Nuestro colaborador Javier Puig nos señala los puntos centrales de la nueva novela de Juan José Rastrollo (Elche, 1968), Crónica de un desorden (Platero Editorial, 2024), donde se narran las vicisitudes de un bibliotecario de un centro educativo de Barcelona. Una historia asociada a la ironía, al humor y al erotismo, con referentes literarios como Auster, Vila-Matas, Sebald, Bernhard, Calvino y Kafka.
Conocí la obra de Juan José Rastrollo a través de un libro de relatos, Ventanas y mentiras (Ediciones Frutos del tiempo, 2022), que me impactó por la intensidad y la pericia que aplicaba a cada una de sus piezas. Antes había publicado una novela, Berlín-Barcelona Kabarett, que logró el premio literario Miguel de Unamuno, en 2017, pero que aún no he tenido la oportunidad de leer.
Ahora, con Crónica de un desorden, he podido comprobar que, también en un relato de mayor aliento, el escritor ilicitano es capaz de la fuerza y la profundidad exigidas para que una obra no caiga en el desleimiento.
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El personaje que nos presenta Juan José Rastrollo en esta novela, ese Pablo que recorre sus páginas desde su propia voz o que lo observamos desde las de quienes lo han conocido, es un hombre a la deriva, incapaz de encontrarse a sí mismo, alguien que se deja arrastrar por unos días que le ofrecen múltiples posibilidades siempre deslavazadas, que lo aturden en un marasmo de indómita libertad.
Estamos ante un relato de cariz existencialista. Pablo se sorprende al verse en los espejos, se desconoce en cada uno de sus momentos siempre incipientes, en sus incursiones dentro de un mundo al que se lanza impulsado por la ceguera de su espíritu. Algunas veces, se sumerge en el cauce de su presente para poder descansar de sus decisiones, pero, en realidad, muy a menudo se ve interpelado por la vida, invitado a elegir un camino, a buscar una identificación consigo mismo que lo salve de su angustia.
Ya, al principio de la novela, cuando recibe una llamada preguntando por un hombre que no es él, aunque coincide su nombre y su primer apellido, se arrepiente de haberle comunicado a su interlocutora su error, y empieza a pensar que hubiera sido estimulante haber asumido otra identidad, y se imagina metido en otro ser, en otro ámbito familiar, en una dirección mucho menos errada y decepcionante que la suya.
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Esta Crónica de un desorden transcurre en torno al año 2005 y está contada cuatro años después. Es Pablo quien, en primera persona, nos narra lo que en aquel año le aconteció, aquellos sucesos que definitivamente lo empujaron a los bordes del abismo. Pero, además de recorrer aquellos hechos, se detiene a describirnos minuciosamente a quien cree ser, aunque solo lo sepa parcial, dudosa o provisionalmente.
Su vocación más segura, pero acometida desde la timidez, desde la inseguridad, es la de escritor. Y esa condición a la que aspira justifica de algún modo el vaivén de sus movimientos exploratorios. Una llamada de un colegio le presenta a Pablo la posibilidad de trabajar en su biblioteca. Parece una solución para su vida desperdigada. Tal vez consiga, a la fuerza, constreñido por las ajenas circunstancias, construir un personaje que pueda creerse, alguien al que pueda reconocer y no como le pasa a menudo:
La imagen de mi rostro era la de un rostro achatado y tosco con lunares sobreimpresionados. Alguien extraño para mí. Era un ser con un aire taimado, otra persona parecida a mí que me estaba desafiando desde el otro lado.
La afición de Pablo a la literatura favorece la aparición bastante frecuente de una intertextualidad que se da con la inserción de versos o títulos de películas. Y también menudean las referencias continuas a los libros:
El Mal existe, amigo mío… Y a mí aquello me hacía pensar en aquel otro sentencioso verso de Ezra Pound: ‘El tiempo es el mal’.
Un elemento significativo es ese libro, El veranillo de San Martín, que algún escritor frustrado dejó en los anaqueles de una biblioteca y que ahora Pablo cuida solidarizándose con ese letraherido que soñó con que su libro fuera disfrutado, aunque fuera por accidente. Ese libro que para él: “Ya suponía en mi vida de fracasista una especie de fetiche”.
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Como vemos, Rastrollo no rehúye los neologismos y rechaza la mayoría de los corsés que un escritor suele imponerse. Estamos ante una novela fragmentaria, de vocación experimental, que busca configurar el relato desde diversos puntos de vista, mediante recursos complementarios.
Así, junto a la mayoritaria narración en primera persona, tenemos una carta, la traslación de un chat, unos poemas, un pequeño relato independiente que escribe el protagonista, una sesión con el psiquiatra descrita a partir del puro diálogo o los monólogos de los distintos personajes adyacentes que, en uno de los casos, además, se duplica, al estar constituido por dos diferentes registros: el de Elvira –una compañera de trabajo– hablándose a sí misma y el de su propia voz narrando los sucesos a un receptor no especificado.
Y luego están los saltos en el tiempo, hacia adelante y hacia atrás. Y ese juego de las imposturas, de lo metaliterario.
También encontramos otros elementos, como el humor que se desarrolla a partir de descripciones como el de una fiesta particular en la que participan personajes muy excesivos, extremadamente peculiares. O cuando Pablo describe a sus compañeros de trabajo, o a todo aquel con quien se encuentra, del que casi siempre capta su lado grotesco o patético.
Aunque tal vez el elemento más recurrente sea el poético. Hablando de sus paseos por la Barcelona donde vive, nos dice:
En ciertas ocasiones, el chaparrón era tan fuerte que la ciudad desaparecía, como tachada por un lápiz, y parecía diferente. Entonces, yo también me sentía otro: un hombre de lluvia que paseaba por los espejos.
Y, luego:
Cuando cesaba la fiesta, como proscritos, los goterones chocaban contra los tejados y uralitas emitiendo un sonido fúnebre. Entonces, un frío viento aleteante me rumoreaba al oído que no estaba solo.
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Hay una pátina de melancolía que acompaña a esa mirada de Pablo siempre nutrida de diversas y a veces contradictorias intuiciones, como la que le dicta su conciencia, recordándole que no tiene una vida decible. Aunque, por otro lado, no pueda evitar su afán por romper con lo convencional, por despreciar las oprimentes formalidades.
Definitivamente, debía ponerme una máscara y empezar ya a representar por escrito un modo de vida atrayente. Dejar de andar por aquel sendero de lajas grisáceas que era mi vida. Mi mierda de vida.
Pero nunca podrá llevar del todo a cabo ese proyecto, tal vez porque no le pertenece a él, porque, de lo que está hecho es de estos sentimientos:
Mi alma perdidiza ya estaba casi al borde del precipicio y el vértigo, que hacía meses no me acuciaba, se me volvía a revelar en forma de angustia.
La suya es una vida pródiga en decisiones erróneas por precipitadas y temerarias, por su nulo arraigo a un verdadero plan de vida, a un sentido, a una conciencia sedimentada. Su relación con el mundo es compleja. Nunca alcanza una verdadera conexión, sino encuentros pasajeros, egoístas o parciales.
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Tal vez el origen de su angustia haya que encontrarlo en su pasado. Tiene grabada a su madre: “Tumbada en el suelo y rota de dolor”. Y nos habla de su padre, un hombre que mantenía una amante y maltrataba psicológicamente a su mujer, tan sumisa que asentía su desgracia mediante un impuesto pacto de silencio.
Pablo nos explica kafkianamente su relación con él: “Yo, por el contrario, simbolizaba todo lo que él no había querido que fuera: un ser sensible, melifluo e inútil”. Y Kafka sigue presente cuando nos habla de las terribles sensaciones que le produce su ciudad natal:
La aterradora sensación de no poder volver más a Barcelona, quedándome de por vida en la ‘pequeña madre con garras’, que Kafka decía que era el origen de uno.
Y otra muestra de la triste conexión sentimental con su pasado:
Mientras pasaba por la calle de la iglesia de El Salvador sentí como una losa el peso del sueño de cientos de almas cansadas y soñolientas.
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Muchos lectores, especialmente aquellos que intentamos escribir, nos podemos sentir en algún aspecto reflejados, sobre todo en ese sentimiento de singularidad ante el mundo. Hacia las páginas finales, Pablo nos dice:
Desde aquí, viendo pasar la vida, voy asimilando la realidad pasada por el cedazo de mi relato. Mientras redacto esta memoria melancólica y doliente a la que últimamente me entrego, pienso que mi vida aquí no es más que esto: la aventura de cómo se va haciendo esta crónica de un desorden.
Pablo representa al hombre que, despistado, explora la vida, se busca en ella, y no encuentra en sus espejos más que retazos de sí mismo, piezas sueltas de un puzle que está muy lejos de poder construir.
Lo que apenas encontramos en su relato es una muestra de verdadero amor. Los seres humanos con los que Pablo se relaciona son meras coincidencias en su trayecto solitario. Solo la compasión distante hacia su madre se parece lo suficiente a un afecto, pero ya es más una herida suya que la compasión por el dolor que ella sintió y sentirá hasta el final. Es como si hubiera nacido amputado de ese sentimiento, de ese rasgo a menudo tan poco ejercido por la humanidad, como si fuera un daño congénito, una insuficiencia.
Pero también está exento en gran medida del sentimiento contrario, el de la maldad. En esa indiferencia emocional es como si todo lo condujera a la tristeza o a la angustia, a la ansiedad o a la alienación.
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Crónica de un desorden nos acerca a una vida desnortada, ignorante de su propio valor esencial. Es la vida de Pablo, ese joven al que vamos conociendo desde distintas perspectivas, a través de sus contradictorias sucesiones, de sus momentos desconectados entre sí.
Juan José Rastrollo nos lo presenta a través de una diversa y profunda exploración literaria que erige ante nosotros su desamparada errancia, convirtiéndonos en testigos de un doloroso proceso de realización, de su búsqueda de la paz y la dignidad ansiadas.