Como parte de la serie Apuntes sobre la Coronacrisis, el escritor y docente, Diego Sánchez Aguilar toma como hilo conductor el concepto psicoanalítico del fantasma para reflexionar sobre la pandemia, poniendo de relieve el proceso acelerado de desaparición de Europa, la inexistencia de una idea de futuro y una ciudadanía en el limbo de un presente estancado y vacío. El autor de Factbook. El libro de los hechos (Candaya, 2018) también expresa sus impresiones acerca de la teledocencia, las pantallas compartidas y la nueva normalidad.
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Un fantasma recorre Europa el pasillo de mi casa.
Escribo esa frase. En realidad, es la frase la que se escribe, casi sin mi intervención. La miro como a un insecto que no me permite avanzar. Ese tachón bloquea la escritura.
No, no es la escritura lo que se bloquea: es el análisis, la interpretación, la perspectiva histórica y social que tal vez se espera de mí (o que yo esperaba de mí) cuando me pidieron este artículo sobre mi visión de la pandemia.
La tentación de citar el gastado y parodiado hasta la extenuación “Un fantasma recorre Europa” con que comienza el Manifiesto comunista pierde todo sentido en este presente estancado. Marx y Engels tenían una visión de futuro, y escribieron un manifiesto, porque todo manifiesto habla de un tiempo que ha de venir, hacia el que hay que encaminarse.
Los fantasmas no escriben manifiestos. Se manifiestan, que es un acto de puro presente sin recorrido, sin futuro. Y lo hacen en el pasillo de mi casa, porque Europa no existe.
La ambición de lanzar una predicción sobre el mundo que vendrá, el impulso de glosar o refutar todos aquellos textos que leía en marzo, de Žižek, de Bifo, de Agamben, de Byung-Chul Han…, se diluye en mi voz de fantasma, incapaz de conjugar otro tiempo que el presente.
Tendría que haber escrito este artículo antes, cuando todavía podía creer en el tiempo, en el concepto horizonte y de camino. Cuando había telediarios y periódicos.
El futuro ha desaparecido, como uno de esos trucos en los que se cubre el cuerpo de una persona con una sábana y, cuando el mago la levanta, no hay nada debajo. Solo queda la sábana, agitándose sin forma.
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Un fantasma recorre Europa el pasillo de mi casa.
Repito la frase, la canto hasta que “fantasma” signifique la nada que debe evocar, hasta que se entienda que Europa está cubierta por un sudario.
Este es mi Gran Análisis sobre la crisis del Coronavirus.
Recorro en pijama Europa el pasillo de mi casa. Un pijama, metonimia por contigüidad, es también una sábana blanca.
La sábana blanca se convirtió en forma iconográfica del fantasma durante la Edad Media, porque con ella se preparaba a los cadáveres para velarlos: un sudario.
Un cuerpo, envuelto en una sábana blanca, es la imagen de alguien a quien le han quitado el futuro. Moverse por un pasillo cubierto con una sábana blanca es recorrer un tiempo sin flujo, sin circulación: un tiempo estancado, que terminará oliendo mal.
Recorro en pijama el pasillo de mi casa, huelo mal, porque Europa no existe. El cuerpo, debajo de la sábana, despojado del abrazo o la caricia, deviene síntoma de la muerte.
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Europa, cuando estaba viva, fluía como idea: estado del bienestar, protección social, servicios públicos, justicia social, democracia, derechos humanos.
Nunca se manifestó todo eso. Fue siempre la corriente del progreso, el rumor del futuro, El Proyecto: nunca el presente. Europa ha sido siempre un horizonte, un ingenuo relato que queríamos protagonizar, a cuyo final queríamos llegar, cuanto antes mejor, venciendo todos los obstáculos y antagonistas de la narrativa convencional.
Europa era un manifiesto. Get Europe Done.
Pero, recorriendo los pasillos, Europa era también una identidad, de cuya solidez siempre sospechamos. En la fértil grieta de esa sospecha escribíamos, deconstruíamos la identidad, los automatismos y dogmas de la realidad, con sutiles razonamientos, apoyados en la barandilla de un abismo comentable.
Y, sin embargo, su desaparición debajo de la sábana nos ha dejado perplejos, huérfanos, huecos: los planes de fin de semana, los comentarios irónicos o indignados en Facebook, la conducta ejemplar llevada con orgullo o vanidad…
Europa empezaba cada día con la melodía “Morning Glory” que sonaba en mi móvil Samsung, programada de lunes a viernes, a las 7:00 de la mañana. Así, estridente y urgente, cantaba esa voz del futuro y de mi nombre, llamándome para elegir la ropa adecuada y desarrollar las actividades del día, de la semana, del trimestre.
Ahora me despierto en silencio. Mi perro me lame la mano y me mira fijamente moviendo el rabo como si yo siguiera siendo yo. Me pongo una chaqueta sobre el pijama y lo saco a pasear, envuelto en el silencio del amanecer. Hay también belleza en este silencio que se arrastra desde el sueño hasta la calle y cubre el asfalto y las ventanas. Hay una acústica de pozo, de abismo, de desierto.
El presente es un desierto, y los desiertos tienen esa claridad terrible de lo que es radicalmente ajeno al hombre, a su tiempo y su lenguaje. Desde debajo de la sábana, veo un mundo despojado de nosotros, escucho el mundo sin mí: la brutal manifestación de su indiferencia, celebrada por miles de pájaros, que aguardaban su momento.
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Cuando llego a casa, leo en el periódico las fases de la desescalada y pienso que es un desesperado intento de la realidad por mantener sus privilegios, un simulacro de futuro torpemente improvisado para luchar contra una plaga de fantasmas perdidos en un presente de desiertos, pasillos y ventanas.
Mirad: hemos perdido la ropa, el nombre, Europa y el sonido de los despertadores, pero debemos salvar al menos las semanas, las quincenas, los horizontes cercanos. Recordad que no somos fantasmas: somos hombres, dominamos el tiempo y los ritmos de la realidad. En ellos debemos habitar, porque fuera solo hay silencio.
Abstenerse de acercamientos al budismo y al pensamiento zen, por favor. Amazon sigue enviando paquetes worldwide.
Todo ese sonido de la actualidad me llega ahora amortiguado, velado por la sábana, con un efecto de mascarilla, de escafandra.
La palabra “fase”, la palabra “desescalada”, pertenecen a un idioma que se va olvidando, de no usarlo. Descubro también que “actualidad” y “presente” forman una inesperada, paradójica, pareja de antónimos.
Al principio del confinamiento, antes del fantasma, todavía vivía en la actualidad. Aún no se había manifestado con su silencio aplastante este presente. Recuerdo que abría WhatsApp y leía un bulo tras otro: el respirador en casa de Carmena, las ambulancias en casa de Pablo Iglesias, comparte esta noticia antes de que la censuren, multas por llevar la bandera de España.
Recuerdo que respondía a esos bulos, explicaba las mentiras. Cada vez dolían más, venían con el rostro de amigos, de familiares. Creo que dolían de esa forma sorprendente e insospechada porque dejaban ver cómo una nueva idea de futuro se iba formando: escuchaba las grúas de esa construcción en mis vísceras, en una náusea que me acompañaba todo el día.
El odio fue la última noticia clara y rotunda que llegó del otro lado de la sábana. Colgaba en los balcones, en las banderas de España cargadas con crespones negros usados como armas contra quién. Fui saliendo de todos los grupos de WhatsApp. Una manifestación de gente con armas y banderas norteamericanas pidiendo libertad para salir a la calle, “let the weakest die”, en sus pancartas. Me desinstalé Facebook del móvil. Holanda y Alemania se niegan a…
Dejé de ver telediarios. Ya no veo la televisión. Recorro el pasillo o me quedo sentado, cierro los ojos debajo de la sábana. En mis mejores momentos de ceguera, me digo que hay algo sano en evitar la confrontación sin sentido, en concentrarme en lo que importa (nada). Otras veces sospecho que, simplemente, he desertado. Son demasiados disparos, artillería pesada incesante, en demasiados frentes.
“Saldremos mejores de esta crisis”. Eso también lo leí, en otro tiempo.
La crisis eterna como modelo ideal para justificar una sociedad del control y la explotación: sacrificios, ajustes necesarios. Eso lo escribí también, en otra vida, en una novela de apocalipsis lentos.
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He desempolvado mi viejo reproductor de cds, escucho en bucle discos de los 90, mientras corrijo ejercicios de sintaxis y resuelvo dudas por email.
El fantasma, que tanto se reía del trabajo, de su falsedad esencial, se ve obligado ahora a sesiones diarias de diez horas de teledocencia. Corrige y escribe, rellena documentos burocráticos, contempla pantallas partidas con rostros surgidos desde un ámbito espectral. Está condenado a seguir trabajando, sabiendo, todo el tiempo, que nada de eso importa y que nunca volverá a importar.
Un dedo virtual, sobre el icono de un teléfono rojo hecho de bits, termina la videollamada, instala de nuevo el orden de la sábana, la música y el silencio.
Los nombres de los alumnos a los que respondo emails cada vez están más lejos de sus rostros. A veces escribo pensando en una cara equivocada: no pasa absolutamente nada, no tengo que disculparme, nadie se ríe del error, que no llega a existir.
No hay nostalgia en la música que escucho. Smashing Pumpkins, Nirvana, Pixies, Pavement, Sonic Youth, Nick Cave, PJ Harvey… Solo son canciones, no son recuerdos. No son actualidad, pero son presente, porque suenan ahora. Son buenas canciones, sí. La música abre un tiempo ajeno, que contemplo a través de los agujeros en la sábana, perplejo y agradecido.
No hago bromas en los correos que escribo a mis alumnos. Las hacía en clase, en ese escenario que es un aula y una pizarra y treinta pares de ojos mirándome. Llevaba ropa y zapatos en aquella vida, me vestía para esa representación.
Lo primero que pierden los fantasmas, además del nombre y de la ropa, es el sentido del humor. Recuerdo aquella fórmula: humor = tragedia + tiempo. Pero si no hay tiempo, sino una sábana blanca, entonces solo queda la tragedia. O, más bien, no queda nada.
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Antes, en la era de la Vieja Normalidad, tenía pesadillas, a veces, en las que descubría con horror, con una vergüenza intensa que iba más allá de lo razonable, que estaba en pijama delante de todos mis alumnos.
Eran unas pesadillas angustiosas en las que debía evitar a toda costa ser visto en pijama. Si quedaba expuesto, si yo me revelaba como pijama ante el mundo y mis alumnos, nada volvería a ser lo mismo. Nada de lo que hiciera en adelante, ningún intento por recuperar la normalidad, serviría para nada.
Todavía no se había inventado la expresión nueva normalidad.