A través del siguiente texto, el escritor Diego Sánchez Aguilar analiza las diversas aristas estéticas y temáticas del poemario Canto fenicio (Chamán Ediciones, 2022) de Juan de Dios García (Cartagena, 1975), una reivindicación sui géneris de la casi desconocida filosofía fenicia.
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La civilización fenicia es la gran desconocida de la antigüedad. Apenas se sabe de ella esto: que se extendieron por todo el Mediterráneo, y que idearon un alfabeto que sirvió de base al griego y, por tanto, al que ahora usamos. Fue el suyo un imperio sin imperativos, una colonización superficial que no dejó huella. No legaron grandiosas esculturas de emperadores, templos imponentes, sólidas columnas, pirámides. Este pueblo renunció a internarse tierra adentro, mantuvo todas sus colonias al borde del mar, dando la espalda a las tierras donde se asentaban, mirando siempre hacia el Mediterráneo.
Y fue, el alfabeto que inventaron, un sistema sencillo y fonético, completamente distinto de los complejos alfabetos del momento (que solamente una pequeña élite de escribas podía aprender y dominar tras largos años de estudio): veintidós signos que intentaban representar esos sonidos con los que se entendían cuando hablaban, unos pocos trazos con los que apresar el fugaz fluir de las voces, sin más pretensiones que entenderse, comerciar, recordar las cosas esenciales.
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Esta introducción sobre la cultura fenicia es, obviamente, tendenciosa y de escaso rigor histórico. En realidad, es una visión sobre lo fenicio hecha a posteriori, tras la lectura de Canto fenicio, el precioso libro que Juan de Dios García acaba de publicar en Chamán Ediciones. Con ese título, el poeta cartagenero parece realizar una declaración de intenciones, una reivindicación, en lo personal, de esa filosofía fenicia que no quiso “dejar huella”.
El libro está compuesto por 40 prosas poéticas divididas en tres partes: “Los hombres púrpura”, “Nudo de rizo” y “Pueblo errante”. Los títulos de cada una de las partes hacen referencia a aspectos de la civilización fenicia. “Los hombres púrpura” era la denominación con la que se los conoció debido a un tinte extraído de conchas marinas que comercializaron con gran éxito. “Nudo de rizo” evoca la estrecha relación con la navegación de este pueblo. “Pueblo errante” señala su poco apego por lo territorial, su configuración política no nacional.
No obstante, no debe el lector esperar de este libro algo así como un análisis o una poetización de aquella civilización. Canto fenicio es, ante todo, un autorretrato, una mirada del poeta sobre sí mismo, sobre su pasado, su presente y su identidad. El elemento fenicio funciona exclusivamente como un sutil hilo simbólico que aparece y desaparece cosiendo las heterogéneas pero acompasadas piezas que componen esta obra.
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De hecho, ese carácter de autorretrato se indica ya con la primera palabra del primer poema: “Nací”. A partir de ahí, la mirada sobre sí mismo, sobre su pasado y sus convicciones, recorre todo el libro:
De niño veía películas bélicas con mis hermanos. Cada uno elegía su papel en el bando de los vencedores. Yo nunca elegía al líder, sino al amigo imprescindible del líder, que también ganaba la guerra, pero en la puesta de medallas estaba en un segundo plano. Los medallistas lo sabían, el público no. Con eso bastaba. De hecho, era maravilloso. Así ha sido mi vida. Y así será: una gloria subterránea.
Al contemplar y analizar su vida, el poeta reivindica una filosofía de la aceptación que, frente a la “gloria” (“líder”, “medallas”), prefiere la renuncia, el “segundo plano”, lo “subterráneo”. En una época en que se nos insta siempre a superarnos, a intentar alcanzar el éxito por encima de todo, a destacar y a ganar sin descanso, el poeta opta por una actualización del aurea mediocritas que, hoy día, tiene algo de revolucionario: “Me parece suficiente”, “Con eso bastaba”.
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En “Estado de la embarcación” encontramos otro de esos poemas que conforman un explícito autorretrato (“Varón inmaduro de cuarenta y cinco años, casado, padre de dos hijos…”) y que insiste en ese espíritu fenicio: “No te engañes. Tu patria no son tus huellas. Si acaso, el alfabeto con que las marcas”.
Del mismo modo que la civilización fenicia no dejó huellas de ninguna grandeza, el poeta asume esa liviandad, esa aceptación de la desaparición, de la transitoriedad. Una renuncia a conceptos como “inmortalidad”, “posteridad”.
Habitar un presente que se sabe fugaz, único e irrepetible, pero también común e intrascendente. Esa es la sabiduría que ese “hombre perplejo y confuso” parece haber adquirido a sus 45 años.
La desaparición es, por cierto, otro de los motivos más repetidos en las pinceladas con las que se compone el autorretrato del poeta. Pero no encontramos ese deseo de desaparición en términos románticos. No es la desaparición de Novalis fundiéndose en lo indistinto y grandioso de La Noche. No es una desaparición que propicia la unidad con El Absoluto.
Aquí, más que afirmar la desaparición, hay un afirmarse en la desaparición, como puede verse en el poema titulado “Talasocracia”:
De tan antigua, tu voz dejó de existir, como un canto fenicio que solo puede escucharse entre las conjeturas de un historiador o en la imaginación de un arqueólogo.
El sentimiento de deseo de unión, tan típico del romanticismo, aquí se sustituye por una idea de unidad que no se entiende como un deseo, sino como una aceptación y reconocimiento de todo lo histórico, cultural y genético que hay en nosotros: la lengua, la cultura y la sangre, algo que se hace absolutamente explícito en otro de esos poemas de voluntad íntegramente autorretratística, el titulado “Balcones azules”:
El antirromanticismo es explícito en algunas de esas autodefiniciones que va dejando caer a lo largo de todo el libro, y que parece impugnar ese deseo de originalidad e individualidad que los románticos inauguraron con un ímpetu espiritual que, de una manera perversa (y que no es este ciertamente el lugar para indagar) ha terminado hoy convertida en esa exaltación economicista, competitiva, adoradora del éxito, y ególatra, con la que el neoliberalismo concibe el sujeto contemporáneo.
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En Canto fenicio se reivindica lo común, lo civil que nos hace civilización. Así, podemos leer en “Esta casa no es negra”:
En el colegio, apenas presté atención al mapa físico. Siempre preferí el político, porque todos los topógrafos hacen poesía y viceversa. Cualquier país se funda contra la naturaleza.
No le interesa el misterio romántico de lo que no tiene nombre, sino el humano acto de dar nombre, “Autodefensa”:
No pienso ir al campo a escuchar el poema del silencio (…). El sosiego lo encuentro en los rincones que han oído los latines de Tiberio, la lonja de subastas de la Cofradía de Pescadores, el ruido antiguo de chulería y navajazos, la trompeta bíblica, el zumbido de las serpentinas en Nochevieja, el swing del cine mudo…
El tiempo es otra constante en Canto fenicio. En la mirada sobre sí mismo que efectúa el poeta, el tiempo o, mejor dicho, los tiempos, son siempre un elemento central.
Es un tiempo indisociable del espacio, de la ciudad en la que vive, del suelo que pisa. Porque el tiempo es herencia, sustrato y cultura.
Cada poema se sitúa en un espacio atravesado de tiempos para destacar la nada y el todo que es estar vivo: la nada de ser ya uno más de esos estratos, el todo de ser el estrato que puede mirar y sentir todavía el mismo dolor y amor de todo lo que lo precedió.
En la mayoría de los poemas se establece una enunciación en presente (piso, veo, recuerdo, miro…) pero aparecerán también verbos en pasado que se remontarán a los recuerdos de la biografía o a las personas y culturas que lo precedieron, así como verbos en futuro que indicarán el destino de desaparición en lo que será otro estrato más de esa acumulación de vidas, de muertes, de recuerdos sobre el que ahora pisa y respira.
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A pesar de todo lo dicho hasta ahora, no todos los poemas del libro consisten explícitamente en autorretratos. Son abundantes los poemas en los que el poeta mira hacia fuera, hacia ese presente que lo rodea, para entregarnos escenas protagonizadas por personajes que habitan la misma ciudad, el mismo espacio y el mismo tiempo.
Son escenas precisas, descripciones del instante cargadas de detalle y de poesía y emoción, como “Juanita, la Gitana”, “Terminal”, “Ondas”, “Mister Witt Café” o “La Unión”. Textos en los que hay una mirada de perplejidad, de asombro sin aspavientos. Una mirada de donde no sale nada (no juzga, no valora), sino que acoge lo que entra, sus luces y sus nombres, su historia vieja y nueva.
También encontramos a veces una vertiente más narrativa, con pequeños relatos, escenas protagonizadas por esa voz poética, como “Corriente”, en las que lo cotidiano y lo mágico, lo costumbrista y lo surrealista se unen sin estridencias y con un acierto que parece inevitable, natural. No obstante, pese a esa variedad, el autor consigue que todos eses heterogéneos materiales permanezcan unidos bajo el signo del autorretrato: esos personajes, escenas, relatos, diálogos cazados al vuelo de la calle, son también él mismo, su identidad.
Él es ese paisaje evanescente y caótico que lo rodea, y es también su perplejidad frente a todas esas voces íntimas y extrañas, del mismo modo que es todo el pasado enterrado en las ruinas de civilizaciones que cimentan la ciudad, y toda la cultura que lo ha convertido en lo que, en ese preciso instante del poema, es. No original e imprescindible, con la aspiración de una eternidad de fama y gloria. Tampoco románticamente único y heroico, enfrentado a lo que supera a lo humano, pero sí único e irrepetible en la común magia del instante de estar vivo en ese concreto instante del tiempo.
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Ese antirromanticismo, sin embargo, no procede ni se expresa en la forma de un clasicismo. Pese a lo clásico que pueda sonar el recurso a tópicos como el aurea mediocritas, y a la abundancia de ciertos enunciados sentenciosos sobre sí mismo y su lugar en el mundo (que parecen indicar una sabiduría clásica), la mirada y la voz que plantea Juan de Dios García en Canto fenicio carecen de esa estabilidad, equilibrio, seguridad y certeza de lo que se conoce como clasicismo.
La mirada está llena de asombro y perplejidad, y la voz está recorrida por la confusión, la polifonía, el ruido. Esta posición moral, si se quiere llamar así, tiene una interesantísima vertiente o expresión formal, expresada en la yuxtaposición más o menos caótica (según el poema) de enunciados dispares, diálogos, voces, pensamientos, referencias culturales y detalles descriptivos en una disonancia significativa que, sin embargo, adquiere una acertada armonía musical y expresiva.
En este sentido, creo que este libro se puede convertir en un referente imprescindible para el género del poema en prosa. Aquí está la belleza y la delicadeza de las estampas de “Azul” de Darío, pero también la urgencia de las prosas urbanas de Baudelaire, los toques visionarios de Rimbaud y Lautréamont, el acelerado ritmo jazzístico de Martínez Sarrión y algunos novísimos.
En definitiva, la extraordinaria composición rítmica y de imágenes de cada una de las piezas, la variedad y la libertad con la que pasa de una pieza íntegramente dialogada, a otra con una fuerte vertiente narrativa, y luego a una donde lo descriptivo y sensorial es la nota dominante para, a continuación, entregarnos una pieza de apenas unas líneas puramente reflexivas, me parece uno de los mayores aciertos de este libro cuya lectura (y relecturas) recomiendo con entusiasmo.