El filósofo Marco Mazzeo (Roma, 1973) nos ha concedido esta entrevista a raíz de la publicación de El pirata. Antropología del conflicto (Tercero Incluido, 2023), donde analiza la vigencia de la figura ético-política del pirata y su capacidad “siniestra” de hacer de “lo extraño” algo familiar, innovador y transformador. Mazzeo enseña Filosofía del Lenguaje en la Università della Calabria, colabora en el diario Il Manifesto y ha publicado una decena de libros entre los que se encuentran El sofista negro. Muhammad Ali, orador y púgil (2020), Lo que es mío es tuyo. Magia y técnica en la época del contagio (2020), Capitalismo lingüístico y naturaleza humana. Por una historia natural (2022).
En El sofista negro. Muhammad Ali, orador y púgil introduces el concepto de «anacronismo innovador» para referirte al «cortocircuito entre las formas del tiempo futuro y la aparición de mundos sepultados». ¿Qué tiene que decir el mundo sepultado del pirata a las formas del tiempo futuro?
El pirata me parece una figura interesante, prometedora, mejor dicho, precisamente porque en el curso de la historia occidental, que es de la que me ocupo, se le ha declarado muerto una decena de veces. En el año 67 a.n.e., Pompeyo declaró estirpada la infección piratesca. Al final de la «Golden Age» de los piratas del Atlántico (para entendernos, de la que trata la saga hollywoodiense Piratas del Caribe), la piratería parece también una cosa del pasado.
Por el contrario, la piratería es un fenómeno crónico ligado al desarrollo técnico: donde hay innovación técnica (naval, pero también la vinculada a la imprenta, la radio y, en la actualidad, la red) hay innovación piratesca.
El pirata nos recuerda que la innovación no es una enemiga, como le gusta afirmar a tanta política conservadora, pero tampoco salvífica en sí misma, como nos quiere hacer creer Elon Musk, sino que es un fenómeno humano que, si no se lo apropia una clase hegemónica, es principalmente un inmenso campo de experimentación, de descubrimiento y, por qué no, de placer.
El prólogo de El pirata. Antropología del conflicto se titula «Contra la maravilla». ¿Por qué una «filosofía pirata» se sitúa contra aquello que en Aristóteles supone el inicio de la filosofía?
La celebración de la maravilla, lo sabemos, es hoy un estereotipo. Me parece peligroso. En el fondo, ¿qué dice quien te exhorta a maravillarte? Algo del tipo: «Olvídate de si puedes cambiar las cosas y redescubre la belleza de lo que es». Naturalmente, en estas palabras reside un germen de verdad, pero en el sentido, como afirma otra frase hecha, de que también un reloj parado marca la hora exacta dos veces al día. Vivir es mucho mejor que morir (dado que la muerte, para el materialista, es el fin de toda experiencia).
Dicho esto, el problema es cómo cambiar un mundo que parece el único posible y, al mismo tiempo, manifiestamente invivible para la mayoría de los seres humanos y de los seres vivos del planeta. En este sentido, el pirata ha sido la figura histórica que en los momentos más oscuros, aparentemente más desesperados, no ha gozado de la maravilla del mundo, sino del intento, sucio, desagradable y a veces verdaderamente malvado, de cambiar el mundo.
¿En qué sentido la figura ético-política del pirata es un fenómeno de una antropología de lo siniestro?
En la literatura sobre el tema, inagotable y a menudo de gran belleza, se corre el riesgo de caer en una polarización. Por un lado, el historiador conservador que tilda al pirata de criminal a eliminar. Por otro, el historiador progresista que ve en el pirata la salvación de la humanidad. (Te agradezco la pregunta porque me doy cuenta de que, por lo que he dicho hasta ahora, puedo dar la impresión de pertenecer a este segundo grupo).
Por el contrario, creo que el pirata no solo es un bien posible (una figura potencialmente innovadora en el plano técnico, lingüístico y político), sino también un mal no siempre necesario. Quiero decir, como actúa a menudo en condiciones históricas extremas, el pirata suele ser una caricatura. Una figura extrema y, por tanto, no heroica, despreciable en cuanto distorsionada y deforme, excesiva como las caricaturas de las viñetas satíricas.
¿Combate contra los esclavistas en el Atlántico? Sí, pero a menudo lo hace practicando la esclavitud. ¿Paraliza de modo intermitente los procesos de apropiación colonial europea de las Américas? Sí, pero apropiándose de todo lo que puede, ya sea de forma individual o en grupo. ¿Ha sido una figura portadora de innovaciones políticas, como la gestión democrático-radical de ese precursor acuático del Estado y del neoliberalismo llamado «barco mercante» (piénsese en el trabajo de Markus Rediker)? Por supuesto que sí, pero también es una figura que no duda en torturar, maltratar y cortar en pedazos a hombres, mujeres y niños. Y no siempre con motivos o mínimas razones.
En resumen, el pirata es la encarnación de la frase de Hölderlin en el poema “Patmos”: «Pero allí donde está el peligro, crece también lo que salva».
La noción de «uso» del psicoanalista inglés Donald W. Winnicott aparece en muchos de tus libros publicados en español. ¿Por qué es esta noción importante para ti, en particular, relacionada con la figura del pirata?
La noción de «uso» para Winnicott, psicoanalista, gran conocedor de la infancia y, de hecho, un gran filósofo del siglo XX (si fuésemos amantes de la polémica, podríamos decir que fue mucho más filósofo que tantos filósofos anglosajones), involucra todas las edades de la vida humana. Sin embargo, en la infancia se manifiesta su estructura con particular intensidad.
La idea de Winnicott es, en pocas palabras, la siguiente: para conocer la realidad el ser humano debe intentar agredirla. Su vida psíquica y pulsional es tan intensa (su imaginación, su apertura al mundo o las posibilidades perceptivas que le ofrece el cuerpo) que para distinguir la representación de la realidad debe poner a prueba lo que le rodea.
¿Cómo? Del único modo en que le es posible, es decir, intentando destruir el juego, el peluche o la muñeca que tiene delante. La escasa fuerza infantil le permite hacer esta prueba, que consiste en constatar que lo que le rodea resiste a su golpe, y tomar acta de esa realidad.
Es una idea muy bella que desmitifica la retórica del niño bueno. Al mismo tiempo, es inquietante porque se añade: el problema permanece también en edad adulta, pero cambia el grado de dificultad. Durante toda la vida, el humano tiene dificultad para distinguir representación y realidad. Sin embargo, de adulto, su fuerza (física, técnica y lingüística) es desmesurada, por lo que delirar es fácil.
Os podéis preguntar, justamente, «¿qué tiene que ver esto con el pirata?» Para entenderlo, basta con fijarse en el étimo de la palabra: «pirata» viene del griego «peiratés», nombre que a su vez deriva del verbo «peirao» (‘poner a prueba’, ‘intentar’).
El pirata es por antonomasia la figura del que pone a prueba: se arriesga a destruir, puede innovar, puede descubrir recovecos ígnotos de la realidad. ¿Será este uno de los motivos por el que la figura le gusta tanto a los niños?
Algunas páginas de El pirata están dedicadas al juramento, la ordalía y la promesa. ¿Qué te interesa de estas formas de «manifestación de la verdad» y cómo atraviesan al pirata estas instituciones lingüísticas?
Debería reconstruirse al completo una «retórica del pirata».
Con esta expresión me refiero a los modos en los cuales las palabras se vuelven acciones eficaces. Es la idea del filósofo John Austin, aunque por medio de instituciones, modalidades de intervención política no ordinarias, no habituales, sorprendentes y, a veces, paradójicas.
El juramento es la institución verbal más difundida en la historia de Occidente. El pirata la pone en crisis al alumbrar su fragilidad y sus paradojas. A él se adapta mejor una institución más antigua, aunque futurible, como la ordalía, cuya contraprestación institucional es el sorteo. Esta palabra no nos debe hacer pensar en la prueba severa y terrible, aunque podía ser así, y es como se entiende en la actualidad. La ordalía es una prueba de realidad organizada en sentido comunitario.
En los casos críticos, las comunidades tradicionales resolvían el problema de la verdad poniendo a prueba al que habla: caminar sobre ascuas ardientes es la prueba más típica, pero no la única. En Antígona, por poner un ejemplo, aún hay rastro de ella. Dice la verdad quien supera la prueba indemne. El juramento esconde el carácter aleatorio de las palabras y las acciones humanas: «Juro que te amaré siempre», y si no sucede quiere decir que cometo un perjurio.
El pirata y la ordalía marchan en otra dirección: como la prueba del fuego, la vida humana está expuesta a la contingencia más radical. Y es a esta a la que intentamos contener con palabras y acciones. Pero el viento es fuerte y, a veces, el barco naufraga. No es casualidad que el sorteo sea una modalidad muy presente en el contexto institucional piratesco. La casualidad no está escondida bajo el mantel, sino que está expuesta a la vista. Navega, va al asalto, desafía a la muerte y reposa, pero no quien ha obtenido un presunto mérito, sino a quien le toca la suerte.
Las «historias de piratas» han fascinado, y fascinan aún, sin distinción de clase social, sexo, raza, religión o edad. ¿Cuál es la relación entre estas historias y la historia de los piratas, es decir, entre «history» y «story» de la piratería?
En este caso propongo una hipótesis fuerte, que no hay que compartir por fuerza. Por cómo han ido las cosas, sobre todo porque han sido encomendadas a un género literario típicamente burgués, como la novela, las historias que se refieren a los piratas florecieron en la misma época en la que el pirata, el de carne y hueso, fue puesto contra las cuerdas. Acaba la época dorada de los piratas y comienzan las grandes narraciones sobre piratas. Muere el pirata naval ahorcado en los puertos ingleses y vive la imagen fantástica del bandido de los mares con el parche en el ojo y el papagayo en el hombro.
Es un caso interesante, ya que realiza un mecanismo que hoy es endémico: hablar de «historias» o de «narraciones» cuando, en cambio, el tiempo histórico parece finiquitado (no hay otro mundo posible). Para los piratas, esto comienza a valer en la primera mitad del siglo XVIII. Las historias acerca de los piratas compensarían un papel histórico que no van a volver a tener.
En el capítulo 5 describes la figura del pirata como una figura del éxodo. ¿Qué entiendes por éxodo y en qué sentido el pirata sería una figura suya?
Paolo Virno define el éxodo como una «sustracción emprendedora». No es la huida del cobarde ni la cabeza bajo la arena del indiferente. Significa no aceptar la lógica del conflicto actual porque el verdadero conflicto que se quiere poner en acción no es solo hacia la contraparte (el Egipto de los faraones o el gobierno particular del Estado-nación), sino hacia la lógica a la que esta pertenece (el monopolio de la decisión política y la economía de mercado).
El pirata lleva a la práctica el éxodo: se va a vivir a otro lugar, como en el caso de la piratería naval, que usa el barco para vivir y no solo para viajar.
Cuando el espacio geográfico parece agotado, como en el caso de nuestro presente globalizado, encuentra nuevos espacios virtuales donde hacerlo. El pirata de radio, vídeo, hoy informático, vive en nuevos canales de experiencia construyendo instituciones innovadoras. En el pasado, la gestión democrático-radical del barco, en la que también los negros y las mujeres podían tener voz y voto. En la actualidad, software, hardware y redes de uso compartido del conocimiento.
Al final del libro te refieres a los ejemplos históricos de las repúblicas no estatales fundadas por piratas en Madagascar y algunas islas del Caribe. Estas «instituciones subversivas» no son Estado, pero tampoco «la ley del más fuerte». ¿Cuál es la relación y la diferencia entre la noción de «institución» que manejas y las de «constitución» de Toni Negri y «destitución» de Giorgio Agamben?
Es una pregunta difícil, no sé si estoy a la altura. Por supuesto, respecto a las ideas de Toni Negri, es sintónica con la idea de una continua construcción de instituciones del común, como tales, nunca definitivas.
Quizá el pirata advierte sobre cierta idea del concepto de «multitud», muy presente en sus escritos, que a veces parece demasiado unilateral. Esta multitud fuera del Estado, y del «pueblo» del que habla Hobbes, encuentra en el pirata un ejemplo. Por tanto, el pirata, en su carácter ambivalente y siniestro, nos advierte: esa multitud es capaz de transformar el orden político porque tiene una carga interna, un potencial antropológico, capaz, al mismo tiempo, de manifestar un alto grado de destructividad, cinismo, apatía y horrores de todo tipo.
Respecto a Agamben, en cambio, la cuestión es más neta.
Sé que no está de moda decirlo, pero me parecen espléndidas las obras que preceden el ciclo Homo sacer (1995). Quiero decir: también en el ciclo se encuentran temas, ejemplos e ideas de nivel absoluto, no me gustaría ser malentendido (por ejemplo, El sacramento del lenguaje, de 2008, que trata del juramento, es un texto que es necesario tener en cuenta), pero tengo la sensación de que su propuesta concluye al final con una liquidación del concepto de «institución» en cuanto tal.
Y ¿qué queda? ¿Cómo sería posible hacerlo? Creo que solo sería posible si se pudiera considerar al Homo sapiens como un animal bueno, estable y que no tuviese el problema al que se refería Karl Marx, es decir, el de la producción de las condiciones de posibilidad de su vida.
El pirata nos recuerda aquí que, para bien y para mal, los sapiens, de tranquilos y estables tienen bien poco. Son más tranquilos los papagayos en el hombro que los garfios que a veces les completan los brazos a los piratas.