«La buena música, no solo se escucha,
es como una alucinación”
Iggy Pop
Es uno de los arranques más adrenalínicos de la historia del cine. Ewan Mc Gregor corre por las calles de Edimburgo, perseguido por dos seguratas mientras una voz en off acelerada enumera: «Elige la vida. Elige un empleo. Elige una carrera. Elige una familia. Elige un televisor grande que te cagas. Elige lavadoras, coches, equipos de compact disc y abrelatas eléctricos. Elige buena salud, colesterol bajo y seguro dental. Elige hipoteca a interés fijo. Elige un piso piloto. Elige a tus amigos. Elige ropa deportiva… ».
Es Trainspotting (1996), la adaptación de la novela de Irvine Welsh y el segundo largometraje de Danny Boyle. Y suena de fondo Lust for life, canción que da título al disco homónimo de Iggy Pop: su segundo álbum en solitario y uno de los mejores de su carrera.
No cabe mejor tema para presentar a «la Iguana». Inspirada en la película de Minnelli sobre Van Gogh, la canción concentra toda esa energía vitalista que caracteriza al mejor Iggy, un deseo feroz de sentirse pletórico y entusiasta hasta la locura. Y es que Iggy, no nos engañemos, nunca fue un intelectual. Quien busque profundidad, que se vaya a Nueva York. A su lado, Lou Reed parece un filósofo noruego.
Iggy Pop es puro vitalismo desenfrenado. Su mensaje está en su música, en su lenguaje corporal. Es un animal escénico y no se le puede entender sin verlo contorsionarse espasmódicamente, en pleno éxtasis, sobre un escenario. Sus movimientos son una mezcla imposible de los arrebatos dionisiacos de Morrison y los contoneos de Jagger.
Delante de un público, esta bestia del rocanrol se desata, y entonces cobra pleno sentido la música. Su físico es perfecto. Si a eso le añadimos los ojos desorbitados de Johnny Rotten, tendremos una idea aproximada de lo que es la Iguana en directo.
Podría ser el padre de Anthony Kiedis de los Chili Peppers (por lo musculoso) o de Billie Joe de Green Day (por la mímica) y parece lo que es: un semidios del punk que para cuando se estrena la película de Boyle, tras treinta años de desfases salvajes, ya ha tenido tiempo de instalarse en el panteón musical y de transformarse en un icono vivo, el yonki maravilla cuyo póster es venerado por Ewan Mc Greggor en su cuarto.
I’m a street-walking cheetah with a heart full of Napalm/ I’m a runaway son of a nuclear A-bomb. [Search & destroy]
Para entonces Iggy está más allá del bien y del mal y se le rinde un culto que la película reavivó en nuevas generaciones. Pero esto no siempre fue así. Su leyenda no se construyó en un día y para entender su evolución hay que retrotraerse al caos iletrado de los Stooges y a los finales de los sesenta, a los tiempos de No fun to be alone y del primer disco.
Tengo delante la carátula del elepé. Se les ve a los cuatro, muy serios, uno detrás del otro. Con el pelo casco de la época y las inevitables chupas de cuero. La misma estética que sus primos hermanos neoyorquinos los Ramones.
Los Stooges fue la primera y la única banda verdadera que tuvo Iggy. La formó con los hermanos Ron y Scott Asheton. De entrada, fueron un grupo experimental que tocaba pegando batidoras llenas de agua a los micrófonos. Eran los años de la sicodelia. En el primer concierto, en Halloween del 67, Iggy se peleaba con una guitarra hawaiana de cuerdas mal afinadas y Scott, el batería, con dos bidones de petróleo vacíos que aporreaba con mazas. Enseguida quedaron solos y comprendieron que así no llegaban a ninguna parte.
Medio año después ya telonean a Blood, Sweat & Tears. Entremedias han aprendido cuatro o cinco riffs pegadizos. Scott sigue con los bidones pero los toca como bombos y aunque utilice varas de majorette en vez de baquetas, aquello es otra cosa. Ron se ha pasado a la guitarra e Iggy se descamisa para berrear como un poseso. Sus mensajes verbales son tan incongruentes como sus movimientos, y el efecto es absoluto. Salvaje, provocativo, hay algo de radicalmente nuevo y perturbador en este energúmeno.
Y va en serio: el 11 de agosto del 68, teloneando a Jagged Edge, Iggy es detenido por exhibicionismo. Se le rompió el pantalón y sacó a relucir su miembro. «¡A la mierda, voy a volver loca a esta gente y van a recordar esto toda su vida! Me puse a gritar, a retorcerme, a dar vuelvas y a saltar. ¡Libertad total!». La multa fue de 41 dólares. La notoriedad, inmensa.
El bueno de Iggy lo tenía claro: «¡Lo que queríamos era cargarnos los sesenta!». Para ello cuentan con una arrogancia diabólica, energía ilimitada, descaro creativo. Sus conciertos duraban 40 minutos y su vocabulario se limitaba a 50 palabras. «Este tío es un deficiente mental», observaron muchos.
Y a juzgar por la masoquista Quiero ser tu perro, donde repite sin parar la misma frase, no se les puede echar en cara. Por lo demás, raro era el espectáculo donde no acabara por mostrar las bellezas de su entrepierna. Una costumbre que mantuvo incluso durante las grabaciones en estudio. «Por supuesto que me desconcentraba», confesó Steve Albini, su productor.
Toda la nueva filosofía se plasma en el primer disco de los Stooges, un debut tan irregular como atractivo. En lo musical era un universo a medio camino entre los Doors y los Ramones, entre la rayadura tántrica de We will fall, donde el exVelvet John Cole toca la viola, y el anticipador muro compacto de I wanna be your dog. El álbum, un fracaso comercial, ha quedado para la historia como el primero, junto con el de MC5, de la nueva hornada punk. No fun fue versionada por los Sex Pistols.
Y es que los Stooges, los MC5, los Troggs, los New York Dolls y, sobre todo, los Ramones estaban sentando las bases de lo que sería el punk-rock –un estilo insultantemente básico y primario– una antorcha que retomarán al otro lado del Atlántico bandas como los Pistols, los Clash, los Buzzcocks, Generación X o los Stranglers. El resto es historia. Cuarenta años después aún escuchamos sus alaridos.
Arropado por el ambiente, la banda grabó el mucho más sólido Funhouse (1970), para mí su mejor elepé y uno de los más contundentes de la generación protopunk. De él escribió el crítico Nick Kent: «Era una auténtica música tipo El corazón de las tinieblas, en el sentido clásico Kurtziano, y mucho más abajo en el río de no retorno, sónicamente hablando, que su debut». Más roquero que el primero, menos dubitativo, limpio de tantrismos, mantenía el gusto por la crudeza y buscaba recrear la energía del directo.
De hecho, grabaron su repertorio de canciones en el orden en que las tocaban. Puro Stooges. Una macarrada excitante, salvaje, con un saxo imposible de mejorar y un Iggy cada vez más sicótico cantando o bramando “I’m loose”, a pleno pulmón. La furia vanguardista culmina con el ruido volcánico de “L.A blues”, el «tema» que cierra el trabajo.
Una vez más el éxito escapa a Iggy que, decepcionado, rompe con su discográfica y graba con David Bowie el notable Raw power (1973), de sonido más sucio y callejero: será el disco favorito de Kurt Cobain. La mejor recepción no impidió que los problemas personales –discusiones sobre quién debía fregar los platos en la destartalada granja que compartían en Ann Arbor, los problemas con las drogas– separasen a la banda.
Iggy fue el peor parado: acabó ingresado en un hospital siquiátrico de Los Ángeles, que será de donde lo saque, cinco años después, su amigo Bowie para llevárselo a Berlín. Es la época en la que harto de su personaje de Ziggy Stardust, el «camaleón» necesita el anonimato berlinés para reconstruirse.
Nightclubbing we’re nightclubbing
We’re what’s happening…
Eso cantaba Iggy en Europa, mientras que en entrevistas se desquitaba con la novia de su etapa anterior: «La culpa de todo la tuvo Nico. Ella fue quien me enseñó, cuando era un escuálido e ingenuo renacuajo, cómo comer coños, y también todo sobre los mejores vinos alemanes y champanes franceses».
Cuando se deshicieron los Stooges, Iggy se sintió huérfano y aunque a partir de entonces colaboraría con infinidad de músicos, siempre dijo que nunca volvió a sentir lo mismo. Pese a convivir bajo el mismo techo, Bowie era otra cosa, «mi amigo, no mi familia». «Bowie me enseñó a aceptar compromisos»: así lo manifestaba en un programa de televisión a finales de los 70 en el que aparece hiperactivo, incapaz de quedarse quieto dos segundos, de mantenerse sentado o de responder normalmente a una pregunta. En otra cadena declaró: «Busco extender mi fama, que aparezca cuanto más mejor mi nombre en letra impresa». Más Bowie.
La colaboración con Bowie resultó tremendamente fructífera e Iggy, que ya se había adelantado a los setenta, se adelanta también a los ochenta. En el 76 graba The idiot, con la participación como productor de Brian Eno. Es notorio que Bowie subsistía entonces a base de leche y cocaína, no creo que la dieta de Iggy fuera más variada. Ninguno se había hecho aún vegetariano. Pero el cóctel funcionó, y además de The idiot, Iggy saca (¡el mismo año!) Lust for life, un enérgico canto al optimismo que lo resucitó de sus cenizas.
Para comprobar el cambio de registro, basta con comparar al friqui trajeado, pálido y ambiguo, de la carátula de The idiot (un sosias de Bowie) con al tipo sonriente y saludable, con pelo corto y aspecto de no haber roto un plato en su vida, en portada de Lust for life. La Iguana parece dispuesta a seguir al Camaleón por los vericuetos de la comercialidad más relamida. Lo canta en I wanna live:
I’m better than a Pepsi
I’m cooler than MTV
Un guepardo, una hiena, un mosquito loco, un caballo en plena salud, un ciervo, un lobo hambriento, un lagarto. Muchas de las personificaciones de Iggy en sus canciones eran tan animalescas como su propia presencia escénica. Su personaje icónico, siempre con el torso imberbe al descubierto, quedó fijado desde los setenta y durante los ochenta se mantuvo vivo gracias a unos directos que se convirtieron en uno de los grandes espectáculos del rock, a la altura de las de frontmen legendarios como Jagger.
Tras sus flirteos con el sonido ochentero y el éxito planetario de China girl, popularizada por la versión de Bowie, en los noventa llegó su mayor hit personal, Candy, una balada preciosa, extraída de su disco Brick by brick (1990), donde encontramos al Iggy más asimilable acompañado por ese pedazo de cantante que es Kate Pierson, de los B-52’s. Pero pronto se cansa de compromisos y recupera su estética más salvaje y roquera con American Caesar (1993), donde colabora con el mismísimo Henry Rollins. La acogida de fans y de crítica es inmejorable. Iggy ha alcanzado el punto álgido de su carrera, que a partir de ahí entra en un claro declive, de disco en disco, hasta tocar fondo con The weirdness (2007), la inesperada y fallida reunión de los Stooges.
Ya lo pronosticó en su día Lou Reed: «Iggy es estúpido. Muy dulce, pero muy estúpido. Si nos escuchara a David (Bowie) o a mí, si preguntara de vez en cuando… Se está ridiculizando a sí mismo, y cada vez va a peor y a peor». En un intento por volver a las raíces, Iggy y sus antiguos compañeros de banda se autoparodian en un elepé tan innecesario como irrelevante. Iggy ya no es nuestro perro, sino nuestro amigo, y nos explica cómo los Stooges luchan contra la pobreza en secreto y otras banalidades por el estilo.
No es que haya sido nunca un letrista excepcional, pero aquí se excede a sí mismo. El experimento prueba que no se puede volver atrás en el tiempo y que los viejos roqueros sí que mueren. Iggy y los Asheton disfrutaron ejerciendo de sacerdotes en su propio funeral.
No contento con ello, en el 2009 Iggy Pop reniega de sus raíces y publica Preliminaires, un disco lleno de influencias jazzísticas (!), inspirado en una novela de Houellebecq, y por primera vez en su vida reconoce estar cansado:
«Es que empiezo a tener una cierta edad. Mira, digo esto sin ninguna clase de dramas: tengo sesenta y dos años, ya no soy un crío, y me gustaría grabar discos de alguien con esta edad. Yo no quiero que la gente piense que soy una parodia de mí mismo. Ok, ya lo sé, hay otros artistas que pasan de los sesenta e intentan seguir haciendo lo mismo, grabando discos de rock salvaje una y otra vez, pero te diré una cosa: no me lo creo, les noto cansados».
Y así llegamos al presente. En abril 2021 Iggy Pop cumplió 74 años (!). Ha publicado tres discos más que ya ni he escuchado. Es de suponer que cuando sople las velas estará rodeado de sus amigos: Justin Timberlake, Johnny Depp, Billie Joe Armstrong o Madonna. Me imagino que no los recibirá descamisado, y que en la intimidad se pondrá sus gafas de vista cansada. Es difícil imaginar qué pasará por su cabeza.
Me encuentro un vídeo suyo de los últimos años en Youtube y mi hijo se acerca a mirar por encima de mi hombro.
– ¿Qué hace ese viejo vestido con pantalones transparentes?
Estoy a punto de darle una lección de historia. Pero por su expresión entiendo que para él los Beatles, los Rolling, los Pistols, todo ello es historia antigua. Lo único que quiere saber es por qué un tipo tan arrugado se contonea como un adolescente en celo.
– Es Iggy Pop. Una estrella del rock.
Él se queda mirando a ese sesentón con las muñecas y los codos vendados y aspecto de carcelario en portada de otro disco sobre la mesa.
– Mola –dice por fin.
Parece que la vieja droga todavía funciona.