Juan Antonio Bardem (1922-2002) tuvo una trayectoria artística meteórica. Recién salido del Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, el éxito de Bienvenido Mr. Marshall (1953), con guion suyo, le permite realizar su primera película en solitario: Cómicos (1954). Siguieron una intranscendente comedia y Muerte de un ciclista (1955), que lo propulsó brutalmente a la fama internacional.
Cannes le concedió el Premio de la Crítica. La revista Arts lo eligió como uno de los diez mejores realizadores del mundo. Los Cahiers alabaron su maestría técnica, su sinceridad moral.
Encima, fue encarcelado por delito de opinión durante el rodaje de Calle Mayor, con lo cual las protestas no se harán esperar, y tanto París como Roma organizaron manifestaciones pidiendo su liberación: estamos a mediados de los 50 y Juan Antonio Bardem era ya un semidiós del celuloide y uno de los héroes más celebrados de la izquierda europea.
Tres años después le llegó su Waterloo. Nadie entendió las Sonatas. Los sacrosantos Cahiers du Cinéma lanzaron la primera piedra: «¡Bardem está muerto!». Siguió una improcedente lapidación mediática, y el creador madrileño entró en crisis.
Durante los sesenta, pese a todo, se mantiene a flote. Con Nunca pasa nada parece que resurge. Pero en Pianos mecánicos el declive resulta innegable. Y Varietés fue ya una abominación donde Bardem se autoparodia y, sustituyendo a la estupenda Elisa Christiane Galvé por Sara Montiel, firmó una de las más bochornosas autonegaciones de la historia del cine. Se dice en su propia película: «El mayor talento es saber retirarse a tiempo». Los héroes románticos, o mueren, o parecen condenados a desdecirse con la edad.
Posiblemente, Bardem no midió bien sus fuerzas.
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Pero ese derroche de energía nos ha dejado, con todo, dos incontestables obras maestras, cuya fuerza arrolladora desbordó incluso el corsé moral e intelectual de la censura.
Aun amordazadas, Muerte de un ciclista y Calle Mayor hablan con la violenta claridad de la verdad. Sus méritos me parecen, visto desde la distancia, incontestables. Su autor demostró tener un instinto dramático infalible y encontró en cada momento el diálogo, el gesto y el plano precisos para destacar la emoción deseada.
Juan Antonio Bardem tenía una sólida cultura cinematográfica, y suficiente solvencia técnica para resolver cualquier problema narrativo. A ello se añadía la intuición para captar la sensibilidad de su época y una extraordinaria capacidad de estructuración.
Sin duda, esto último fue su rasgo más admirable: Bardem era un racionalista convencido. Sabía que la realidad resulta ininteligible, si no se la ordena críticamente, y su férrea construcción distingue sus obras de otro tipo de películas realistas más abiertas, como las de Rosellini, que tanto gustaban a Bazin.
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Insisto en que Calle Mayor me parece su obra más lograda. Yo encuentro en ella un equilibrio perfecto entre forma y contenido. Estimo que todos los elementos de la ficción cinematográfica están magníficamente articulados para hacer perfectamente inteligible una trama de una jugosa profundidad moral.
El propio Bardem ensalzaba la importancia de sus contenidos: «El estilo no está solo en la manera de realizar; también está en los temas escogidos», «La falta de contenido riguroso y ordenado produce un esteticismo absurdo».
En su idealismo extremo, llegaba incluso a considerar que, en ocasiones, el verdadero autor de una película fuera, de hecho, el guionista. Esta preocupación por producir un arte absolutamente diáfano e universalmente comprensible, hizo que Calle Mayor resultase profundamente satisfactoria, tanto para el espectador de a pie como para el cinéfilo más exigente. En ese sentido sigue siendo ejemplar.
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Las mejores cualidades intelectuales y técnicas no sirven, no obstante, de gran cosa, si el artista no tiene además un profundo conocimiento de la naturaleza humana. Y eso no se aprende en ninguna escuela.
El Bardem de Calle Mayor puede preciarse de ser de esos contados artistas con un oído perfecto para descifrar hasta los murmullos más imperceptibles del alma humana. Una cualidad a la que se añade la característica, hoy muy criticada, de ser un artista profundamente didáctico.
Esta obra, en efecto, es la crítica explícita de un moralista machacón, aunque esencialmente ambiguo, como son todos los moralistas, puesto que para poder criticar un vicio hay que haberlo conocido bien.
Calle Mayor nos habla de gente que se aburre. Un grupo de provincianos ociosos, que forma su particular «guasa club», y cuya víctima es, lógicamente, el prójimo más débil; en este caso una infortunada solterona llamada Isabel.
La crueldad del asunto, fruto de un ingenio sainetista, resulta típicamente hispana. En este país, ya se sabe, uno se ríe de todo menos de uno mismo.
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He leído la obra de Arniches. La señorita de Trévelez es buena; pero Calle Mayor es mejor. En Arniches todavía hay demasiado artificio vodevilesco, y eso desvirtúa la seriedad de su reflexión. Bardem, por el contrario, depuró la trama, limitándola al mínimo imprescindible para que su narración tuviera una articulación coherente.
Arniches se redimía con una moraleja contundente: el autor de la broma es «el espíritu de la raza, cruel, agresivo, burlón, que no se ríe de su propia alegría, sino del dolor ajeno», explica.
En cambio, Bardem dirige la esencia crítica del argumento contra la amodorrada sociedad franquista de la posguerra.
Acaba la película, y uno se queda con el tedio insoportable que enloquece a los jóvenes, la monotonía perpetua de los paseos por la Calle Mayor y la presencia luminosa de Betsy Blair en medio de tanto asco incoloro.