El mito de Fausto: desde el Romanticismo hasta la literatura de nuestros días (I)


 
Esta es la primera parte del texto escrito por nuestro colaborador Christian Jiménez Kanahuaty, donde realiza un recorrido histórico por la figura mítica de Fausto, desde el Romanticismo hasta la literatura contemporánea. En esta oportunidad reflexiona sobre las obras fáusticas de diversos géneros pertenecientes a autores como Goethe, Christopher Marlowe, Thomas Mann, Jaime Saenz, Estanislao del Campo y Leopoldo Marechal.

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El mito de Fausto es quizá tan antiguo como la propia humanidad. Un ángel que cae del cielo y vigila muy de cerca a los hombres. Pero se entromete tanto en sus quehaceres que intenta ser parte de los oficios que ellos desempeñan.

Y es que, en un principio, el demonio solo desea el alma de los hombres a cambio de entregarles un poco de conocimiento, algo de fama y fortuna. y quizá suerte en el amor. Aunque el amor no es lo más importante para ninguna de las personas que hace del enviado del infierno un compañero de ruta en el azar de la vida descalabrada que impacta con ellos.

Unos solo quieren riqueza; otros, los conocimientos del mundo; a otros incluso les basta con tener algo más de suerte en las labores pequeñas; y algunos pocos, finalmente, buscan una sutil venganza.

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Fausto atravesó el mito. Pasó por el poema épico, la novela, el cómic, el cine y el teatro.

En todos los géneros más o menos es la misma historia: un hombre se encuentra con el diablo y este le recuerda que él puede darle todo lo que desea a cambio de su alma. En un momento el pacto parece exagerado, pero dado que lo importante es la vida, los personajes aceptan.

Todos saben que ese ser es el demonio y que están realizando un pacto que rompe con lo sagrado, pero no les importa. Ellos buscan un fin mayor. Romper con todo lo que en apariencia pueden hacer los hombres y darse una vida más plena, por encima de sus semejantes.

Con todo, los mitos se traducen según las realidades en las que estos se presentan. Cada región, contexto y sociedad, nutre al mito de su propia identidad. Y lo importante no es el rasgo general, sino la contrariedad de lo particular.

Fausto es un demonio que no apuesta con Dios por algo tan simple como verificar quién es más respetado por los hombres. Sino que su impulso es demostrar que, al final, todos los hombres pueden ser tentados si se les enseña la moneda con la cual danzan sus pasiones.

El dinero, el reconocimiento, la venganza, el amor, el conocimiento. Todas ellas son monedas de uso común en el mundo, pero no a todos les gustan por igual.

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La intensidad y la vigencia del mito se demuestra en cada época, pero la constante –aquello que atraviesa casi todas las historias– es el conocimiento. Desde el científico, como en el caso del Doctor Fausto (1947), de Thomas Mann, hasta el esotérico que se presenta en Felipe Delgado, la novela boliviana que escribió hacia el final de los años setenta Jaime Saenz.

Y también está la venganza, como en el caso del Fausto (1866) del argentino Estanislao del Campo. Y hay incluso un Fausto dicharachero y un poco costumbrista, que nos es presentado por el mismo autor de Adán Buenosayres (1948), Leopoldo Marechal.

Sin embargo, entre el Fausto teatral de Christopher Marlowe (1601) y el de Goethe (1808-1832) hay una transición que se basa en la búsqueda de la verdad. Es la intensidad de un mundo que envejecido pelea por renacer. En este sentido, el desorden que aparece en las páginas de Goethe no se debe a que el autor no haya sabido controlar los elementos de su poema. Simplemente tiene que ver con la posibilidad inalcanzable de referir todo el mundo por escrito.

Y, así, su poema es también la historia de un pacto, que tiene que ver tanto con el conocimiento como con la oscuridad que se presenta como telón de fondo. Es un Fausto que indaga, filosóficamente, en por qué existe en ese tiempo la posibilidad de que un hombre pueda convocar al demonio para intercambiar favores. El alma es una mercancía más en el comercio de recuerdos, sensibilidades y emociones, así que no importa desprenderse de ella al morir, cuando se ha disfrutado de la vida y sus placeres mientras se estuvo vivo.

Hay una racionalidad casi instrumental en el libro de Goethe y, al mismo tiempo, su Fausto pasa revista a muchas instancias vitales. El mundo se hace y se deshace a medida que la evocación y el cuestionamiento de la realidad intentan abolir cualquier vestigio de religiosidad por medio de la razón. El miedo por lo sagrado se diluye y el hombre acaba por atribuirse plena capacidad de acción y decisión.

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El hombre es la exaltación de Goethe. Así, Fausto, en este momento de su historia y trayectoria letrada, debe darse cuenta que el hombre es mucho más de lo que Dios creó.

Dios nunca imaginó el tipo de ambiciones, la fuerza y el deseo, que lograría llegar a poseer su creación. Ni que el hombre, una vez emancipado, sería capaz de unirse momentáneamente a su enemigo para parecerse un poco más a Dios, su creador.

Es incalculable el aliento de Goethe cuando intenta, a través de Fausto, ir por un lado, y resulta que debe ir por el otro. Y es que quizá Goethe haya tenido otros planes para su Fausto. Unos planes donde se subrayaran la clemencia, los valores, el daño y el sacrificio.

Al final de su historia podría deducirse que aquel que pacta con el demonio recibe su castigo, aunque no está claro que haya sido así. Porque los que pactan van más allá. Rompen las nociones de culpa y venganza, o placer y recompensa. Incluso acción y castigo quedan sin efecto. La vida misma parece ir más allá.

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En Marlowe el castigo es evidente, pero de ahí en adelante este es difuso. Porque no hay las llamas ardientes que consumen el alma, ni tampoco un cuerpo sin alma que deambula por el mundo. Lo que hay es un ser que ha obtenido lo que ha querido, pero también ha comprendido los límites interiores de su acción.

Esto quiere decir que, mientras contempla su goce y aquello que ha pedido, comprende cuál es su costo. Y ahí queda suspendida toda felicidad. Sabe que el precio por algo como el conocimiento, o la venganza o el placer, ha sido muy alto, porque al final todas esas cosas son volubles y se terminan muy pronto.

Y, entonces, lo que nos queda a nosotros, como lectores, es reconocer que el castigo –si es que así se le puede llamar– consiste en contemplar lo obtenido y, luego, reconocer que lo adquirido no vale tanto la pena como se había creído. Por tanto, aquello que se ve con anhelo, tal vez sea mejor no tenerlo nunca en la mano. Porque, paradójicamente, lo inalcanzable siempre es más bello que lo que se posee.

Lo que se tiene, de alguna manera, está ya contaminado por la fuerza de lo cotidiano. Y lo real solo está vivo cuando es alimentado por la imaginación. Cuando lo real pasa a ser lo verdadero y tangible, su lustre se acaba.

[Continuará…]
 

Sobre el autor
(Cochabamba, Bolivia, 1982). Politólogo y escritor. Es autor de las novelas: «Invierno» (2010), «Te odio» (2011), «Familiar» (2019), «Paisaje» (2020), «Los libros de nuestros padres» (2023) y «Cuidar del fuego» (2023), además de cuatro libros de cuentos y obras de ensayo e investigación social.
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