Esta es la primera de las dos entregas escritas por nuestro colaborador Ernesto Escobar Ulloa en torno a la obra narrativa y memorialista de Stefan Zweig (Viena, 1881-Petrópolis, 1942). Desde el 1 de enero de este año, los derechos literarios del autor vienés ya son de dominio público, lo cual ha propiciado un boom editorial y un marcado interés del público lector y del periodismo cultural, en Occidente. Bernat Castany Prado dice de las obras de Zweig: “son acogedoras, diversas y alegres, como esos balcones azules que nos lanzan al mar, y a la vez nos protegen del viento”.
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“Aquel año de 1923 desaparecieron las cruces gamadas y las tropas de asalto e incluso el nombre de Hitler cayó en el olvido. Ya nadie pensaba en él como factor de poder. No reapareció hasta pasados unos años y entonces la furiosa oleada de descontento lo elevó en seguida hasta lo más alto. La inflación, el paro, las crisis políticas y, no en menor grado, la estupidez extranjera habían soliviantado al pueblo alemán”.
Este párrafo extraído de El mundo ayer cumple este año un siglo. Es una muestra de lo poco que sirvió la cárcel, lo inútil de la oposición posterior. El vandalismo parecía bajo control pero fue solo un recodo, una ilusión.
Zweig no llegaría a ver el final de la pesadilla que lo expulsó de su país, llevándolo a mendigar asilos por esquivas embajadas, y que finalmente precipitó su suicidio antes de que Berlín cayera a manos de Stalin. ¡Quién le hubiera dicho que tras la derrota del nazismo, el nombre de Hitler sería rescatado “del olvido”, y que su legado, como “factor de poder”, gozaría de plena salud enel siglo XXI!
Con todo, la figura Stefan Zweig es también otra forma de olvido. Rescatada por un “resurgimiento” que “está ocurriendo en todo el mundo” –leo en la prensa– “especialmente en el ámbito anglosajón y la Europa Central, impulsado por nuevas ediciones, nuevos estudios, nuevas biografías, películas” y elogiosas reseñas, que lo encumbran como un “pacifista militante”, consagrado “a una Europa culturalmente unida”, “al sueño del paneuropeismo pacifista”, y cuyos “escritos se caracterizan por el pensamiento global y la búsqueda de la paz mundial”.
Hay que leer a Zweig, se repite a diestro y siniestro, es el antídoto contra el extremismo y la polarización rampantes.
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Este trabajo se propone matizar dichas afirmaciones, que, en gran medida, son el resultado de lecturas superficiales, poco críticas. Créanme que me cuesta reconocer haber caído en ellas, pasando por alto frases y términos con la indulgencia que tal vez provocara el efectismo de la prosa o el buerrollismo de lo narrado.
Nos serviremos de la metodología desplegada por Ramón de Rubinat, en Stefan Zweig ¿Cavernícola o imperialista?, para, a través de un ejercicio comparatista, precisar hasta qué punto las ideas pacifistas son acaso un caballo de Troya, cuya coraza luce el sueño de una Europa unida y pacífica, mientras que en su interior se esconde la espada del imperialismo alemán como cultura hegemónica.
Y cómo, pese a la persecución de los judíos por parte del nazismo, siendo judío el propio Zweig, o quizá por eso mismo, jamás abandonó el ideal pangermanista; sirviendo así, paradójicamente, los intereses de sus perseguidores.
Analizaremos los relatos «El candelabro enterrado» y «En la nieve», en la reciente edición de sus Cuentos Completos (Páginas de Espuma). Asimismo, echaremos mano de sus Diarios, de sus célebres memorias, El mundo de ayer, y de su correspondencia con Joseph Roth. Contaremos asimismo con ensayos y artículos de diversos autores, en pos de dilucidar cuánto del Zweig íntimo no ficcional sale a la luz en el Zweig público ficcional.
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«El Candelabro enterrado» narra las vicisitudes de la menorá, el candelabro sagrado de oro macizo que adornara el Templo de Salomón, robado en el saqueo de Roma por los vándalos de Gensérico en el año 455 dC. La pequeña comunidad judía romana urde un plan para recuperarlo pero el devenir de la historia se encargará de dificultar la tarea encomendando a la fe todas las esperanzas.
El relato se publicó en 1937. ¿En qué contexto histórico? El incendio del Reichstagse produjo en 1933 y en 1934 la quema de libros por parte de los estudiantes nacionalsocialistas. El propio Zweig cayó en la hoguera, entre otros autores. Ese mismo año el vienés abandonó su casa de Salzburgo, cuando empezó el acoso de los “jóvenes agitadores” que cruzaban la frontera. Jamás regresaría.
En 1935, se aprobaron las leyes de Nuremberg, que excluían a la comunidad judía de la vida ordinaria, con el fin de evitar contaminar la pureza aria con una raza inferior. Vale recordar que todo esto no son más que datos, la persecución comenzó al día siguiente de la toma del poder, con los boicots a los negocios judíos. El editor de Zweig, sin embargo, insistía que no había nada que temer: “Usted no ha escrito una sola palabra contra Alemania ni se ha metido en política”.
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Cierto, ni una sola palabra. Tanto es así que el propio Führer tuvo que hacerse cargo de la patata caliente sobre la que ninguno de sus matones quiso tomar una decisión, la obra «La mujer silenciosa», que interpretaría el compositor consentido del régimen, Richard Strauss, la única gran figura cultural que quedó. Hitler tampoco encontró nada contra Alemania en aquel texto de Zweig, nada contra el partido, nada contra la moral que defendía el partido. Impoluta. Fue la interceptación de una carta de Strauss a Zweig lo que precipitó la renuncia del primero y el veto del segundo. ¿Qué dijo el vienés al respecto? Públicamente nada. En sus memorias escribió:
“Amigos de todas partes me instaban a protestar contra la representación de la ópera en la Alemania nacionalsocialista. Pero por principio me repugnan los gestos públicos y patéticos, y en segundo lugar, me resistía a crear dificultades a un genio de la categoría de Richard Strauss”.
Es totalmente comprensible la actitud de Zweig. El régimen castigaba la protesta de inmediato, nada más pronunciarla había oficiales de las SA y las SS listos para propinar una paliza o un balazo fulminante. Escritores liquidados en la calle, en parques, o mandados a campos de concentración, sobran. Quedaba el silencio o el exilio. Pero no por ser públicos los gestos de protesta son necesariamente patéticos, pueden ser inútiles o suicidas, y por eso mismo, valientes, heroicos, y por tanto, respetables.
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Con Hitler convertido en comandante supremo de las fuerzas armadas, ya en 1934, y habiendo anunciado el inicio del rearme, el incremento de medio millón de hombres en el ejército y la creación de una fuerza aérea y una flota naval, explícitamente contra Versalles y engañando a Gran Bretaña con un nuevo acuerdo, para 1935 los tambores de guerra sonaban cada vez más alto. El 27 de septiembre de aquel año Zweig apunta en su diario:
“Las generaciones futuras deberán aprender cómo hemos vivido estos años de postguerra, esperando cada día un nuevo cataclismo […] Desde 1914 no hay mañana que no abramos el periódico con un ligero temor, pues nuestro destino personal ha estado sujeto (más que ninguna otra época) a la política y a sus señores de turno. Pero no -respiro aliviado-, hoy no ha estallado la guerra, siguen las negociaciones”.
La guerra de la que habla es la de Abisinia, pero cualquier chispa puede prender la pradera. No se descarta la conflagración mundial. Más adelante escribe:
“Los aviones vuelan de un lado a otro, como aves embriagadas, transportando a los mandatarios de los Estados para asistir a reuniones secretas y firmar pactos secretos aunque el verdadero absurdo, la barbarie de la diplomacia criminal, aún está por llegar […] Sé que es ridículo rebelarse contras estas aparentes nimiedades pero precisamente en los pequeños detalles se perciben mejor los grandes fenómenos, del mismo modo que el cazador […] reconoce cuando se avecina tormenta en el vuelo bajo e inquieto de las aves”.
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Joseph Roth, escritor judío también, pero no de la alta sociedad vienesa, sino de la periferia del Imperio Austrohúngaro, de la remota Galitzia, cerca de la frontera rusa, empieza a cartearse con Zweig en 1927. Este se convierte para Roth en una especie de agente literario al cual pedir consejo, ayuda, dinero, no sin perder oportunidad de exigirle, insistentemente, dejar atrás los formalismos y mirar de cara la gravedad de los hechos:
“Entretanto sabrá usted que nos aproximamos a grandes catástrofes. Aparte de lo privado todo conduce a la guerra. No doy un céntimo por nuestras vidas. Los bárbaros han conseguido gobernar. No se haga ilusiones. Gobierna el infierno.”
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En este contexto llegamos a 1937, año de publicación de «El candelabro enterrado». Legalizada la segregación judía, Zweig publica un relato sobre la expropiación de una de sus reliquias religiosas, los encargados: el imperio germánico del siglo V. Llama la atención que se presente con cierto esmero un modelo célebre en la historia de cómo es posible (por si alguien lo dudaba) invadir, saquear y expropiar la capital de un imperio, el romano en concreto, de manera civilizada, sin matar ni violar ni destrozar nada. Pulcro. El Tercer Reich podría haber tomado nota. Se lo servía en bandeja. La descripción es diáfana:
“No se blandió lanza alguna ni se desenvainaron espadas. Una hora después toda Roma pertenecía a los vándalos. [Gensérico] diseño su plan para saquear la ciudad de la manera más rápida y al mismo tiempo minuciosa. […] lo que comenzó entonces no fue un pillaje salvaje y desordenado, sino un robo bien planeado y metódico”.
Se subraya la ausencia de violencia aunque haya historiadores que desconfían de dicha versión. El narrador no lo duda para nada. Por otro lado, los invasores, aunque ladrones, no solo presumen de ser buenos planificadores, presumen además de contar con atributos arios irrefutables:
“Los guerreros germánicos, con sus largas melenas rubias, desfilaban bien ordenados, centuria tras centuria, con paso militar bien aprendido. […] los altos y compactos guerreros rubios entraron en la ciudad a través de la Vía Triumphalis. […] y forzaron a miles de esclavos a ponerse a su servicio, para llevar a su nido de rapiñadores africanos, lo más rápido posible, todos los tesoros”.
¿Supremacismo racial en 1937 o pura literatura mimética?, ¿“largas melenas rubias”?, ¿“altos y compactos guerreros rubios”? Nótese el contraste entre los “altos y compactos guerreros rubios”, artífices de un “robo bien planeado y metódico” y “los rapiñadores africanos”. Civilización y barbarie.
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Si bien una de las pasiones de Zweig era el irenismo, otra aún mayor era su germanismo. Uno se puede poner las botas con citas que lo demuestran.
Vayamos a inicios de la Primera Guerra Mundial, cuando Austria no cesaba de fracasar en el frente balcánico y Alemania, por el contrario, progresaba en occidente. El desprecio de Zweig por la clase política austriaca le revolvía las tripas, al tiempo que su orgullo germánico no paraba de hincharle el pecho.
Adan Kovacsis, autor del ensayo Guerra y lenguaje (Acantilado), narra la tarea propagandística desempeñada por los miembros del Grupo Literario del Archivo de Guerra, durante la Primera Guerra mundial, del que Zweig formó parte, a sus 33 años.
Los escritores iban al Archivo para escabullirse del frente, al tiempo que se dedicaban a escribir propaganda para mandar a otros al frente. Ignoramos qué notas de prensa escribió durante el conflicto porque jamás las firmó. Según Kovacsis el propio Zweig y sus editores se ocuparon de borrar toda huella.
Seguramente se parecían mucho a las anotaciones de su diario, veamos al Zweig íntimo, no ficcional:
–“Recuperamos el ánimo de golpe: nos sentimos orgullosos de la lengua alemana, de hablarla, de escribirla. ¡Al fin una verdadera victoria!”.
–“Nuestro prestigio en los Balcanes socavado, quién puede confiar en una nación que ni siquiera es capaz de tomar Belgrado.”
–“Estos episodios me producen una verdadera vergüenza ante Alemania”.
–“Absolutamente todos ven enturbiada su alegría por la vergüenza de que estas victorias sean alemanas, no nuestras”.
–“Las victorias alemanas son una bendición.”.
–“Cuanto envidio las celebraciones de Berlín, que ojalá jamás se conviertan en embriaguez”.
[CONTINUARÁ…]