Conversamos con Miguel Ángel Carmona del Barco (Monesterio, Badajoz, 1979), quien en su última novela, Alegría (Alrevés, 2021), hace una inmersión profunda en la violencia de género y en sus repercusiones sociales. Carmona ha publicado la novela distópica Kuebiko (Pre-Textos, 2018) y la colección de relatos Manual de autoayuda (Salto de Página, 2016). A través de su narrativa, el autor extremeño disecciona las raíces y consecuencias de los problemas sociales, las crisis humanitarias globales y las relaciones interpersonales en situaciones extremas.
Acabas de publicar Alegría, novela ganadora del Premio Ciudad de Badajoz, cuya temática gira en torno a la violencia de género. ¿Qué te llevó a interesarte por este tema?
Este es un tema que ha estado siempre presente en todas mis obras, desde la primera novela que escribí, hace ahora casi veinte años. Sin embargo, no he sido consciente de esa continuidad hasta después de escribir Alegría. Ahora tengo claro que es uno de mis temas y lo seguirá siendo, aunque escriba novelas que, principalmente, aborden otros asuntos.
No obstante, cuando empecé a trabajar en este proyecto, a mediados de 2018, pensaba que iba a escribir una novela sobre la trata con fines de explotación sexual, y sobre eso versaban mis lecturas. Pero después me di cuenta de que no era posible comprender el fenómeno de la trata sin comprender antes el fenómeno de la prostitución: y ahí empezó una nueva fase de documentación que, después de unos meses, me llevó hasta el ensayo La prostitución: aportaciones para un debate abierto, de Beatriz Gimeno.
El libro de Gimeno me reveló otra clave: es imposible comprender el fenómeno de la prostitución sin comprender antes el fenómeno del matrimonio. Pero el matrimonio, no como un acuerdo libre entre dos partes que se unen y presentan esa unión ante la comunidad, colmados de felicidad, que es como lo hemos aprendido a través de Hollywood, sino como contrato de propiedad de un hombre sobre una mujer, o sobre varias mujeres.
Tengo la impresión de que la violencia de género surge al mismo tiempo que esa institución, sumamente primitiva, y llega hasta nuestros días porque esa idea de contrato de propiedad persiste en algunas mentes: la mujer como una posesión del hombre. Fin. Todo podría resumirse así, aunque sea mucho más complejo que eso.
Y ahí, en ese axioma, es donde ya encontré mi lugar y decidí quedarme a investigar, a aprender: sentía que todo eso estaba mucho más cerca de mí, era mucho más útil para mí, me interpelaba directamente, como hombre, como padre, como marido, como hijo. Ahí empezó una definitiva fase de documentación y entrevistas que, posteriormente, dieron lugar a Alegría. Ahora pienso que no podría haber escrito ninguna novela que no fuera esta. Ha sido todo un viaje.
Además, el hecho de trabajar en un servicio público, no directamente con víctimas pero sí compartiendo espacio con algunos de los recursos que las asisten en su periplo por las administraciones, me ha permitido durante años asistir a ese peregrinar, verlas tan de cerca: llevando a sus hijos de un lado a otro, peleando por ellos a brazo partido, desamparadas, angustiadas, a veces aterrorizadas, tropezando una y otra vez con los mil obstáculos que abarrotan su camino, pero también con una fuerza y una determinación sobrehumanas.
Y, finalmente, gracias a personas muy importantes para la novela y que cito en los agradecimientos, me ha permitido acceder a ellas, conocer sus historias, con la infinita generosidad que han demostrado.
En tu anterior novela, KUEBIKO, te interesaste por los refugiados. ¿Tu literatura está comprometida con el devenir de la sociedad contemporánea?
Supongo que sí, que el compromiso es una manera de interpretar la selección de mis temas y, sin embargo, creo que es justo admitir que el primer impulso es personal, en cierto modo egoísta, porque lo que busco es entender yo, comprender yo. Escribir es mi forma de entender el mundo y el tiempo en el que me ha tocado vivir.
Así, en 2015 me resultaba incomprensible lo que estaba ocurriendo con las personas que huían de la guerra de Siria, pero también de Eritrea, de Yemen, de Sudán o de Afganistán, y que formaron esa ominosa cola humana que podía verse desde el satélite y que cruzaba nuestra flamante Europa del bien y los derechos humanos, con familias arrastrándose bajo alambradas, siendo traficadas, extorsionadas, muriendo en los mares y en los campos de detención que, en una muestra de absoluta corrupción moral, llamábamos campos de refugiados…
Aquello me llevó a viajar a Hungría, Austria, Lesbos, Alemania, para entrevistar y conocer de primera mano a los protagonistas del éxodo. Y fueron aquellos viajes, exteriores e interiores, los que después se convirtieron en la novela que fue KUEBIKO.
Pero fíjate que ya en KUEBIKO estaba Isabella, esa mujer que cargaba con el hijo fruto de una violación de guerra, que no es simplemente una forma más de violencia de género: es la mayor aberración y el más claro ejemplo de lo que hablábamos antes: la mujer como posesión del hombre, pero no ya para ser “disfrutada” en su posesión, sino para ser destruida como forma de castigo al hombre contra el que se lucha. La guerra es, sin duda, el peor escenario para la mujer.
En los últimos años, sin embargo, esa violencia contra la mujer ha dejado de ser un tema flotante en tramas dedicadas a otras cuestiones y se ha convertido en el centro de mi literatura, y eso es sin duda gracias al avance del feminismo que, como una marea que sube y llega hasta niveles donde antes no había alcanzado, llegó hasta mí y me empapó. Y cuando uno se inicia y empieza a comprender algunas cosas, ya no hay marcha atrás.
Creo que una reacción natural y muy extendida, cuando conocemos por los medios o la propia experiencia personal algún caso de violencia de género, es el preguntarnos por qué, cómo puede ser. La mayor parte de las veces, esa pregunta que nos hacemos queda ahí. De algún modo, enarbolamos nuestra propia incomprensión como una especie de escudo, una barrera: si no lo entiendo es porque yo no soy así, porque a mí no me va a ocurrir. Estoy tan lejos de eso que ni siquiera lo entiendo.
Sin embargo, creo que la incomprensión no nos aleja de la violencia de género. Muy al contrario, en algunos casos, lo que hace es acercarnos, hacernos más vulnerables. Yo necesito saber, precisamente para saber cómo protegerme a mí, a mi familia, a mi entorno, y mi forma de saber, o de aprender, es escribir, no ya por la novela en sí, sino por todo el trabajo que debo hacer para poder escribirla.
Pero el conocimiento que puede generar un escritor como yo es muy limitado y particular. Mi campo de acción es la intimidad de mis personajes. Es eso lo que debo reconstruir, porque creo que ese es el terreno de la literatura. Yo no sé cómo se gestan, en general, las relaciones de maltrato ni por lo tanto tengo idea alguna de cómo puede solucionarse, de forma global, un problema como este. Pero sí que he profundizado en cómo se gestó la relación de maltrato entre Alegría, mi protagonista, y Mario, y he intentado escribir una novela que lleve al lector de la mano, desde la primera página hasta la última.
Por supuesto, no haría esto si no creyera que, a partir de lo particular, cada lector, cada lectora, puede extraer su propio conocimiento y transponerlo a su vida, a su experiencia. Esa es, al menos, una de las funciones de la literatura, del arte en general: ayudar a mirar, como decía Galeano. Ayudar a mirarnos, añadiría yo.
En ese sentido, creo que hay que ser muy cuidadosos cuando hablamos de literatura con mensaje, porque generalmente atribuimos al mensaje la condición de respuesta. Sin embargo, yo creo que la buena literatura sirve, como mucho, para ayudar al lector a encontrar las preguntas necesarias para crecer, para mejorar, que es lo mismo que decir para cuestionarse.
El personaje protagonista que da nombre a la novela se configura a través de diversas voces, sacadas de la vida real, de las que te has nutrido para escribirla. ¿Cómo fue el proceso de documentación?
Fue un proceso que me llevó alrededor de un año y medio. Antes de iniciar las entrevistas principales, hubo una fase muy importante de documentación bibliográfica, centrada fundamentalmente en lecturas de no ficción. Dividí los temas en feminismo, violencia de género, violación, maltrato infantil y trastorno narcisista, y leí todo lo que cayó en mis manos. Hubo libros, como los de Alice Miller o Amor y violencia, de Pepa Horno, y por supuesto, todo el trabajo de Leonore Walker, que tuvieron una influencia clara en la novela.
Después llegó la fase de entrevistas a profesionales: desde matronas hasta psicólogos infantiles, pasando por trabajadoras sociales, abogados, fiscal, jueza de violencia de género, policía de seguimiento, orientadoras escolares…
Y, finalmente, con todo lo aprendido, llegó esta tercera etapa, en la que entrevisté a mujeres víctimas de violencia de género, que yo llamaría “de inmersión”. Hay que tener en cuenta que la mitad de ellas tenían una orden de protección en vigor. Llevaban años o meses recorriendo los distintos departamentos de la administración en los que deben repetir, una y otra vez, su historia, pero siempre de una manera finalista, siempre con un objetivo y, por lo tanto, siempre de forma fragmentada.
Por el contrario, mis encuentros con ellas siempre empezaban de la misma forma: Cuéntame cómo era la casa en la que te criaste. Nosotros teníamos todo el tiempo del mundo. Fue crucial crear un espacio en el que todo lo que ellas me quisieran contar se convirtiese, automáticamente, en relevante, solo por el mero hecho de que lo recordasen y lo seleccionasen.
Una vez recogidas estas voces reales, ¿cómo se escribe ficción con testimonios tan duros que muchas veces parecen superarla?
Ojalá la superaran en dureza, pero me temo que no. De hecho, yo tengo un compromiso conmigo y con mis lectores: mis historias acaban bien, dentro de lo que cabe, claro. Porque un día decidí que ya está la realidad para torcernos el brazo y acabar con nuestras esperanzas de la noche a la mañana y que, si la literatura merece un lugar preferente en nuestra sociedad es precisamente por esa capacidad de hacernos soñar mundos mejores sin renunciar a mostrarnos la miseria y el desastre.
Yo no permito que el mal triunfe indiscutiblemente en mis novelas, y me parece una falta de consideración hacia el lector hacerlo sufrir gratuitamente, simplemente porque el autor decide, como un César, poner el pulgar hacia abajo en lugar de hacia arriba. El camino debe ser duro, porque así lo es, pero el final debe dar cabida a la esperanza.
Y decía en la pregunta anterior lo de “la inmersión” porque Alegría es, de algún modo, un trabajo actoral en el que he intentado interpretar a su protagonista buscando en mi interior sus motivaciones para actuar y sentir. Y eso solo ha sido posible, claro, gracias a ese proceso tan intenso, tan íntimo, tan bello, y a la vez tan duro, de inmersión en sus historias.
Alegría es una novela puramente de ficción, y no creo que sea ni una mezcla ni una reordenación de aquellas historias que compartieron conmigo, sino algo completamente nuevo y distinto. Algo que, sin embargo, espero que les permita reconocerse, no solo a ellas, sino al resto de mujeres que alguna vez han sufrido cualquier tipo de maltrato.
La novela narra ocho años en la vida de Alegría. Ocho años que arrancan en la adolescencia, en la década de los 90, y que se prolonga en la temprana juventud. ¿Por qué decidiste ambientarla en esa década?
Pues es una más de las muchas decisiones que, a lo largo del proceso de escritura, se han tomado solas. Yo no iba a escribir la historia de Alegría, sino la de Soledad, su hija. A raíz de las entrevistas me pareció vislumbrar una hipótesis sobre la influencia del vínculo intergeneracional entre madres maltratadas y sus hijas, y la pervivencia de ese patrón en generaciones posteriores.
Es algo que nos preguntamos mucho, ¿por qué esa alta prevalencia de mujeres víctimas que, a su vez, son hijas de otras mujeres víctimas?
Pero me di cuenta de que era imposible escribir la historia de Soledad sin conocer primero un poco, tal vez durante un par de capítulos, la de Alegría. Pero Alegría se resistió a darle paso y se ganó, página a página, su derecho a contar su propia historia de viva voz y no a través de la voz de su hija.
Eso me hizo ubicar la trama en los noventa que, por otro lado, es mi época, la época de la que guardo referentes y recuerdos más intensos, y eso siempre facilita el trabajo de escritura, al menos a mí, que me gusta que todo suceda cerca.
El ambiente en el que crece Alegría es violento, la vida que lleva también lo es. El personaje de Mario parece reproducir, como apuntabas, unos patrones aprendidos en casa. ¿Hasta qué punto crees que los niños que crecen en entornos de violencia la acaban reproduciendo?
Creo que los niños y niñas que crecer en familias desestructuradas por la violencia, que sufren violencia y que construyen su concepción de las relaciones afectivas en un entorno de violencia, tienen mucho más trabajo que hacer, durante su proceso de madurez, para aprender a tener relaciones sanas y libres de violencia.
La ira, la rabia, la frustración, la falta de autoestima, la falta de recursos expresivos que nos permitan comunicarnos, trasladar nuestro interior a los otros para ser comprendidos y, en su caso, ayudados, son problemas con los que todos y todas nos enfrentamos a lo largo de nuestra vida, en mayor o menor medida.
Y yo creo que, en el caso de estos niños y niñas, estos obstáculos son mayores y, en ocasiones, se convierten en auténticas barreras para la construcción de una personalidad sana y plenamente social. Eso no quiere decir que la violencia de género sea un fenómeno que les afecta exclusivamente a mujeres y hombres que perpetúan el patrón de sus padres y madres, en absoluto.
He conocido a mujeres y a hombres que, con muchísimo esfuerzo, han conseguido sanar, reparar los vínculos dañados y crecer como personas buenas y fuertes, y que han logrado, porque así lo han decidido, ser buenos padres y buenas madres, probablemente, rompiendo definitivamente un patrón de violencia que se remontaba a varias generaciones anteriores.
Lo que tengo muy claro es que una gran parte de los problemas que tiene esta sociedad se solucionarían o, al menos, se mitigarían, si dejáramos de pegarle a los niños, y esto incluye ese castigo correctivo del cachete, el azote, y también el insulto, la vejación. Los adultos debemos respetar a los niños para que crezcan sabiendo que el respeto es el distintivo de la madurez, de la adultez.
Sin embargo, en algunos casos crecen pensando que, cuando sean mayores, van a poder gritar, insultar o incluso pegar sin que nadie les riña, que eso es ser adulto, porque eso es lo que ven. Y crecen pensando que gritar, insultar, humillar o golpear, aunque sea ese llamado castigo correctivo, es una forma de manifestar el amor que sobreentienden que sus padres y madres les profesan.
El amor es incompatible con la violencia. Pegar a un niño o a una niña, humillarles, insultarlos, es una muestra de falta de amor, demuestra una merma importante en nuestra capacidad de amarlos.
El abandono escolar de Alegría la desconecta de un mundo que podría ser un trampolín para alejarse de su día a día. ¿Consideras que la educación puede ser una salvación para romper con el determinismo ambiental?
Así es, al menos, en el caso de Alegría. Porque es que ella además tiene muy claro que quiere seguir estudiando, y está muy orgullosa de cómo va, año tras año, a pesar de sus terribles dificultades, pasando de curso, acercándose a ese ideal suyo, también en cierto modo infantil, inocente, de salvación. Y digo infantil porque uno no puede levantar barreras exteriores para protegerse de un enemigo que lleva dentro.
La educación recibida por Alegría había depositado una carga de profundidad en ella que, tarde o temprano, debía detonarse. Y sin embargo, yo comparto su esperanza, su creencia, en que, con ayuda del entorno, ese explosivo podía haberse desactivado a tiempo o, al menos, podrían haberse minimizado los daños.
Pero no es una regla de tres: la educación no es una garantía de protección para la violencia de género. De hecho, en muchos casos, la diferencia educacional entre el agresor y la víctima —en los casos en que esta última tiene estudios superiores, por ejemplo, y el agresor no— puede ser el detonante de la violencia. Y esto se debe a que la ya de por sí escasa autoestima del agresor se ve de algún modo atacada por la brillantez de ella, y eso le lleva a intentar aplastar todo conato de progreso.
Yo creo que la educación es una herramienta más para la autodeterminación personal, para garantizar la independencia y, por lo tanto, un factor que puede favorecer que la víctima no necesite al agresor para construir su propio camino. Y, en términos de violencia de género, cualquier factor que favorezca la autosuficiencia puede ser la diferencia entre la capacidad y la incapacidad para poner fin a una relación de maltrato.
El final, como decías, es abierto y esperanzador. ¿Es una creencia profunda de que un mundo mejor es posible? ¿Una especie de justicia poética al devolver el sentido de la palabra “alegría” a su protagonista?
Como te decía antes, si tengo en mis manos la posibilidad de decidir el futuro de mis personajes, ¿qué podría llevarme a darles el peor de los finales posibles? ¿Por qué hacerles eso a ellos y por qué hacérselo a mis lectores, que llevan cientos de páginas agarrándoles de la mano? Ya está la realidad para cruzarnos la cara.
La literatura debe contribuir a la felicidad. Eso es lo maravilloso de la ficción: que podemos decidir qué es lo que ocurre. Las bibliotecas, las librerías, son depósitos de esperanza y eso es algo que los lectores y las lectoras sabemos bien, y valoramos como un tesoro.