Pliego Suelto dialoga con Anna Adell (Blanes, 1972), historiadora del arte, ensayista y documentalista, a propósito de su nuevo libro Atrapados por Saturno. Imaginarios recientes de la melancolía (Casimiro Libros, 2020), una radiografía multidisciplinar del concepto de melancolía y de la depresión desde la época clásica hasta la actualidad tardocapitalista. Adell es fundadora y redactora del magazine Le bastart y autora de los ensayos El arte como expiación (Casimiro, 2011) y Creación y pensamiento hacia un ser expandido (Trea, 2013).
¿Qué te llevó a interesarte por el tópico de la melancolía a la hora de concebir Atrapados por Saturno. Imaginarios recientes de la melancolía?
El libro pone el énfasis en la melancolía contemporánea, analizándola a través del prisma del arte actual, pero no podrían entenderse las implicaciones sociales de este estado de ánimo sin dar a conocer algo de su historia, su genealogía.
La idea fraguó al darme cuenta de la siguiente inversión de términos. El Renacimiento instauró el tópico de que el artista es un ser taciturno y melancólico. Casi fue la condición del genio hasta la modernidad. Un mito que historiadores del arte como Rudolf y Margot Wittkower vendrían a sedimentar con su inventario de vidas atormentadas o excéntricas de pintores renacentistas, barrocos y pre-románticos.
En el arte contemporáneo la ecuación entre artista y sociedad se ha invertido: hoy, es el arte el que toma la temperatura a la sociedad, detecta síntomas de malestar, extrae diagnósticos (no como observador externo, por supuesto, sino desde dentro, siendo afectado).
El arte reciente ha politizado el malestar, pero también otras épocas pueden ser leídas de acuerdo con esta inversión de términos, por ejemplo si estudiamos a Baudelaire (como hizo Walter Benjamin) no ya como artista maldito en busca de paraísos artificiales, sino como un irónico plañidero ante las ruinas del viejo París y un lúcido cronista de la naciente alienación urbana.
Cuando pienso en Saturno, siempre me viene a la mente el cuadro de Goya, y leyendo tu ensayo, en varias ocasiones me he imaginado que la sociedad estaba siendo devorada por varios frentes…
Yo diría que las sociedades melancólicas (como la nuestra) tienden a castrar al padre y devorar al hijo, al modo de Saturno, refugiándose en un paralizante presente.
Saturno, que ya Ptolomeo asoció a la melancolía, se correspondía en la mitología romana con el dios de la agricultura, garante del orden cíclico de las estaciones. El Saturno romano asimilaba los atributos del Cronos griego, un titán siniestro y solitario. La hoz, herramienta de labranza, es también arma asesina.
La irresoluble ambivalencia de su carácter (creador y ordenador del tiempo, pero atorado en un eterno retorno destructivo) puede proyectarse metafóricamente sobre el ethos melancólico contemporáneo y su ruptura con la concepción teleológica de la historia. El carácter melancólico, temeroso del futuro, orbita en torno a un tiempo crónico.
El temperamento saturnino, individual y colectivo, puede asociarse con esa huida del tiempo lineal, del tiempo productivo y acelerado, pero también con la desmemoria histórica unida al descrédito de la idea de progreso.
“El Ángel de la Historia” de Benjamin (así llamó al Angelus Novus de Paul Klee) ilustra bellamente esta relación entre el tiempo y la melancolía: volaba hacia el Paraíso (el Progreso) pero cometió la imprudencia de mirar atrás y quedó petrificado ante el hacinamiento infinito de escombros, de ruinas que su mirada ya no puede aprehender al modo hegeliano como un alineamiento de acontecimientos, de causas y efectos, fugando hacia un mejor mañana.
En nuestro día a día la depresión está muy presente. Tanto que incluso el adjetivo “depresivo” se utiliza de manera extendida en muchos contextos ajenos a la propia enfermedad. ¿Estamos desnaturalizando los males de nuestra sociedad?
El historiador Jean Starobinski cuenta que cuando el neologismo “nostalgia” (nostos=retorno + algos=dolor) entró en la literatura científica, a finales del siglo XVII, hubo una avalancha de aquejados por el “mal del terruño”. Empezaron a vislumbrarse indicios de esta “enfermedad” en comportamientos que hasta entonces no habían recibido atención médica (en jóvenes pueblerinas que emigraban a la ciudad, en soldados que enfermaban en el frente…)
Es decir, la taxonomía que permite verbalizar un malestar también produce ese malestar. Siguiendo a Starobinski, y aplicándolo a la amplia gama de estados depresivos considerados hoy patológicos, contando cada tipo de tristeza con su nicho farmacopeico, cabe preguntarse qué es antes la cura o la enfermedad.
Esta normalización de la enfermedad se alinea, en la práctica, con la medicalización de la vida en general. Existen infinidad de remedios para evitar padecer dolores físicos y psíquicos. ¿Una vida sin dolor es posible?
Lo de paliar dolores físicos, aunque ello conlleve una progresiva intolerancia al sufrimiento, hasta cierto punto es positivo, claro: para qué martirizarnos si la ciencia tiene los medios para evitarlo. Pero hay un precio a pagar porque extirpar el dolor del cuerpo hace menos tolerantes los males del alma. Al menos, desde una visión no dualista.
Así, la filosofía de Epicuro nace de su cuerpo enfermo. Su dolor físico le llevó a idear un credo hedonista basado en la satisfacción de los “deseos naturales”, obviando aquellos sobre los que no se tiene control (como la fama o la riqueza), mismo principio que aplicaba a los temores (a los dioses, a la muerte). Enseñaba a manejar el sufrimiento, no pretendía eliminarlo.
Spinoza, el detractor de las “pasiones tristes”, tampoco proponía erradicarlas, sino desviar, cuando se pueda, los “afectos pasivos” (que disminuyen nuestra “potencia” o capacidad de actuar) hacia los “activos” (que la incrementan).
El pensamiento expresa las afecciones del cuerpo, que varían con cada encuentro, con cada experiencia. Entonces, si el cuerpo vive anestesiado, ¿en qué queda el pensamiento?
Este proceso también entronca, de algún modo, con el concepto de transhumanismo, ¿es posible alcanzar una felicidad absoluta?
Siendo humanos, no es posible, de ahí ese ahínco en alcanzar otro eslabón evolutivo.
El transhumanismo viene a sustituir a Dios incluso en su lenguaje: la “ingeniería celestial”, esgrime David Pearce, “naturalizará el cielo en la tierra”.
La beatitud post mortem que ahuyentaba el miedo a la muerte de los creyentes será sustituida por la felicidad perpetua en una vida casi eterna, eliminando el envejecimiento como si fuera un cáncer. Fármacos perfeccionados, sin efectos secundarios, ofrecerán “gradaciones de bienestar”, y a medida que la investigación genética lo permita el ADN se editará de tal modo que solo existirán sentimientos positivos, enriqueciéndose los sistemas dopaminérgico y serotoninérgico.
Todo esto me recuerda al experimento neurológico al que se somete el matrimonio de la novela Ruido de fondo (Don DeLillo, 1984): una píldora de última generación que inhibe el miedo a la muerte. El ruido de fondo, en la novela, no es solo el de las transmisiones televisivas, los electrodomésticos y las ondas ultrasónicas, sino también el de los temores primitivos, que cuanto más tratamos de esconder más afloran.
Somos una pandilla de hipocondríacos que espera la llegada del Mesías posthumano.
En este contexto que has ido describiendo, ¿en qué lugar quedaría el arte, la cultura, si ya no existieran experiencias fuera de la felicidad?
En ese futuro posthumano, el arte podría ser una droga de diseño más o, lo que ya es en muchos casos, pura decoración.
En esta línea de búsqueda de una vida edulcorada, sin presencia de negatividad, estamos viviendo cada vez una mayor expansión de los libros de autoayuda, las frases motivacionales, la figura del coach… ¿Es una consecuencia de cierta prolongación de la adolescencia?
A la sociedad de consumo le complace demorarnos en una eterna adolescencia, atraparla entre el deseo y la insatisfacción. A medida que los deseos se nos implantan con técnicas publicitarias y tecnológicas cada vez más refinadas, el estado depresivo no se limita a la ausencia de deseo, sino a un no poder dejar de desear sin que nada nos sacie.
Frente a ello, los adolescentes reales a menudo se refugian en autismos grupales como nos muestra Ana Esteve Reig en algunos de sus trabajos videográficos.
Por otro lado, para compensar nuestra docilidad ante las modas y terapias, y la autodisciplina que exige el mercado de trabajo, se ha blandido hasta el desgaste la palabra “empoderamiento”, que ha perdido su potencial político para acabar siendo otra etiqueta canibalizada por los influencers de turno.
El individuo de la contemporaneidad parece definirse con la combinación de hiperacción y apatía. En el libro hablas de la ruptura del termostato social.
Desde la Antigüedad, el temperamento melancólico presenta una clara polaridad: entre la tristeza y el éxtasis (la “manía divina” o furor poético que elogiaba Sócrates en “Fedro”), entre la ofuscación y el don de profecía, entre el embotamiento mineral y el impulso bestial (se vinculaba a la licantropía).
Aristóteles comparaba los grados atrabiliosos (sobrecargados de bilis negra) con las graduaciones etílicas soportadas por cada cuerpo: en su justa medida, tanto el alcohol como la bilis negra otorga lucidez e ingenio, pero el exceso nos hace oscilar entre la locuacidad y el tartamudeo, o entre el llanto y la risa histérica.
El melancólico es aquel que no conoce término medio. Recordemos cómo son representados Demócrito y Heráclito en el arte: el primero se ríe del mundo y de sí mismo, el segundo no puede dejar de llorar ante la miseria humana.
Podríamos trazar una línea continua entre las imágenes clásicas de la bilis negra y las diagnosis modernas relativas a los altibajos entre estados de ansiedad y depresión. Para hablar de la ruptura del termostato emocional que propicia el tardocapitalismo superpongo varias imágenes icónicas de cuerpos desencajados que nos ha legado el arte y la música.
Los dibujos hechos con carboncillo de Robert Longo “Men in the cities” (1980) de jóvenes trajeados convulsionándose en un concierto post-punk (podrían también ser yuppies pasados de cocaína, pura estampa generacional). El baile como de muñeco roto de Ian Curtis al son de sus letras crepusculares. Una video-instalación en la que Aernout Mik escenifica el estado catatónico de agentes de Bolsa tras un crack bursátil (“Intermediarios” 2001, año de los atentados del 11 septiembre). La pintura “Retirado” de Tetsuya Ishida (un trabajador desmontado en piezas y metido en una caja de devolución)…
En ese capítulo, en definitiva, hago oscilar los niveles excesivos de bilis negra entre la euforia neuronal del alto ejecutivo y el “burn out” del “retirado”, entre el “out of control” y el “out of order”, entre la Inglaterra de Thatcher y las consecutivas crisis financieras.
También apuntas la existencia de un desarraigo generalizado en la sociedad. ¿El individualismo se ha cargado a la comunidad? ¿Qué relación existe entre este contexto y la depresión?
El individualismo agrava el cerco narcisista en el que, siguiendo a Freud, se refugian los melancólicos. Por eso, me ha interesado incluir en el libro proyectos que vencen los solipsismos estériles a los que suelen encerrarse los estados depresivos.
En este sentido, es paradigmático el video-ensayo de María Ruido, «Estado de malestar» (2019), que combina poética y protesta, metraje encontrado y material grabado, voces de filósofos como Santiago López Petit y de activistas del Orgullo Loco que osan politizar su enfermedad, salir a la calle, recuperar el espacio público…
Casi diría que hacen realidad aquello que decía Spinoza acerca de que uniéndonos con aquellos que aumentan nuestra “potencia”, venceremos las “pasiones tristes” y seremos sujetos políticos.
Por otro lado, relacionas el origen de la escuela cínica, en la Grecia Antigua, con la crisis de la idea de comunidad, y escribes que en la contemporaneidad, “la reestructuración de las ciudades eliminando los espacios públicos no nos hacen más libres en el sentido autárquico que le daban los cínicos sino más paranoicos y desconfiados”. ¿Cómo se definiría el cinismo de hoy?
La escuela cínica nació en plena crisis de la polis griega a resultas de la expansión macedónica. Diógenes de Sinope, consciente de la impotencia de la polis para salvaguardar su comunidad, se proclamaba “ciudadano del mundo” (“cosmopolita”) y soberano, dueño de sí. La autarquía o autosuficiencia es la máxima cínica.
Peter Sloterdijk estudió la progresiva adulteración del concepto “cinismo”. El cínico helenista acusaba la falsedad de las formas políticas, y su vida era consecuente con ello. El neo-cínico, sin embargo, no cree en idealismos, pero actúa como si las certezas ilustradas permanecieran incólumes. El cínico moderno, “un caso límite de melancólico”, enmascara su «falsa conciencia» con un comportamiento esquizoide de «integrado antisocial»: «Por la mañana colonizador, por la tarde colonizado; el de profesión explotador y administrador, en su tiempo libre, explotado y administrado».
Los cínicos auténticos eran un sí visceral a la vida; mientras que los cínicos de hoy pueden terminar matando y matándose.
¿El cinismo desesperado puede convertirnos en sociópatas?
Retorciendo aún más el concepto de cinismo, llegamos por ejemplo a la nota de despedida de uno de tantos asesinos suicidas que, según Franco Berardi, ha parido la modernidad tardía: «soy un cínico existencialista, un humanista antihumano, un darwinista social antisocial, un idealista realista y un ateo divino». Es parte del manifiesto que dejó un estudiante tras asesinar a alumnos y profesores de su instituto, antes de pegarse un tiro. Berardi (en Héroes) define su ideario como el esqueleto sin adornos del discurso neoliberal: «el culto al individuo fuerte, al ganador solitario, esto es, al hombre de finanzas y al hombre armado».
En un mundo dividido entre ganadores y perdedores, los asesinos de masas quieren pertenecer al primer grupo aunque sea por un instante de fama macabra. Pasar “de la tragedia a la comedia”, como el desventurado Arthur Fleck…
En el libro aparece como una frase profética: “Hoy como nunca antes sabemos estar confinados en una habitación, pero no por haber aprendido a hurgar en nuestra ‘nada’ interior, sino por las infinitas ventanas a otros mundos que se abren desde una sola pantalla de ordenador”. Ahora que nos ha tocado vivir confinados en nuestras casas, ¿crees que estábamos preparados para ello?
Demasiado preparados estábamos. Y según advierte Naomi Klein, mientras permanecemos en nuestros nichos, los gigantes tecnológicos van tejiendo nuevas tramas para que en un futuro la vida confinada y sin riesgo a contagio sea preeminente.
Ergonómicamente arrellanados, haremos la compra y el trabajo, aunque podremos estirar las piernas con tele-gimnasia. Nos evitaremos salas de espera, al tener en casa al doctor-pantalla. Las escuelas físicas serán también otro fósil a coleccionar para el recuerdo.
En tiempos pandémicos se hace muy palpable la sensación de vivir en un no-lugar, o al menos en lugares transitorios… ¿Cómo crees que se manifestará la “nueva normalidad”? ¿Podremos reconquistar los lugares que nos fueron quitados?
Mientras no cuaje por estos lares lo dicho por Klein, sí.
En un principio el parón de la industria turística podría darnos la oportunidad de hacer habitable la ciudad de nuevo. Porque en un no-lugar ya se habían convertido muchas de ellas antes de la pandemia, es decir, en lugares pensados para los que están de paso.