudad moderna se proyecta como una inmensa y supurante glándula propulsora y causante de los males estéticos y morales de la contemporaneidad.
La última y definitiva infección vírica, el mayo francés, se infiltra a través de las protestas estudiantiles que se desencadenaron también en Italia: símbolo del trashumar de la historia por los latidos de la ciudad; metáfora perversa de una discursividad en la que la posibilidad dialéctica ha sido definitivamente cancelada. Por eso Pasolini utiliza el lenguaje y las formas de la poesía para discutir con los jóvenes que ocupan, como si del centro de la historia se tratase, el espacio urbano, y a través de una de sus colaboraciones en la prensa, «¡El PCI para los jóvenes!», difunde su visión de los hechos:
los de la televisión)
os lamen (como creo que aún se diga en el lenguaje
goliardesco) el culo. Yo no, amigos.
Tenéis caras de hijos de papá.
Os odio como odio a vuestros padres.
Buena raza no miente.
Poseéis el mismo ojo sórdido.
Sois miedosos, irresolutos, iracundos
(¡genial!), pero también sabéis como ser
prepotentes, chantajistas, seguros, caraduras:
prerrogativas pequeño-burguesas, queridos.
Cuando ayer en Valle Giulia combatisteis
con los policías,
¡yo simpatizaba con los policías!
Porque los policías son hijos de los pobres
vienen de la periferia campesina o urbana.
Con esa clave de lectura, incomprendida entonces por los paladines de una izquierda cuya tradición marxista quedaba ya reducida a la mera lexicalización, el poeta dirigirá su mirada al mundo urbano, alzando la voz contra la homologación, la mercantilización y el conformismo. De nada sirve el poder del Partido Comunista en ciudades como Bolonia: el desarrollo neocapitalista ha abierto una socavón enorme que está homologando conductas y mentalidades también allí.
Desde el momento en el que [Bolonia] es, a la vez, una ciudad desarrollada y comunista, no solo no existen alternativas: ni siquiera alteridad. Ya preveo […] la posible Italia del Compromiso Histórico: en el mejor de los casos, o sea, de hacerse efectivo un poder administrativo comunista, la población solo la conformarían pequeñoburgueses porque los obreros ya han sido eliminados antropológicamente por la burguesía.
La violencia desaforada que se ensañó con el cuerpo de Pasolini en otoño de 1975 impedirá para siempre conocer los matices de la elaboración poética del mundo urbano que el cineasta proyectaba con su inédita película; y aún así, el esbozo inicial de su guión confirma una pasión, puesta antes de manifiesto en artículos, entrevistas y películas: Nápoles como reflejo impugnador de la historia y sus progresos; alternativa imposible de un aquí que diluye cualquier intento real de otredad discursiva y corpórea; pasado remoto de esa otra ciudad global y homogénea que un poder sin rostro ha convertido en la auténtica Gomorra.