El filósofo y docente Javier López Alós (Alicante, 1976) reflexiona acerca de la falta de discursos provocadores en el ensayismo actual, sus vínculos directos con la desigualdad y la posición social de quien lo expresa. Además de numerosas publicaciones académicas sobre historia de las ideas, López Alós es autor de El intelectual plebeyo (Taugenit, 2021) y Crítica de la razón precaria (Catarata, 2019), recientemente traducido al francés por Editions MkF. Asimismo, ha escrito con Vicent Botella i Soler el ensayo Per què pensem el que pensem? Manual contra el soroll i la mentida (Lletra Impresa, 2024).
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Hace ya algunas semanas, en el transcurso de una jornada organizada en la Universitat de Barcelona a propósito del ensayismo en España en el siglo XXI, surgió el debate en torno a una supuesta falta de voluntad provocadora en el género y, más en particular, en las intervenciones periodísticas.
Sin embargo, en esta competencia feroz por captar la atención que rige en los medios, la prudencia no tiene por qué ser signo de cobardía o claudicación. Incluso, en ocasiones podríamos leerla como incordio o muestra de impertinente resistencia hacia el mercado.
El asunto merecería su propio ensayo, pero dando por bueno que la provocación es también una (y no cincuenta y una) y que la tomamos ahora solo en su sentido más noble (la acción de estimular la reflexión o la emoción favorable hacia algo en lo que no solemos o queremos reparar), cabría preguntar si en realidad faltan discursos provocadores o acaso, de llegar a publicarse, circulan por canales poco frecuentados.
Sea como fuere, puesto que ninguna provocación se da en el vacío, convendría reparar en una cuestión previa: la relación entre provocación y desigualdad.
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TONTO EL QUE LO LEA. No recuerdo exactamente a qué edad, pero sí que fue de niño la primera vez que me topé con esta advertencia tontuna en algún libro prestado y que aparté la vista como si quisiera evitar una maldición. Demasiado tarde. Asocio la frase a otro juego que aún hoy me parece fascinante: “si yo soy yo y tú eres tú, ¿quién es más tonto de los dos?”
Acaso la respuesta buena es la que nos dábamos en el patio: “no, no es así; es si yo soy yo y tú eres tú…”. Es decir, intercambiar los papeles. Pienso que ahí está la clave de aquel juego, de la broma, de la provocación: se daba entre iguales, se fundaba en la reciprocidad y no en el privilegio.
Todos teníamos que leer el mismo libro, todos éramos yo y éramos tú y todos nos reíamos siendo y dejando de ser el más tonto de los dos. Con mayor o menor elaboración, aquello nos provocaba confusión y extrañamiento ante el lenguaje.
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TONTO EL QUE LO LEA. Si alguien se presentara a recoger un premio Nobel vistiendo una camiseta con semejante leyenda, constituiría una escandalosa provocación.
Podemos imaginar finos análisis y gruesos debates sobre el carácter divertido o inoportunamente pueril de la acción, su potencial desestabilizador de las jerarquías culturales y políticas, el uso performativo de la ironía, el difícil maridaje entre transgresión y responsabilidad y un largo etcétera de cuestiones sobre las que disputar en redes sociales y tribunas como si nos fuera la vida en ello.
En cambio, si semejante frase se diera frente a un grupo desfavorecido, por ejemplo en una escuela de adultos de un barrio humilde, la discusión quizá quedaría enseguida reducida al grado de cretinismo que atribuir al sujeto que se sirvió de ella y el número y orden de gorrazos con que echarlo de ahí.
Porque la provocación tiene su contexto y proceder sin necesidad de reparar en él o en sus riesgos se aviene más al privilegio que al ingenio.
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Pensemos en el quién y el a quién de la provocación, desde dónde y hacia dónde se da.
Cuando viene desde abajo, el riesgo no consiste solo en las posibles críticas ni en los previsibles insultos o la incomprensión porque el gesto no ha producido el efecto deseado. Aquí, como la broma improcedente o desafortunada que no todo el mundo se puede permitir, acaso tiene consecuencias que llegan a parecer definitivas. Porque quizá no haya segunda oportunidad.
Así como las tonterías, los errores, los chistes sin gracia o fuera de lugar no penalizan de la misma manera a todo el mundo, el crédito social para el ejercicio de la provocación presenta una distribución bastante desigual según la posición social de quien habla.
El fallo o un cúmulo de reacciones adversas, incluido el hostigamiento legal (recordemos suspensiones, secuestros editoriales y hasta arrestos y procesamientos) no son asumibles de idéntico modo por cualquiera. Hay grados de exposición muy diversos.
En un contexto de enorme vulnerabilidad en las profesiones culturales (por acotarlo a quienes se reclama el riesgo y la audacia), la pregunta acerca de dónde está la provocación requeriría antes la interrogación profunda por la igualdad y las condiciones de posibilidad (también las materiales) para que dicho riesgo no sea temeridad y las consecuencias de lo que se escribe / se canta / se dibuja / se representa en un teatro… no vayan mucho más allá de ser una variante de aquel juego: “¿tonto el que lo lea?; ¡pues más tonto el que lo ha escrito!”.
Aunque sea un premio Nobel.