Esta es la segunda entrega escrita por Bernat Castany Prado a propósito del ensayo El intelectual plebeyo. Vocación y resistencia del pensar alegre (Ed.Taugenit, 2021), del filósofo Javier López Alós. Una reflexión profunda sobre la precariedad en el ámbito intelectual, artístico y académico provocada por el modelo económico neoliberal. ¿Qué temas trata este artículo? La frustración y el compromiso de los intelectuales; la precariedad y el profesor asociado; la vocación y la autoexplotación; “la obsolescencia-actualización permanente” y el estilo del intelectual plebeyo.
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8. Frustración y compromiso de los intelectuales. La recién estrenada irrelevancia del intelectual produce, como era de esperar, frustración.
Lo cierto es que en las últimas décadas han ido desapareciendo o deteriorándose las precondiciones laborales y políticas de los intelectuales, que ya no gozan ni de tiempo libre ni de buenas condiciones laborales. Lo cierto es que solo hay dos grupos que tienen en común la característica de no trabajar: los privilegiados y los parias, frente a los cuales se erige, como figura límite del neoliberalismo, el precario, que no tiene ni medios ni tiempo.
Sea como sea, ya no existe la figura del intelectual privilegiado como grupo. Puede que se den algunos casos individuales. Pero lo más habitual es que “el intelectual profesional de nuestro tiempo trabaje en un entorno incierto, cuando no hostil, y sobrecargado de tareas cuyo fin último desconoce o deplora”.
Según López Alós, dos son las reacciones más habituales a la frustración creciente que genera este panorama. De un lado, la intensificación, esto es, protestar ofendido, subrayar la mediocridad circundante y pedir que nos hagan el caso que nos merecemos. Del otro, el nihilismo, entendido como un cierto abandono y una cierta “huida del mundo”, que acaba convirtiéndose en una especie de “celebración de la impotencia”.
Esta última reacción entra en contradicción con lo que Chomsky llamó La responsabilidad de los intelectuales (1967), que consistía, en su opinión, “en decir la verdad y revelar el engaño”.
Es cierto que cuarenta años antes, Julien Benda había afirmado que La traición de los intelectuales consistía precisamente en su alineamiento político. Y muchos presuntos “apolíticos” han seguido repitiendo hasta nuestros días esta misma crítica. Cui bono? Son muy interesantes las consideraciones que López Alós realizará sobre las conexiones y desconexiones entre la intelectualidad y el compromiso.
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9. Bartleby el profesor asociado. El panorama es desolador: melancolía, frustración, ansiedad, rabia, narcisismo compensatorio, soledad, sentimiento de impotencia…
Todo ello afecta, sin duda, a la capacidad de los nuevos intelectuales para pensar con libertad y a la contra.
¿Qué tipo de pensamiento se puede producir cuando se siente terror por no cumplir con los estándares de tal o cual revista indexada, por no pasar la siguiente auditoría de rendimiento o por no ser contratado de nuevo para el siguiente curso académico?
En ese circuito cerrado de aguas turbias no puede crecer un pensamiento libre y, por lo tanto, liberador. Por esta razón, López Alós propone desligar la figura del intelectual de su medio institucional, que es el que lo tiene dominado.
¿Cómo? Para empezar, incluyendo dentro de la noción de intelectual a toda aquella gente que piensa en los márgenes de las instituciones. Lo cual no implica renunciar a toda inscripción institucional.
Se trataría, más bien, de lograr una especie de secessio plebis, que pasaría por un aprender a decir no, a estar a la vez dentro y fuera, y a construir “la posibilidad de retirarse, de permanecer en silencio y de observar sin prisas”.
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10. La vocación como problema. Partiendo de “La política como profesión” (1921) y “La ciencia como profesión” (1917), de Max Weber, el autor reflexiona sobre la evolución de los conceptos de “vocación” y “profesión”.
En el paso de la vocación luterana a la vocación capitalista, se habría producido una privatización de la vocación y el compromiso profesionales a la esfera privada, donde habría adoptado una forma casi exclusivamente emocional, ligada estrechamente a nuestro propio sentimiento de identidad.
Se ha producido, pues, una desprofesionalización de la vocación, que, paradójicamente, la ha acabado poniendo en el centro de la productividad, porque la conexión entre vocación (no pagada) y realización (difundida o impuesta por el imaginario identitarista neoliberal) ha permitido que las personas con vocación sean genuinamente explotables.
Al verse reducida la vocación a una mera cuestión sentimental, “el salario y otros derechos se tornan aquí secundarios”, y “las retribuciones emocionales y simbólicas tenderán a sustituir en la mayor parte de los casos y durante todo el tiempo que se pueda el reconocimiento material”.
Este es un aspecto que también han estudiado otros autores, como Remedios Zafra, en El entusiasmo, Byung Chul-Han, en La sociedad del cansancio, Marina Garcés, en Nueva ilustración radical, Jenny Odell, en Cómo no hacer nada, Eudald Espluga, en No seas tú mismo o Juan Evaristo Valls Boix, en Metafísica de la pereza.
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11. Tiempos sin tiempo. Uno de los rasgos fundamentales de la precariedad es la ausencia de tiempo.
Cabe señalar que este aspecto no es nuevo. La nobleza siempre acompañó sus privilegios temporales (básicamente no tener que trabajar) con una gestualidad, o hexis, parsimoniosa.
Quizás los nobles que se dedicaban a las letras gozaron en algún momento de ese ritmo que Maribel Andrés Llamero denominó “la lentitud del liberto”. Pero el intelectual de nuestros tiempos vive de forma cada vez más angustiante la carencia de tiempo.
Y la cosa tiene mal arreglo, porque dicha carencia “produce simultáneamente queja y prestigio”, pues, tal y como también estudió Jorge Moruno, en No tengo tiempo. Geografías de la precariedad, “el no tener tiempo para nada, el no parar, proyecta cualidades que encajan muy bien en el imaginario cultural de nuestra época sobre una vida exitosa y plena”.
Pero no se trata solo de una cuestión de prestigio neoliberal.
Tal y como analizó Marc Augé, en Los no lugares, la superabundancia de los acontecimientos, movimientos y cambios, junto con la particularización de los elementos de referencia, ha afectado a nuestra forma de concebir la identidad individual y colectiva.
Al aparecérsenos la realidad como una serie de informaciones inconexas, buscamos sobrecompensaciones significativas en el gregarismo, el inflacionismo histórico o el narcisismo.
Además, la dialéctica obsolescencia-actualización permanente no solo genera ansiedad en un plano meramente técnico, desde los cursillos de reciclaje hasta la brecha digital de los ancianos (y no tan ancianos), sino también en otro plano más bien identitario.
Pues el hecho de no ser lo suficientemente capaz, entusiasta o dócil para seguir el ritmo de actualización, te convierte en un ser obsoleto, marginal, prescindible y en todo caso culpable.
Podríamos decir que el FOMO, esto es el Fear Of Missing Out o miedo a quedarse fuera, ha degradado la identidad en idoneidad. Nuestro mayor deseo es ser capaces de instalarnos la nueva versión del sistema, para no quedar desconectados de la sociedad-empresa.
De ahí, señala López Alós, “la proliferación de trastornos vinculados a sentimientos de impotencia y privación”, que evidencian que “la respuesta adaptativa ante las nuevas exigencias evolutivas está siendo masivamente traumática”.
Ante esta situación parece necesario construir experiencias alternativas y discursos diferentes que nos permitan hallar modos de resistirnos y sustraernos a todas estas dinámicas.
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12. Lo plebeyo como estilo. López Alós dedica los tres últimos capítulos a pensar cómo podría construirse una voz intelectual alternativa.
No podemos limitarnos a retirarnos. Debemos pensar otras formas de participación. Pero ¿cómo debe hablar ese nuevo intelectual plebeyo para no incurrir en las mismas prácticas que nos imponen la universidad, la prensa o las redes sociales?
Según el autor, el estilo del intelectual plebeyo debe ser claro, para no dejar a nadie fuera y fomentar el debate. Debe sustituir el ejercicio vertical de la autoridad del propio intelectual tradicional por un ejercicio horizontal. Debe prestar atención y abrirse a la diversidad de las opiniones, especialmente cuando surgen de los márgenes institucionales. Debe saber permanecer fuera de las instituciones o al menos aprender a mantener una cierta distancia interior que salve su pensamiento de la ansiedad, esto es, del miedo (se trata, en fin, de esquivar las “balas de plata” de las que ya hablaba Valle-Inclán en Tirano Banderas). Debe dejar atrás el utopismo y el nihilismo, para tratar de reconstruir una normalidad habitable y conmensurable junto a los demás. Y debe estar dispuesto a asumir que es muy probable que no se le escuche, y aún así pensar y actuar como si siguiese hallándose ante la vieja audiencia.
Frente al peligro de que la burocratización, con sus protocolos, rituales y vigilancias, ahogue, “no solo las posibilidades expresivas de los autores, sino también la ambición de sus propuestas”, López Alós propone cultivar “otros estilos más desinhibidos, orgánicos y consistentes con un principio de comunicación entre iguales como a priori de la escritura”.
Terry Eagleton lamentaba que la crítica hubiese perdido “toda función verdaderamente sustantiva” y se hubiese “convertido en un asunto académico o en una actividad circunscrita al ámbito de la industria cultural, con la consiguiente privatización de la misma y su incursión en la lógica de producción de valor de mercado”.
Más aún, para López Alós, “la escritura no es sólo un reflejo del pensamiento, sino que sirve, a su vez, para modelarlo”. Como diría Montaigne: “Este libro no lo he hecho yo más de lo que él me ha hecho a mí.”.
Pero no debemos cometer el error de equiparar el estilo con la identidad.
El estilo tiene una función normativa, en el sentido de que tratamos de escribir del mismo modo a como nos gustaría pensar o ser, mas no de constatación fáctica o de autoafirmación, como si el estilo fuese la exudación de una identidad previamente constituida.
No se es el estilo ni se está en el estilo: se es en el trabajo de un estilo, se está a la búsqueda o en la prosecución de un estilo.
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13.Un retorno a la verdad. Aunque López Alós no duda de las virtudes preventivas y atemperadoras del escepticismo y la crítica, considera, junto a Marina Garcés, Mark Fisher o incluso David Foster Wallace, que resulta necesario un mayor esfuerzo propositivo.
Para empezar, necesitamos reconectar, si no con la verdad, sí con la búsqueda de la verdad. Pues existe una gran diferencia entre tomar la verdad como idea reguladora y tomarla como un dogma al que debemos plegarnos.
Si tomamos la verdad como un norte o un horizonte al que sabemos que no hemos de llegar, no renunciaremos a la pluralidad de caminos, ni a la multiplicidad de blancos que la nieve admite. Y sabremos, además, que, en cuanto lleguemos al polo norte, empezaremos inmediatamente a bajar hacia el sur, por algún antimeridiano.
Mientras que si tomamos la verdad como un dogma, nos sentiremos obligados a ajustarnos rígidamente a ella, rechazando cualquier otra ruta, ritmo o medio de transporte, hipnotizados por el espejismo de que algún día clavaremos nuestra bandera en el norte magnético, y podremos quedarnos a vivir en él.