Nuestro colaborador Lluís Pla Vargas reflexiona sobre el fenómeno del gym, como forma de ocio reglamentado del orden económico, moral y político neoliberal, el cual, bajo la expresión de un ejercicio de libertad individualista, reproduce las viejas formas de extenuación física del trabajo industrial y manual a destajo.
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La ironía es la consecuencia retórica de una expresión cuya forma contradice su contenido. Suele asociarse al humor debido a sus efectos disonantes, pero la disonancia de la ironía no es estrépito: sugiere la sonrisa, no la carcajada. Aquí el ingenio ejercita su finura, muestra el reverso de una situación, y lo hace mediante una expresión mixta, inarmónica, que destaca porque es, al mismo tiempo, cara y envés. Enfrentados a la ironía, percibimos un deslizamiento, una desconexión, quizá una dislocación, entre forma y fondo, que no se detecta en el uso de otras expresiones lingüísticas.
La ironía del discurso, no aquella trayectoria paradójica con la que de vez en cuando nos sorprenden los procesos del decurso histórico o de la práctica social, acostumbra a ser un ejercicio racional, consciente y deliberado. La ironía, como toda expresión lingüística, siempre anticipa la reacción de un auditorio potencial, aunque con la diferencia de que, en su caso, lo presupone lúdicamente receptivo, amable y perspicaz. Sin que deba ser asumido como dogma de fe —pues ello traicionaría su pretensión más explícita—, la ironía puede constituir no solamente una saludable práctica civil, sino también un cordial signo civilizatorio.
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El gym es irónico, pero no lo es en este último sentido. Su ironía consiste en sus contradicciones no productivas, por ejemplo, la que se expresa en la pretensión de modelar la carne mortal por la técnica pura de la ciencia de la actividad física o la que se muestra en la inmersión en un tormento individual que carece de un provechoso retorno social.
Otra de sus variaciones irónicas se revela en la inopinada antítesis religiosa de que los profanos músculos del cuerpo puedan ser considerados miembros sagrados o, también, en la convicción paralela de que sus poseedores hayan alcanzado el estatus de una nueva humanidad construida sobre la gimnasia y la ingesta controladas en camino hacia la luz. Pero el gym desea que sus usuarios proyecten la mirada hacia ese futuro escatológico, aunque exacta y convenientemente individualizado, desde un pasado grecorromano idealizado.
Sin embargo, aunque quiera otorgarse el prestigio de lo antiguo, de una larga tradición de cultivo de una saludable forma física, el gym es un espacio distinto al gymnasium o a la palestra de los antiguos romanos: no es exactamente el lugar de socialización del ciudadano ni tampoco el espacio para el ejercicio físico del militar profesional.
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El gym expresa la democratización posmoderna de la práctica del body-building, antaño reservada a acróbatas de circo, púgiles y gimnastas deportivos, pero lo hace, curiosamente, como decíamos, adquiriendo una insospechada tonalidad religiosa.
El gym canaliza la preocupación privada por la salud o la obligación individual de querer estar en forma, tan acordes con el prosaísmo neoliberal, y las convierte en vocaciones necesarias para una exitosa devoción popular. Como en el caso de otros cultos religiosos, no participar de esta devoción trae como consecuencia ser excomulgado de la comunidad de los hombres buenos y las mujeres sanas.
Pero la conciencia general, con su irreflexiva propensión al productivismo incesante y al cálculo del último gramo, empuja en la dirección contraria a la que avanzan los apóstatas del ejercicio físico. Porque todos los enterados saben que, con el gym, se resiente la musculatura, pero, sin él, lo hace la salud, el atractivo sexual, la performance deportiva improvisada, las endorfinas del humor y la buena disposición.
No cabe duda de que estas aptitudes resultan útiles en el nuevo ocio reglamentado, sino también en los páramos del mundo laboral, donde la resistencia para soportar toda suerte de decisiones arbitrarias es casi tan necesaria como la constancia, la capacitación técnica o la predisposición al trabajo en equipo.
De ese modo, el otium del gym, con sus múltiples formas de suplicio, ejercita para el negotium del trabajo con sus variadas formas de martirio.
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Aparte de la musculatura, el gym no nos hace crecer. En todo caso, nos reconecta a duras penas con una cierta humanidad doliente, la que se pliega, como mero cuerpo vivo, carnal y absurdo, tejido y vísceras, latido y exhalación, a la maquinaria fría, impasible e impersonal del crecimiento muscular. Nos enlaza con la animalidad del ser humano, no con su humanidad. El gym no estimula nuestras habilidades comunicativas, no amplía nuestros horizontes y no nos ayuda a reconciliarnos con nosotros mismos.
Porque del gym se sale exhausto, silencioso, anhelando el reposo y, en todo caso, estimulado únicamente para volver a la carga —y nunca mejor dicho— al día siguiente.
En más de un sentido, el ejercicio mecanizado en el gym del siglo XXI exhibe muchos de los rasgos del penoso trabajo industrial del siglo XIX. El proceso que, en los inicios de la Revolución Industrial, llevó a grandes masas de población del campo a la ciudad para trabajar en las fábricas, no solo constituyó un desarrollo social y económico central del mundo contemporáneo, sino que, más prosaicamente, también significó para los cuerpos una transformación de su ejercicio en el trabajo. Ni el trabajo ni el tiempo de trabajo en la fábrica fueron ya análogos a los experimentados por el labriego, el ganadero o el artesano.
Friedrich Engels diagnosticó la sintomatología social del nuevo tiempo en su observación de Manchester durante la década de 1840, pero sería Karl Marx quien extraería de su análisis las consecuencias más relevantes para la crítica de la economía política y para la revolución social. Según Marx, en el nuevo sistema de trabajo fabril, el destino del obrero era convertirse en un apéndice de la máquina.
Pero el trabajo enajenado de ese «apéndice de la máquina» es una descripción que también puede aplicarse a los usuarios del gym, que, en virtud de su inserción en una práctica, no son quienes usan las máquinas, sino que, bien mirado, son usados por ellas.
El gimnasta no escoge realmente entre las pesas alineadas en el aparador porque la práctica de su ejercitación anterior decreta que sea el peso de cada una de ellas lo que tenga en consideración a la hora de tomar una u otra. En la bicicleta estática, a la que uno se sube porque quiere, el gasto de kilocalorías se calcula por una relación directa con los vatios generados y el total del tiempo dedicado, pero la red eléctrica absorbe con fruición la energía emitida por el usuario, sustraída, lo quiera uno o no, con el sudor de su frente. Incluso el saco de boxeo, discreto y silencioso, que oscila levemente en un rincón suspendido desde el techo, invita a todo el que pasa a propinarle el puñetazo definitivo.
Como los antiguos emigrantes que dejaban el terruño y acudían a los talleres de hilatura, los asiduos del gym también han abandonado las pistas, los caminos y los polideportivos donde corrían, chutaban o botaban el balón, practicando deportes de equipo, y lo han cambiado por un espacio cerrado, mecánico, tutelado, individualizado y gris que los espejos multiplican sin fin.
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Son esos usuarios actuales del gym quienes —como los viejos y buenos trabajadores industriales de los que ha hablado siempre de forma complaciente el liberalismo— han firmado su contrato libre y voluntariamente: un documento que, como el contrato laboral clásico, especifica los términos en que los particulares que se adhieren adelantando su fuerza de trabajo consienten, ante todo, padecer.
Son hombres y mujeres que, como aquellos y aquellas, también cumplen un horario riguroso a lo largo de la semana, pero que deciden añadir la sesión en el gym, como si fuese un emblema del control personal de su tiempo libre, a sus exigentes horarios laborales, a las discontinuidades horarias del trabajo precario y, en el caso de que no tengan ni uno ni otro, al tiempo vacío y homogéneo del desempleado.
En este sentido, el gym es un dispositivo de dispositivos.
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El gym no se caracteriza por ser un ámbito de civilidad compartida. Como el centro comercial o el casino, el gym suele presentarse como un recinto sin ventanas donde coinciden individualidades y se potencia su egocentrismo. No expresa un éxito civilizatorio, sino una de las formas quizá más conspicuas del declive de nuestra civilización: que el tiempo disponible para un esfuerzo superior, concentrado y titánico, lo dedicamos a nuestro propio cuerpo, no al cuerpo ni a la mente de los demás.
En esta línea, y no en balde, el gym ha evolucionado hacia la forma paradigmática que ha adoptado la práctica totalidad del comercio minorista: el autoservicio.
A su pesar, pues, el gym es irónico. Lo es en ese sentido maquinal, no racional ni deliberado, en el cual, a menudo, se desarrollan las prácticas sociales en un mundo como el nuestro: agarrotado por la prepotencia del poder, sumiso a todas las variedades de la competencia, fascinado por una tecnología cuyas implicaciones últimas se le escapan, favorable al humanismo en su discurso, pero reacio a él en la práctica, y obstinadamente incapaz de reconciliación.
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Y no podría ser de otro modo ya que la competencia constantemente atizada asesina la posibilidad de reconciliación.
En el gym, ante el testimonio mudo de los espejos implacables, se incentiva no solamente una competición soterrada entre los diversos individuos, sino también una competición de cada uno con respecto a sí mismo a través de las máquinas.
A diferencia del montañismo, la natación en mar abierto o el running solitario, en los cuales la trascendencia relativa de los límites físicos podría señalar a un conocimiento de sí más profundo y, al tiempo, la voluntad de una conexión animal con la naturaleza, el ejercicio en el gym tiene características singulares, sofisticadas, que se vinculan en más de un sentido con el pliegue socioeconómico y tecnológico epocal.
Gente joven y no tan joven, normalmente solos, uniformados con prendas ajustadas, las cabezas coronadas por ostentosos auriculares, esgrimiendo el móvil para registrar hasta el último detalle de las rutinas, luchan a brazo partido y a pierna quebrada, a veces en un silencio hosco, a veces en un susurro esforzado, contra la producción del ácido láctico y se esmeran en orillar el dolor creciente, mientras incrementan poco a poco los pesos que levantan.
Todo ese sudor, todo ese sufrimiento, todo ese embotamiento —que, en cierto modo, alumbra un registro paralelo de dedicación esforzada en la labor gratuita que los particulares llevan a cabo en las redes sociales— tiene como norte más o menos inconfesado el dejar atrás una versión de sí mismos que han decidido que no les gusta.
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Bajo la consigna de acoger a la humanidad, el gym apunta en realidad a lo poshumano. El gym quisiera mostrarse como un espacio para el autocuidado, como una sede perfectamente diseñada para ejercitar un estilo de vida saludable, incluso como un lugar para una socialización alternativa, pero, en una primera impresión, lo que vemos u oímos sugiere que hemos ingresado en una siniestra sala de torturas por la que transitan guerreros molidos y princesas empoderadas.
El autocuidado debería estar vinculado a relajadas manifestaciones de placer, a suspiros de satisfacción, incluso a gemidos sensuales, en suma, a unas formas de enunciación y de gestualidad que se recrean en mantener y mimar, no en ejercitar, potenciar ni incrementar.
Pero la versión neoliberal del autocuidado tiene en su frontispicio la inversión a fondo perdido en un@ mism@, lo que unido al viejo imperativo capitalista de la valorización incrementada, genera que la banda sonora que se proyecta desde el gym no sea muy distinta de la que se observa en la despiadada vida económica de la sociedad: bufidos, quejidos, toda suerte de juramentos, maldiciones, expresiones de fastidio y gestos de hartazgo.
Como podría haber escrito Walter Benjamin, en su particular versión del materialismo histórico, el gym es digno de atención porque es una expresión superestructural de la infraestructura.