Nuestro colaborador en Argentina, Diego Tatián –docente universitario y crítico– entrevista al filósofo, pintor y poeta Oscar del Barco (Bell Ville, Córdoba, Argentina, 1928) a propósito de Un resplandor sin nombre, (Tercero incluido, 2022), una compilación de ensayos de uno de los pensadores de referencia en el panorama latinoamericano. Esta es la primera parte de la charla, donde Del Barco trata conceptos como la búsqueda filosófica y el arte, el ser y el no-ser, y la escritura como camino.
Oscar del Barco vive en un barrio cualquiera de la ciudad de Córdoba. Tiene 94 años y dedica sus días a leer, a escribir y a pintar. Cuando le propongo una entrevista sobre la filosofía que acompañe la cuidada edición española de sus escritos preparada por Martín Hendler (Un resplandor sin nombre, Tercero incluido, Barcelona, 2022), me dice que no será posible:
“Tendría que responder a todas tus preguntas como le respondí una vez a un amigo que creyó me burlaba con mis respuestas: no sé, no sé, no sé… Hay un largo poema de Gamoneda que se titula ‘No sé’, y es así. ¿Cómo saber? Es la cruda realidad, cada pregunta pondría en juego una vida, sería una entrevista infinita, en el sentido de Blanchot, y yo no estoy para infinitos. Precisamente creo que la filosofía, por decir lo menos, está en extinción. Salvo si hablamos de otra cosa, de una suerte de vicio. El estupor de los primeros pensadores griegos dio comienzo a algo que vive en agonía. Es una locura, para usar la palabra de San Pablo, pensar que puede hoy haber una filosofía; con la evidente muerte de dios cayó para siempre la así llamada filosofía. Dios fue y es un espantapájaros”.
Sin embargo, de a poco la entrevista arranca…
¿Cómo concebís tu trabajo en la filosofía y en el arte?
En primer lugar, debo decir que no soy filósofo, ni pintor, ni nada, así como un carpintero no es carpintero. Nadie ha visto nunca un carpintero, lo que ha visto es que Juan o Pedro trabajan en algo que se llama carpintería o filosofía o lo que sea. Pero este no-ser queda en suspenso, un vacío que no soporta nada, tal vez ni el ser, porque podría decirse que algo o alguien son soportes de lo que hacen, pero no son lo que hacen.
Antes de hacer tal o cual cosa hay “algo” que hace, ¿o no hay algo?, y si no hay algo entonces hay nada, lo cual es contradictorio, luego tachamos el “algo” y solo queda el “hay”: hay-hay sin atributos.
Es evidente que en un sentido de habla común podemos decir que Juan es un carpintero, lo que nos lleva a reconocer que existen niveles o grados específicos de niveles: en un nivel empírico (común) hay un algo que trabaja en carpintería o en lo que sea (nadie con sentido común podría negar la existencia de Juan, pero este Juan en otro nivel es un algo previo o distinto de lo que hace… pero este algo ¿qué es? En el caso de que sea, ¿es una sustancia, un sujeto-yo, un “alma” o un misterio que nunca podremos conocer en sí precisamente porque lo somos y al serlo suprimimos toda posibilidad de conocerlo (como si lo mismo fueran el sujeto y el objeto de conocimiento)?
Kant dijo que tal objeto –la existencia del mismo– era una posición, algo puesto, una forma y no una realidad. Decimos que Juan existe, pero este existir es puesto por el conocimiento: decimos Juan y esta es una petición, es como decir Juan-Juan (¿o alguien ha visto el existir como si fuera algo?).
Sujeto, alma, espíritu, yo, son palabras, conceptos, formas incognoscibles por inexistentes como tales. Llamamos sujeto, etc. a un conjunto de hechos y cosas, pero nunca se ha visto un sujeto-cosa-algo. No existe tal cosa, no puedo ir más allá de la palabra “yo”. Luego, y esto me importa señalarlo, no hay sujeto sino una idea (reguladora, dice Kant, como reguladoras son las ideas de “yo”, de “mundo”, de “dios”; ideas que regulan o articulan un conjunto en un concepto).
Este ha sido y es un importante problema filosófico, y fue discutido desde sus orígenes en Grecia dando lugar a la historia de la filosofía. Aclaremos: una cosa es ser como Juan, alguien dedicado al estudio de la filosofía, digamos un profesor de filosofía, y otra cosa es escribir-construir filosofía, plantear problemas propios de la filosofía y tratar de resolverlos (a eso se llama filosofía desde los presocráticos hasta Heidegger).
Tu formación universitaria es la historia. Ese tiempo de estudios universitarios estuvo también marcado por la militancia política. ¿Cómo llegaste a la filosofía? ¿Hubo algún filósofo o alguna lectura que produjeran ese “desvío” hacia la filosofía?
Mi interés por eso que de una manera cada vez más confusa se llama filosofía es muy antiguo. Y digo confusa porque se trata de un cuerpo de conocimiento vivo, en un crecimiento incluyente cuyo objetivo, creo, es entender el mundo en totalidad: ética, estética, teología, política, epistemología, etc.
Personalmente creo que mi interés, mi pasión por la filosofía, comenzó, después de años de participar en la vida religiosa, con la lectura junto a algunos amigos, a los 17 años, de la obra de Hermann Hesse (principalmente Demian y Sidharta). Todos nos dedicábamos a “buscarnos a nosotros mismos” (algo lejanamente parecido al “cuidado de sí”, de los últimos textos de Foucault).
A partir de este punto común, los caminos se bifurcaron: Rodolfo Ortiz se dedicó a la pintura hasta su muerte prematura, metido en la montaña a donde yo lo visitaba para ver lo que pintaba y para conversar sobre pintura (luego los dos ingresamos a la práctica del budismo, que duró varios años, con un “maestro” perteneciente a una escuela instalada en Estados Unidos); su hermano Héctor fue profesor de filosofía en la universidad; Alfredo Paiva se dedicó con toda su alma a la poesía, luego emigró a Ecuador cuando fue perseguido por la dictadura militar, se volvió católico activo y también murió joven.
Yo, bueno, me dispersé en lo que iba a ser mi vida, filosofía siempre, poesía siempre. Siempre quiere decir en todos los avatares, a veces trágicos (como la guerrilla en el norte argentino), pero siempre intensa, diría arrebatada, medio loca.
Al final sigo, con muchos años a cuestas, “buscando” como al principio: filosofía, poesía y ¡pintura! (más de 30 años todos los días de la mañana a la noche metido en una pieza al fondo de mi casa, pintando (el final de esa “locura” está por verse). Influenciado, podría decir, como punto de partida que aún perdura, por el expresionismo abstracto norteamericano.
En todo esto hay como una enseñanza: la pluralidad de ‘prácticas´ donde uno debe jugarse por entero, un tipo de juego que, junto con otras pasiones, constituyó gran parte de mi vida. Pasión religiosa, pasión política, pasión poética y pictórica, pasión amorosa, pasiones amistosas… Una “vida”, diría Deleuze.
Vuelvo a la filosofía para señalar la importancia que tuvo, para lo que llamo “pensamiento”, descubrir la revista Tel Quel (primero Hesse, después Tel Quel, como verdaderos mojones de una prolongada aventura). En ella conocí, ante todo a Bataille y a Derrida, más una serie amplia de filósofos, no únicamente franceses (los nombrados más Foucault, Lyotard, y tantos otros dedicados a la filosofía, a la música). De paso: comencé a pintar sometido para siempre por el quinteto de Schöenberg (lo que no quiere decir nada, pero…).
¿Hay una inherencia de filosofía y escritura? ¿Es la escritura filosófica puramente comunicativa o escribir es necesario para pensar? ¿Qué es la escritura filosófica?
La no existencia sustancial de un sujeto-yo-alma, hiere la idea de autor (con todas las consecuencias de existencia que trae aparejada esta negación que creo fundamental para entender la idea –y la práctica implícita– de un “nuevo comienzo”.
Si no existe un yo-sujeto se vuelve lógicamente imposible sostener la realidad material de un “autor” (salvo la obviedad de decir que tal individuo, Borges por ejemplo, escribió o pintó tal o cual cosa, lo cual en un nivel empírico resulta imposible negar, aunque se lo puede negar literariamente, por supuesto). Cito una frase de Foucault que sintetiza su gran texto ¿Qué es un autor?: “… el autor no es exactamente ni el propietario ni el responsable de sus textos; no es el productor ni el inventor…”.
Si no hay un sujeto-yo, hay un “discurso”. Pero ¿quién escribe ese discurso? ¿“Quién habla”, se preguntó Nietzsche? El texto se escribe solo. Mejor que decir “se escribe” sería decir “aparece” en un “lugar” que luego llamamos “yo”, etc.
Se puede parangonar con el sueño, el cual es una narración de la que no podemos decir que tiene un sujeto-narrador, y sin embargo está allí. Está allí sin autor, sin alguien que pueda decir “yo lo elaboré”, “yo soy el autor”, porque precisamente no hay yo-sujeto que pueda pensar y manifestarse como sueño o que pueda escribirlo in mente y posteriormente trasladarlo a la escritura. Pero si no hay autor toda la construcción se derrumba y se da lugar al “lo” que carece de sustancia, de fundamento trascendente, y a un mundo sin fundamento, ¡oh!
Decimos que se trata de un algo carente de concepto, carente de un nombre que rinda cuenta de él. No tiene consistencia empírica, pero tiene una función ideal. No existe ontológicamente pero sí como idealidad regulativa. Estructuras ideales son las que permiten la construcción empírica: las ideas regulativas son parámetros de la organización psicológica en un “yo”, de la materia en “mundo”, de la totalidad en “dios”. Permiten que haya un mundo en vez de solo un caos.
Heidegger dijo: “no-obras sino caminos”, no el cierre en totalidades (obras), sino caminos. Pero los caminos tienen un punto de partida y otro de llegada que cierran todo en un origen y en un fin.
Machado decía “no hay caminos, se hace camino al andar…”, sin origen ni fin el camino, sin tiempo y sin espacio: sin concepto. El camino surge y desaparece sin ir-hacia, se hace o es el andar; todo está “vacío”, todo puede ser objeto de una “reducción” sin término. No hay base ni fundamento: un árbol, una taza, cualquier cosa se disuelve en el vacío de la nada. Pero “hay”. Negar el hay implicaría la extinción absoluta.
Nos encontramos frente a una “locura” –diría San Pablo–: un pensar paradojal, contradictorio como su forma. No obstante nos aferramos a eso indecible, in-mundo, inexistente, que se llamó “dios”, “espíritu absoluto”, etc. (asunción de la teología por la filosofía y viceversa).
Allí recurrió Bataille para hablar de un yo, un mundo y un dios sin existencia. Nos enfrentaríamos así al silencio paradojal de un “nuevo comienzo” de la filosofía.