En esta tercera entrega de la serie sobre La edad de la penumbra. Cómo el cristianismo destruyó el mundo clásico (Taurus, 2017), de la ensayista Catherine Nixey, Bernat Castany centra su atención en la destrucción del legado cultural grecolatino; la criminalización y exterminio de la filosofía; la estigmatización del concepto de corporalidad clásico; y la política represiva de “desinfección” de la literatura helenística y romana con el fin de imponer la pedagogía del fundamentalismo cristiano.
[Ver las cuatro entregas de esta serie]
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III.- Tercera fase
§ La destrucción de un legado cultural. Pero no bastaba con destruir física, social y legalmente el mundo clásico, que los cristianos insistían en llamar pagano, era necesario acabar también con su legado cultural. Lo cual no resultaría fácil, debido al prestigio que poseía, incluso entre los padres de la Iglesia.
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§ Contra la filosofía. La demonización de la filosofía fue una de las tareas fundamentales que llevó a cabo el cristianismo. Según afirma Luc Ferry, en Vencer los miedos, el cristianismo destronó a la filosofía de su primera y más noble misión: la de salvar a los hombres del miedo y la tristeza, sin recurrir a la ayuda de un ser supremo, esto es, la de fungir como una soteriología laica. No es extraño, pues, que el cristianismo viese a la filosofía como un peligroso competidor y decidiese, si no acabar con ella, por lo menos someterla, tal y como expresó en el siglo XI Pedro Damián, con su tristemente célebre «philosophia ancilla theologiae» (‘la filosofía es la esclava de la teología’).[i]
Juan Crisóstomo, que nunca decepciona, dice, en su Homilía sobre los primeros Corintios, que la filosofía pagana es una locura y una enfermedad.
Según afirma Agustín, en La ciudad de Dios (18 37), los griegos “no tienen motivo alguno para hacer apología de su sabiduría”. Además, para Agustín, el hecho de que no existiese acuerdo entre los filósofos era una razón fundamental para rechazar la filosofía antigua: “la ciudad impía se preocupó de seleccionar estas casi innumerables disensiones de los filósofos, de probar y admitir unas y rechazar y reprobar las otras.” (Ciudad de Dios, 18, 41).
Al parecer, el de Hipona no podía comprender que el desacuerdo era una condición de posibilidad del conocimiento, ya que es a través de la argumentación y la competición que se avanzaba en el conocimiento.
Nuevamente, el cristianismo se reveló enormemente efectivo. En el siglo IV d.C., Juan Crisóstomo celebraba, en su Homilía segunda sobre el Evangelio de Juan, que los escritos de “los griegos todos han desaparecido y han sido destruidos”, y en De la misma verdad, exclamaba exultante: “¿Dónde está Platón? ¡En ninguna parte! ¿Dónde Pablo? ¡En boca de todos!”.
Agustín de Hipona también celebró que las opiniones de los filósofos epicúreos “han enmudecido ya de tal modo que (…) si ahora surge una secta del error contra la verdad, es decir, contra la Iglesia de Cristo, no osa presentarse en batalla, sino cubierta con el nombre de cristiana” (Carta 118.3.21).
Y, según Teodoreto, “esas fábulas elaboradamente decoradas están completamente proscritas. ¿Quién encabeza hoy la herejía estoica? ¿Quién salvaguarda las enseñanzas de los peripatéticos?”, para concluir que, afortunadamente, “toda la tierra bajo el sol ha sido cubierta de sermones”. (Tratamiento de lasenfermedades griegas, 5.64-66).
Según afirma el historiador Amiano Marcelino, en su Historia del Imperio Romano, a finales del siglo IV se produjeron cacerías de filósofos en las que “se preparaban los potros, se traían pesos de plomo, cuerdas e instrumentos de tortura y, entre el sonido de las cadenas, comenzaban a resonar por doquier las voces horrorosas y truculentas de los que realizaban estas funestas tareas, que decían: ‘Apresa, encierra, ata, mata’” (29.1.23). En muchas ocasiones, los saqueos y las torturas no eran suficientes, y se quemaron y decapitaron a varios filósofos.
Finalmente, en el año 529 d.C. se promulgó una ley que prohibía enseñar a los filósofos, aquejados “de la locura del paganismo”: “Además, prohibimos que enseñen ninguna doctrina aquellos que se encuentren afectados por la locura de los impíos paganos [de modo que no puedan corromper] las almas de los discípulos” (Código justiniano, 1.11.10.2).
Dos años después, los últimos siete filósofos de la Academia saldrán de Atenas, tras más de mil años de historia ininterrumpida.[ii]
Pero no solo los filósofos de la Academia sufrieron los embates del cristianismo, sino también, o, sobre todo, los epicúreos. Lo cierto es que, a diferencia del estoicismo y el platonismo, que todavía podían ser reciclados, como de hecho lo fueron, por el cristianismo, el atomismo, el hedonismo y el ateísmo, o cuasi-ateísmo, epicúreos eran totalmente incompatibles con la nueva religión.
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§ Contra la corporalidad grecolatina. El cristianismo también desmantelará la vivencia grecolatina de la corporalidad. Y no podía ser de otro modo, ya que los padres de la Iglesia acabaron presentando el cuerpo como la contrapartida mundana, y por lo tanto demoníaca, del alma.
No se trata, claro está, de que en el mundo clásico no existiesen prevenciones y restricciones en lo que respecta a la sexualidad o a la alimentación.[iii] Sin embargo, su relación con el cuerpo parece haber sido mucho más libre, natural y sana.
Pensemos, por ejemplo, en la fiesta de la Liberalia, que se celebraba el 17 de marzo, y que era un festival en el que los ciudadanos romanos festejaban la primera eyaculación de un niño, mientras que ese mismo día el cristianismo pasará a celebrar el día de san Ambrosio de Alejandría, quien se habría castrado a sí mismo a la mayor gloria de Dios.
Pensemos también en Galeno, quien llegó a afirmar, en Sobre las partes afectadas (6.5), que el sexo y los orgasmos eran beneficiosos para la salud de la mujer. En Ovidio, que cifró en sus escritos una idea muy liberal y técnica de la sexualidad [iv]. Y en un mosaico descubierto recientemente en Antioquía, donde puede verse “un esqueleto reclinado, con una copa en la mano y un ánfora de vino cerca”, cuyo lema, a pesar del parecido de la escena con el género de las “postrimerías”, a lo Juan de Valdés Leal, no busca desvalorizar la vida (in ictuoculi, vita punctumest), sino, antes bien, urgir a su disfrute: “Sé alegre. Disfruta de la vida”.
El cristianismo, en cambio, concibió el cuerpo como una cárcel demoníaca de la que el alma debía escapar mediante un ejercicio o ascesis de autonegación y mortificación. Así, frente al mundo grecolatino, que, siguiendo el meden agan, o ‘nada en demasía’, buscaba atemperar las pasiones, sin negarlas, por ello, el cristianismo buscará directamente su represión, o eliminación.
Algunos de los primeros cristianos, llevados por sus sueños apocalípticos, llegaron a considerar que, en vísperas del fin del mundo y del inicio de la eternidad, el sexo ya no volvería a ser necesario: “¿Qué necesidad había, pues, de la torpe, caótica e impredecible reproducción humana? La vida eterna hacía que la reproducción resultara superflua”.
Clemente de Alejandría afirmará, en su Pedagogo, en el que pretendía “describir brevemente el comportamiento que debe seguir, a lo largo de toda su vida, aquel que se llame cristiano” (2.1), que “debe cortarse de raíz el placer vergonzoso” (3.9), o culinario (2.1).[v]
Por su parte, Juan Crisóstomo, en su homilía Sobre las estatuas (XV, 4), recomendará asistir a funerales como un ejercicio mediante el cual recordar que esta vida no es más que vanidad de vanidades: “¿Es mejor ir donde hay llanto, lamentación, y gemidos, y angustia, y tanta tristeza, o donde se encuentran la danza, los címbalos, la risa, la comida y la bebida?” Y responde: “¡Donde hay llanto, claro que sí!”, porque allí es más probable que exclamemos: “¡No somos nada, y nuestra maldad es inexpresable!”.
También se criticaron y prohibieron los baños, donde se conjugaban demasiados placeres, corporales (masajes, sexo, comida, ejercicio), sociales (charla, negociación, cotilleo) y espirituales (conversación filosófica, poesía, arte). Y se celebró como un ideal el ser un “alouisa”, esto es, un “no lavado”, porque, como dijo Jerónimo en su Carta 14.10: “¡El que se ha lavado una vez en Cristo no necesita volverse a bañar!”
Por supuesto, también se denunció y luego se prohibió la homosexualidad masculina, hasta el punto de que, en el siglo VI d.C., el emperador decretó que se les amputarían los genitales a todos aquellos que fuesen descubiertos cometiendo el pecado nefando, lo cual causó no pocas muertes.
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§ El último raspado. La impronta de la cultura grecolatina era tan fuerte que no bastaba con destruir su soporte físico (templos, estatuas, libros, teatros) o social (leyes, costumbres, fiestas). La verdad es que los mismos padres de la iglesia se veían amenazados por su propio amor por la cultura grecolatina, que sentían que debían combatir del mismo modo que combatían todas las demás pulsiones vitales.
Recordemos, por ejemplo, el caso de Jerónimo, padre de la filología y la hermenéutica bíblica, cuyo sentimiento de culpabilidad se evidencia en un sueño que narra en la carta 22. 30 de su Epistolario. En él, se hallaba frente al juez supremo, que le acusaba de haber amado demasiado a Cicerón, y lo condenaba, diciendo: “Mientes, eres ciceroniano, y no cristiano. Allí donde está tu tesoro, allí está tu corazón”.
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§ En el principio fue el logos. Pero el cristianismo no podía prescindir totalmente de la herencia grecolatina. Por esta razón buscó traducir o adaptar lo poco que quedaba de ella a sus propios términos. Los padres de la Iglesia se ocuparon de cristianizar todas aquellas ideas filosóficas que no habían sido totalmente destruidas (como había sucedido, en mayor o menor medida, con el epicureísmo, el cinismo o el escepticismo).
Así el logos estoico, que ya había sido cooptado por Juan al inicio de su evangelio, donde el “verbo” de “en el principio fue el verbo” recoge el “logos” del estoicismo, violentando la concepción que este tenía del universo como un ente eterno, increado, material y regido por una lógica impersonal e inmanente.
Incluso el platonismo, que era mucho más fácilmente cooptable, tuvo que ser deformado para que la doctrina cristiana, que pretendía ser una revelación divina, no pareciese un mero desarrollo de una filosofía griega. No es extraño, pues, que Justino Mártir llegase explicar los parecidos existentes entre el platonismo y el cristianismo apelando al hecho de que Platón habría leído el Pentateuco en uno de sus inexistentes viajes a Egipto. (Apología, I. 46).
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§ Desinfectando la literatura clásica. En su Carta a los jóvenes sobre leer literatura griega, san Basilio tratará de hallar un modo de frecuentar la literatura grecolatina sin contaminarse con su carácter peligrosamente libre y alegre: “no debéis seguir sin más a estos hombres allí donde os guíen, como confiándoles el timón de la nave de vuestro discernimiento, sino que, aceptando cuanto de ellos es útil, sepáis también qué es preciso descartar”, no vaya a ser que al leer las obras de Homero, Esquilo o Virgilio, “por la placentera seducción de las palabras, recibamos inadvertidamente cosas malas, como los que toman algo venenoso mezclado con la miel”. (§ IV, cit. en 153)
Pero no todo eran remilgos sexuales. Lo más importante era ignorar a los grecolatinos cuando hablaban de sus dioses: “especialmente cuando se refieren a ellos diciendo que son muchos”, o cuando los presentan como demasiado humanos, llorando, riendo o haciendo el amor (§ IV), cosa que hacen de manera constante. Pero como no se puede fiar todo a la prudencia de los individuos, lo mejor iba a ser eliminar grandes partes del canon clásico.
Según Nixey, la influencia del ensayo de Basilio en la educación occidental fue profunda: se leyó, releyó y copió fervientemente durante siglos, y tendría un efecto crucial en lo que se leía, estudiaba y preservaba en las escuelas de Bizancio. Por si esto no fuese suficiente, su influencia perduró en la edad moderna gracias a los jesuitas, quienes “la incluyeron en su programa de estudio, la ratio studiorum, por lo que tuvo una gran influencia en la educación jesuita en todo el mundo”.
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§ Cambiando de tema. Pero no solo se destruyeron libros, se omitieron fragmentos o se glosaron textos,[vi] sino que también se eliminaron temas y registros.
Juan Crisóstomo, por ejemplo, recomendará, en su Homilía sobre las estatuas (XV, 10), que no haya erotismo, aunque él hable solo de “fornicación” (pues la mujer hermosa es una trampa terrible), que no haya risa (pues “a menudo da lugar a un lenguaje obsceno”), que no haya conversación (pues la charla libre es “la raíz de males posteriores”), que no haya teatro (pues estimula en exceso la imaginación), y que no haya filosofía (pues Pablo de Tarso ya estableció que “la sabiduría de este mundo es necedad para con Dios”, Corintios I, 3:19).
Otros temas eran más recomendables, como, por ejemplo, el desprecio de la vida, el temor de dios o la omnipresencia del demonio.
Para corroborar esta sustitución en los temas, Nixey analiza el índice de una colección de los sermones de Juan Crisóstomo, donde se encuentra por todas partes con la palabra “miedo” (“necesario para los hombres santos”, “un escarmiento por la despreocupación”, “despierta la conciencia”, “al infierno provechoso”…), mientras que la palabra “felicidad” solo aparece en una ocasión, y, además, relacionada exclusivamente con Dios (“felicidad solo en Dios”).
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§ Pedagogía del terror. El miedo fue uno de los grandes temas, y efectos, de la nueva cultura cristiana.
La intensidad religiosa también había existido en Grecia y Roma, claro está, y hay quienes vivieron abrumados por el miedo a los dioses. Pero esta era, en general, una pasión privada. Por otra parte, si bien es cierto que en todas las culturas ha existido el miedo y la ansiedad, sus causas y formas varían de una a otra.
En la nueva sociedad cristiana post-clásica, el miedo se erigió en el origen de toda virtud y de toda salvación. En Proverbios, 9, 10, se dice que “el temor de Jehová es el principio de la sabiduría” y en Salmos (128, 1-6), toda la fortuna del hombre “es la bendición del hombre que teme al señor”.[vii] Por otra parte, según afirmó Agustín, “Ubi terror, ibisalus”, ‘Donde está el terror, está la salud’ (Sermón 279, 4).
Un clásico de la literatura cristiana de terror será el Apocalipsis de Pedro, hoy considerado apócrifo, que fue muy leído en Roma, y que “contaba en sucesivos y nauseabundos versos lo que sucedía en el infierno”: los blasfemos serán colgados de su propias lenguas; los adúlteros, de sus testículos; y los bebés que murieron antes de tiempo, llorarán solos por toda la eternidad… (§ 22, 24 y 26, cit. en 193).
A estos miedos se les sumaba el del panóptico divino. Para los griegos, los dioses tenían cosas mucho más importantes, y agradables, que hacer que estar espiando a los miserables mortales. Para los cristianos, en cambio, Dios no solo nos sigue a todas partes, sino que, además, escudriña en nuestro propio interior: “¿Ocultárase alguno en escondrijos que yo no lo vea?” (Jeremías, 23, 24).
Según afirmó Cipriano en sus Discursos contra los crsitianos judaizantes (§ 56), “el hombre mira el rostro, pero Dios en el corazón”, pues “nada de lo hecho permanece oculto a Dios.”. Según Justino Mártir irá más allá, cuando afirme, en su Apología (I, xii), que “nada, ya sea hecho o solo deseado, puede escapar al conocimiento de Dios [o a su] castigo eterno de fuego”.
Para los griegos y los romanos, el Dios de los cristianos resultaba, además de “curioso hasta la desvergüenza, pues presencia todas las acciones”, “molesto e inquietante”. (Minucio Félix, Octavio, X).
Plinio el Viejo expresó su rechazo en su Historia natural (2, IV): “¿Vamos a creer o vamos a poner en duda que ese ser supremo, sea lo que fuere, asume el cuidado de los asuntos humanos y no se infecta en ese menester tan funesto y variado?”.
Pero el cristianismo ganó la batalla del terror, y logró generar “una clase muy particuar de miedo”. Esto es, y aquí Catherine Nixey cita a Peter Brown, el miedo de “la perpetua ansiedad de una gente que creía que no solo todos sus hechos, no solo todas sus palabras, sino además todos sus pensamientos estaban siendo observados”.
[ii]Nixey cita al líder de este último grupo, Damascio, quien, en su Historia filosófica, afirmó que toda su vida había sido “barrida por el torrente”, y a Páladas de Alejandría, según el cual: “[somos] varones reducidos a cenizas (…) pues ahora todas las acciones están trastocadas” (10.90) y “¿Acaso no hemos muerto y solamente nos parece estar viviendo, griegos? (…) ¿O existimos nosotros cuando ha muerto la vida?” (10.82) Al parecer, Damascio y sus compañeros se fueron a Persia, donde fueron acogidos por el rey Cosroes, del que habían oído decir que amaba la literatura y era estudioso de la filosofía. (237) Pero, una vez en Persia, vieron que Cosroes era un necio cuyo conocimiento de la filosofía se limitaba a “unas cuantas ideas superficiales de literatura”. (Agatías, Historias, 2.28-2.31.2) Finalmente, Damascio y sus compañeros decidirán regresar al imperio romano, si bien no se instalarán en Atenas. Al parecer, “Cosroes utilizó su poder militar para arrancarle a Justiniano la garantía de que los filósofos gozarían de un regreso a casa seguro.” (239) A su regreso, siguieron pensando discretamente, sin renunciar a la filosofía. De sus escritos sólo conservamos algunos fragmentos. Con el tiempo, “la memoria de que existió una oposición al cristianismo desapareció. La idea de que los filósofos pudieron haber luchado con vehemencia, con todo lo que tenían, contra el crisitianismo fue, y aún es, ignorada…” (241)
[iii]Estaba, por ejemplo, prohibido hacer el amor con las luces encendidas. Así que Ovidio juega con los límites en Amores (I, 5), cuando describe en un poema cómo es hacer el amor por la tarde mientras la luz se filtra en el dormitorio por una persiana medio abierta. Es probable que el exilio de Ovidio se debiese a su “carmen et error”, su poema erróneo, que consistiría en haber transgredido en exceso los límites del pudor romano. (Tristia, II, 207)
[iv]“La que destaque por su bello rostro deberá acostarse boca arriba; las que están contentas de sus espaldas, míreselas por la espalda (…) La que es pequeña, que monte a caballo.” (Ovidio, Arte de amar, 3)
[v]Del mismo modo que, para Santa Teresa, Dios se hallaba entre los pucheros, para Clemente de Alejandría es el demonio el que habita las cocinas: “El uso excesivo del mortero era reprobable. Los condimentos se consideraban inaceptables, como también el pan blanco y los dulces, los pasteles de miel, los caramelos, los higos secos… Uno no debía ser como los comilones que se hacen traer las lampreas desde Sicilia…” (Pedagogo, 2.1.)
[vi]En un manuscrito mutilado hallado en Viena se puede leer la siguiente nota: “Aquí, en este libro había trece hojas que contenían obras del apóstata Juliano; el abad del monasterio (…) las leyó, y se dio cuenta de que eran peligrosas, así que las arrojó al mar.” (cit. en 174)
[vii]“Tu esposa como parra fecunda en medio de tu casa; tus hijos como brotes de olivo, alrededor de tu mesa. Esta es la bendición del hombre que teme al señor.” (Salmos 128, 1-6)Cabe concedir que la expresión “temor de Dios” puedeentenderse por lo menos de dos maneras: una, más literal, señalaría al temor de ser castigado por Dios; la otra, más espiritual, apuntaría al temor reverencial o sublime que surge del pensamiento o contemplación de la inmensidad y la omnipotencia de Dios.