Nuestro colaborador en México Rodrigo López Romero nos aproxima a los sorprendentes libros poéticos, narrativos y de carácter misceláneo del escritor italomexicano Fabio Morábito (Alejandría, 1955), tomando como punto de partida Madres y perros (Sexto Piso, 2016), una colección de relatos marcados por lo cotidiano, el humor, la extrañeza omnipresente y lo absurdo. Un libro que establece vasos comunicantes transoceánicos con Italo Calvino y con Julio Cortázar.
Se ha escrito que Fabio Morábito posee un idioma donde la exactitud y la brevedad no son impedimento para la sorpresa. En palabras de Geney Beltrán, el autor «es dueño de una de las escrituras más precisas y lúcidas de la lengua española» y poseedor de un lenguaje espartano por su rechazo de ornamentos y exageraciones.
Morábito, nacido en Alejandría (Egipto), de padres italianos y llegado a México durante su adolescencia, ha incursionado en varios géneros, si bien es conocido especialmente por sus colecciones de cuentos y poesías.
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Dos temas fundamentales en su obra son la extranjería y la soledad, así como las tentativas para aliviarlas. En Madres y perros encontramos personajes que regresan al pasado, asediados por equívocos que quisieran explicar, mientras otros advierten un cruce de afectos capaz de suspender sus decisiones o hacer vacilar toda posible certeza (como el cuento que da título al libro, con su cadena de aplazamientos).
En el relato inicial, seguimos a un hombre que entra a la casa de su infancia, fingiendo ser un comprador, para convencer a la familia de realizar cambios que le recuerden la disposición de los muebles en su niñez.
Situaciones en apariencia anodinas se revelan como posiciones desde donde los personajes descubren aristas ocultas de su agresividad o frustración de las que no resulta fácil desembarazarse. Por ejemplo, un hombre encargado de cuidar la casa de un amigo logra verse en los ojos de quien le ofrece un folleto religioso o un corredor que descubre sus impulsos violentos en la pista, una vez que los carriles quedan a oscuras, sin la vigilancia de las lámparas.
Morábito resalta brechas en el tejido de las relaciones humanas. Algunos personajes detonan una imprevisible empatía o desatan enfados repentinos, desde la mujer cuya admiración por una secretaria lleva a su hija a conocerla, hasta el joven que buscando una pelota de tenis en un jardín termina forcejeando con un chico inválido.
Pequeñas manías, gestos sospechosos y anécdotas contadas a medias rondan estos cuentos salpicados de humor y extrañeza.
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El retorno a los recuerdos, la búsqueda del lugar de los hechos o los personajes de la juventud son clave también en algunos cuentos.
En “Los holandeses” un hombre visita a una mujer que conoció cuando tenía diez años —y de quien se enamoró platónicamente— para descubrir, luego, una amarga e inesperada evidencia. En “El balcón” la culpa y el recuerdo se dan cita con la visita, después de décadas, de un primo a quien se cree haber lastimado de forma indeleble.
Unos cuentos que están vinculados en cierto modo con el relato “La caída del árbol”, de su libro La vida ordenada (2000), donde una deuda pendiente lleva al narrador a visitar a la envejecida madre de un amigo, enfrentándose a la versión que la familia tiene de él.
Esta voluntad de corregir el pasado, de verificar el malentendido, recuerda también a otro libro misceláneo de Morábito titulado El idioma materno (2014), una mezcla de anécdotas, fábulas y ficciones autobiográficas que orbitan sobre el concepto de la vocación. En los textos que lo integran se habla del escribir como un modo de sustraer o traicionar, del que se impregnan los actos diarios.
Algunos relatos de Madres y perros, como “Celulosa nítrica” o “Panadería nocturna”, podrían haber entrado en esa colección de 2014, un ejercicio sobre la lectura y la puntualidad, respectivamente.
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Eloy Urroz señala que, en los libros de Morábito, «los objetos anodinos, cotidianos, cobran importancia sentimental y trascendental». Ya sean evidencias o posibilidades de misterio (un maletín, una loseta del piso, un libro deshecho) su aparición provoca vínculos e interpretaciones.
Esta sensibilidad recuerda —aunque a distancia— otro volumen suyo, Caja de herramientas (1989, y reeditado en España en 2010), a medio camino entre la poesía y la prosa, donde el autor se preocupa por enunciar la presencia de las cosas, definidas por cualidades ambivalentes, un libro, en cierto modo, próximo a los textos de Felisberto Hernández o Francis Ponge.
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Si bien es cierto que algunos temas se repiten en la narrativa de Morábito, la destreza del autor ahuyenta toda posibilidad de aburrimiento.
Encontramos cuentos que rondan lo absurdo —el autor se ha declarado lector de Beckett— y lo fantástico, como aquel donde dos hombres situados en aceras opuestas establecen una comunicación que les impide subir al autobús que esperan. También existe una similitud con los personajes obsesivos de Italo Calvino, muchos de ellos llevan su zozobra a consecuencias impensadas.
Los espacios y los protagonistas de Madres y perros pueden resultar cercanos, pero lo inverosímil nunca está muy lejos. En uno de los relatos (“Roxie Moore”), lo que parece una rememoración nostálgica entre desconocidos se revela como el velorio de una estrella pornográfica en el que sus admiradores toman una decisión que mezcla el afecto con la ignominia.
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El humor no se opone a lo trágico, todo en Madres y perros es cuestión de perspectiva. El libro nos recuerda que cada historia posee un reverso y pocas cosas son lo que parecen, así como algunos eventos imborrables para un personaje desmerecen al ser vistos desde otra perspectiva.
Morábito señala el momento en que lo cotidiano se vuelve enigmático: el médico que halla en una fiesta los resultados de unos análisis, el chico que rompe un libro para avivar una fogata, el padre que ronda los autobuses londinenses para escuchar la voz de su hija muerta recitando las paradas… O en el último texto del libro, donde un trabajador —que juzgamos un narrador deficiente— logra con sus silencios e interrupciones la expectativa buscada. Cabe imaginar que el primero en sorprenderse ante el desarrollo de los acontecimientos es el autor, quien parece acompañarnos en nuestro desconcierto.