A través del siguiente artículo, nuestro colaborador Alberto Chessa disecciona la novela Los que escuchan (Candaya, 2023), de Diego Sánchez Aguilar (Cartagena, 1974), haciendo hincapié en el arte del lenguaje, lo cervantino, “la prosa endemoniadamente rítmica, rica, rizomática” del autor, la sinestesia, las emociones, la política y la psicología de los personajes que aparecen en el libro.
[Leer un fragmento de Los que escuchan]
No sorprende que le haya tomado cinco años a Diego Sánchez Aguilar entregar su segunda novela. Las 539 páginas que conforman Los que escuchan ya podrían aducir por sí solas la necesidad de emplear tal cantidad de tiempo. Aunque no nos engañemos: son legión los narradores que cada temporada contraatacan con un nuevo novelón (el aumentativo denota aquí exclusivamente la amplitud) que, en más de un caso, superan con creces la extensión de esta obra.
Si digo que «no sorprende», es porque quienes leímos en su momento Factbook: El libro de los hechos (publicada también por Candaya en 2018) ya nos sentimos removidos, por encima de todo lo demás, por los aciertos de su prosa, por la tensión y la imaginería que era capaz de desplegar; esa cadencia vigorosa y, en muchos movimientos, sobrecogedora que traspasaba sus páginas.
Ahora, con Los que escuchan, Sánchez Aguilar —hay que decirlo bien claro— se confirma como un narrador extraordinario, en lo que solo cabe entender como un salto mayor aún de calidad.
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Quien se adentre en esta novela encontrará, antes que nada, a un verdadero estilista, alguien capaz de dominar los cambios de aliento en la frase, el ritmo, la narración en sí…, y de hacerlo, además, con aparente naturalidad, con un entrelazado siempre armónico, con mucho oído (sí, el autor sabe escuchar) y también con tremendo voltaje lírico (del bueno, del de verdad).
Estamos ante una prosa endemoniadamente rítmica, rica, rizomática. Por mencionar un pasaje, el contrapunto ostinato entre el discurso/desahogo del personaje de Asunción y los platos pijochics que va recitando otro (Lázaro) de la carta de un restaurante es, para quien suscribe, un ejemplo claro de esa intención sostenida a lo largo de páginas y páginas de ahondar en los contrastes, las asimetrías, los contratiempos, los contrarritmos. Es decir: esconde (a la vista) una innegable estructura musical (por supuesto, versión acusmática, de música concreta).
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El lector tiene, así, la sensación de que es el lenguaje el que lleva a Sánchez Aguilar al interior, a las emociones y la psicología de los personajes, y no al contrario.
Porque lo cierto es que eso que podríamos llamar la trama del libro se resume con no muchas palabras. Y, a mi modo de ver (a mi modo de leer), la clave de bóveda de esta novela, lo que la vuelve tan cervantina, es esa no tan secreta intención que anida en el narrador de adoptar un discurso distópico y apocalíptico precisamente para denunciar lo inocuo —cuando no lo pernicioso— de los apocalipsis y las distopías varias que nuestro sistema capitalista ampara y, sobre todo, alienta.
Y no hay mejor herramienta para ello que devolverle al lenguaje su peso exacto. Es la única forma de acercarse con escrupulosidad a un dictum tan manoseado (atribuido por unos a Fredric Jameson, por otros a Slavoj Žižek) como es ese que reza (es un decir) que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.
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Ya en Factbook, el autor les tomaba el pulso a las constantes de la posmodernidad (lo líquido, lo fake, los no lugares) y, sin embargo, aquellas sombras sediciosas que pautaban la narración con sus diálogos tenían mucho de atemporales, de coro griego que estuviera glosando en su conversación las ruinas de un proyecto de civilización que nunca terminó de fraguar.
La poeta (y Diego también lo es) Adrienne Rich nos había advertido en The Burning of Paper Instead of Children: «este es el lenguaje del opresor / pero lo necesito para hablar contigo».
En Los que escuchan, Sánchez Aguilar consigue que no estemos nunca (¡pero nunca!) del todo a bien con ninguno de sus personajes…, sin que tampoco lleguemos jamás a maldecirlo. Son humanos, sí; no están signados por ningún tipo de demonización, idealización, de maniqueísmo alguno. Y esto que no ha de ser fácil de por sí en cualquier carpintería literaria, en esta propuesta se antoja aún más complicado, pues casi no hay ámbito o actividad que conforman nuestra malla social que no pasen por el escalpelo finísimo (y afilidasímo también) del narrador: la política, la enseñanza, la empresa, la contracultura, la familia, el deporte…
(Entre paréntesis. A vueltas otra vez con lo cervantino, que de eso se trata. En la novela aparece una inequívoca sanchopancesca Asunción, pero hay algo también en la quijotesca Esperanza que la asemeja al quijotesco Nazarín de Galdós/Buñuel; sobre todo, la facilidad que ambos tienen para volverse esquiroles sin pretenderlo, tan solo por el denuedo fanático que ponen en defender sus causas).
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El lector encontrará asimismo toda una serie de felices hallazgos que le confieren vuelo al relato en su empeño de darles la vuelta a convenciones más que asentadas: esa cera odiseica en los oídos de la que carecen «los hijos de Ulises», el flautista de Hamelin reinventado como salvador de los niños, el padre eremita del baño como un Simeón del aseo, la fábula del Órgano de órganos (que es una suerte de apólogo medieval remozado de psicologismo contemporáneo, una genial alegoría perfectamente encajada en un marco real)…
En realidad, si lo pensamos, toda la novela bascula en torno a una desquiciante sinestesia (escuchar lo que no se ve). Y, en el fondo, la sinestesia no es más que poner en entredicho la realidad, poner patas arriba lo que damos por sentado.
Algo de eso hay también en los reclamos de la actualidad (los remedos de Greta Thunberg, Masterchef júnior o el G-7), que, así, puestos al servicio de un trasunto literario…, enseñan mejor las costuras, se nos desnudan más y mejor.
Y un último apunte. Los que escuchan es —también— una narración contrapunteada por una batería de alocuciones radiofónicas a caballo entre la soflama y el sermón iluminado (con algún aforismo tan lapidario —y tan borgeano— como «la memoria es una casa de la que han quitado todos los espejos»).
Conviene, háganme caso, leer estos pasajes en voz alta. Yo lo hice, desde luego. Y me ericé.