El poeta y crítico literario Eduardo Moga (Barcelona, 1962) nos manifiesta su percepción de la crisis sanitaria a través de la enumeración caótica de imágenes y un torrente de microcontextos, captados desde su lectura de la cotidianeidad y del ejercicio literario durante estos dos meses de confinamiento. Este artículo forma parte de nuestra serie Apuntes sobre la Coronacrisis.
Que todos los días sean iguales. Que no pase nada, excepto que muera gente. Que las camisas se acumulen sin planchar en el armario. Las calles vacías. Que la lluvia no encuentre obstáculos al caer. Ordenar la biblioteca. Barrer. Sentir la presión de hacer, de no dejar de hacer, y buscar la manera de evitarla. Que no suene el despertador. No afeitarte. Averiguar dónde estaba la lejía. Que los telediarios solo hablen de la epidemia. Los aplausos de las ocho. Que los periódicos se sigan publicando. El aluvión de memes. VOX vomitando basura.
Escribir un poema. Que cada día sepamos cuántos han muerto por el virus en las últimas veinticuatro horas. Hacerte cliente de la tienda de comidas preparadas en la que no habías entrado nunca. Ordenar los zapatos. Lavarte minuciosamente las manos. Hacer una lista con lo que harás cuando acabe el confinamiento. Las calles vacías.
Escribir un poema. Acostarte tarde. Sorprenderte cuando llega correo. Preguntarte qué habrá sido del chico del tercero, que tenía cáncer de huesos.
Ordenar los cajones. Olvidarte de la agenda. Comprar gel higienizante. Leer una biografía de Churchill de 1.500 páginas. Corregir poemas. Escuchar los conciertos para mandolina de Vivaldi. Ver porno. Limpiar los picaportes y tiradores de la casa. Un ron por las tardes. Que haya urracas y cotorras, gorriones y tórtolas, golondrinas y palomas.
Ponerle guasaps a tu hijo. Desayunar despacio. No saber cómo funciona la plataforma en la que te han incluido para que teletrabajes. Hacerte fan de Netflix. Que se acumulen, junto a los contenedores de basura, cajas con los libros y los trastos de los que la gente se ha desprendido al ordenar la casa.
Ordenar el armario de la limpieza. Las calles vacías. Que te escriba un amigo del que hacía años no sabías. Escribir el informe del trabajo en el ordenador de casa. Un güisqui los sábados. No perdonar la siesta.
Escribir con mucha antelación el artículo comprometido. Ordenar los papeles. Dejarte acariciar por la inactividad. Que no falte papel higiénico. Que se te empañen las gafas si te pones la mascarilla. Saber de las actividades inverosímiles que se inventa la gente para entretenerse. Que las personas con las que te cruzas por la calle te deseen «buenas tardes». Estar preocupado porque te denuncie algún policía de balcón (o te echen agua sucia).
Ir al paqui los festivos. Que te llame la jefa a una hora a la que nunca te había llamado. Leer los diarios del encierro que escribe la gente. Corregir poemas. Que no haya fútbol. Que el periódico adelgace cada día, como si estuviéramos en agosto. Los árboles inmóviles, incluso cuando sopla el viento. Hacer flexiones en el comedor.
Escribir un poema. Leer a Ernesto Cardenal. Las calles vacías. Echar de menos a gente a la que nunca has echado de menos. Desear no estar con gente de la que nunca has deseado separarte. Preocuparte por un dolor leve de garganta. Felicitarte por no haber metido a tu madre en una residencia de ancianos. Que una amiga te escriba para decirte que ha pillado el bicho. Que otra te comunique que ha dado negativo en la prueba. Que se cumpla el 89.º aniversario de la proclamación de la República y nadie salga a la calle a celebrarlo. El canto de los pájaros.
Escribir una entrada para el blog. El ladrido de los perros. No cruzarte nunca con nadie en la escalera. Preguntarte de dónde sale el polvo que se acumula por todas partes. Que te duela todo el cuerpo de estar tantas horas sentado. Cambiar las sábanas de la cama. Un gorrión que se posa en la barandilla de la terraza y pía con desespero. Escuchar a Ella Fitzgerald. Negarte a hacer pasteles. Ordenar el pasado.
Escribir un poema. Quedarte hipnotizado por la nada. Afeitarte con esmero. Las calles vacías. No encontrar guantes en ninguna farmacia. Dejar salir antes de entrar. Sentir el peso del tiempo. Tener dificultades para sonreír. Soportar a los miles de epidemiólogos que había en el país sin que lo supiéramos, que despotrican contra el gobierno por no haber aplicado las medidas que ellos sí sabían, y que habrían evitado la expansión de la pandemia en España.
Escribir un poema. Poner la lavadora a 60 grados. Las calles vacías. Reparar en una grieta de la pared que no te habías dado cuenta de que estaba ahí. La inquietud por que acabe el confinamiento y te encuentres otra vez con una vida que aborreces. Dormir solo.
Leer a Joseph Roth y admirar su descripción de la Europa de entreguerras. Recuperar viejos proyectos arrumbados en los archivadores o la memoria. Los discursos de Pedro Sánchez. Que los canales de deportes de la televisión sigan existiendo. Que los productos en los supermercados estén siempre cerca de caducar. Volver a hablar con tu hijo a la hora de comer. Desear que los que les piden a sus vecinos médicos y enfermeros que se marchen de la finca común, sean privados de su nacionalidad y desterrados a un atolón del Pacífico; o, mejor, fusilados al amanecer.
Corregir poemas. Enterarte de que un escritor admirado ha muerto por el virus. Desinfectar el móvil. Ordenar la ropa. Descongelar cosas que llevaban meses congeladas. Que todas las recomendaciones de los deportistas y la gente de la farándula por las redes y los medios de comunicación suenen a máximas de autoayuda.
Un amigo que telefonea sin otra finalidad que charlar. Las calles vacías. Desear que pase el tiempo. Desear que no pase.
Barcelona, abril de 2020