Esta es la segunda, y última, parte de la entrevista realizada por Eloy Fernández Porta (Barcelona, 1974) al escritor Max Besora (Barcelona, 1980) a raíz de la publicación de su novela La Musa Fingida (Males Herbes / Orciny Press, 2020). En esta entrega, Besora nos habla de lo apocalíptico y lo Barroco en su libro, del trap y la desregulación del lenguaje, del spanglish, del cuerpo femenino y la venganza, de la reescritura y su vínculo con el superego.
[Leer la primera parte de la entrevista]
En tus textos tienen mucha fuerza las imágenes de destrucción e implosión, que son muy visuales y, a la vez, muy elaboradas estilísticamente. Este es un rasgo que puede ser relacionado con la literatura apocalíptica, y también con el barroco, que es un ámbito creativo con el que te sientes identificado, ¿no?
El Barroco, como período histórico me interesaba particularmente a la hora de construir mi anterior novela, Aventures i desventures de Joan Orpí. Pero en La Musa Fingida tiro más hacia un realismo delirante, como diría Alberto Laiseca, que hacia las ataraxias y juegos de espejos y dobles barrocos.
Los elementos visuales en mis obras son igual de importantes que el texto, en tanto que también son una forma de narrativa, y me sirven para subvertir la lógica del texto abriendo el marco narrativo y poniendo en crisis la narración misma a través de la destrucción del texto por la imagen. Las implosiones, imágenes y collages me sirven para trazar una literatura que ejerza de resistencia al poder y a cualquier forma de dominación, ya sea ideológica, de canon literario o de lo que sea.
Siempre he pensado que si no hay agresividad, no hay texto literario. Esta agresividad, además, es inseparable del humor. Nada hace tanto daño al poder como el humor, como decía Hanna Arendt, pues este no solo es una amenaza a la autoridad, sino un modo de liberación, de ruptura con lo homogéneo.
Quizás sí que todo ello sean elementos apocalípticos, en el sentido de derrocar una idea de literatura con la que no comulgo para establecer otros modelos más libres o emancipadores. Es decir, lo que hace que una obra sea considerada literaria o no, tal como es definida por los críticos o libros de texto, depende mucho de la institución literaria que lo determina. Para mí, tanto Edipo Rey como un manual de agricultura entrarían dentro de lo que es susceptible de ser literatura y con eso juego, pero que un texto funcione o no como literatura depende de las convenciones sociales del momento. Aunque con el apocalipsis que estamos viviendo este año, mejor pasamos a otra pregunta, si te parece.
Sí, casi mejor. Otro tema barroco que está muy presente a lo largo de La Musa Fingida es la transformación: el hámster mutante, el calvo que se convierte en King Kong o les abyecciones corporales y físicos desmembrados. Me gustaría que hablaras de este asunto, y también de si tus referentes para elaborar las metamorfosis son más literarios o más visuales.
En la narrativa realista del XIX, desde Jane Austen hasta Dostoievski, el personaje estaba en el centro de la escena, con sus dramas y contradicciones psicológicas. En el siglo XX, desde Proust y Kafka, se pone en crisis la identificación entre personaje y persona. De aquí que en La Musa Fingida el autor compone y descompone un muestrario de criaturas en constante metamorfosis que representan una burla del personaje dentro del texto.
Estas ciertamente tienen un correlato con las Metamorfosis de Ovidio donde, por cierto, también resuena el tema de la venganza, y donde hombres y deidades acaban siendo transformados en animales y plantas. En el caso de La Musa Fingida se transforman en figuras de la cultura pop como la del vampiro, la de King y Queen Kong, el zombie, el monstruo mutante o la femme fatale que busca venganza.
De hecho, muchos de estos poemas del corpus griego y romano, como el de Ovidio, empezaban invocando a la Musa. En mi libro invierto esta invocación y es la propia musa la que toma el control de la narración, dejando al “autor” como un idiota a quien hay que castigar por su ineptitud narrativa. De la misma manera que considero la novela como una herramienta de crítica de la sociedad, también tengo que poder criticar la misma herramienta (la novela) y al que la produce (el/la autor/a) y su sistema (el literario). De no ser así caería de nuevo en el mismo error que los críticos de la cultura, incapaces de cualquier autocrítica.
En este sentido, considero la literatura la más alta forma de educación, ya que su saber es un saber transversal y ambiguo, pero libre de los dogmas y la moral impuesta desde los centros institucionales educativos.
Otra de las cartas que juegas es el creacionismo verbal. El personaje Jaime Joyce habla una combinación de idiomas que me recuerda tanto a las escenas sexuales del autor irlandés como al puerto rican. ¿Crees que la innovación o la “vanguardia” del lenguaje se encuentra en la calle, en las hablas no normativas?
Con cada novela busco nuevas maneras de expresión literaria, de manera que cada obra tenga su propio lenguaje para crear un mundo determinado según el argumento. No creo que sea tanto una transposición del slang de la calle como una construcción ficticia. En Aventures i desventures de Joan Orpí mezclaba catalán y castellano del siglo XVII y de ahora, pero también sefardita, árabe, o los diferentes registros lingüísticos de piratas, bucaneros o pechelingues, y también palabras inventadas en una especie de postcolonialismo literario.
Con La Musa Fingida la lengua también debía producirse de acuerdo con el tema de la obra, que versa sobre la violencia absurda. Y para hacerlo necesitaba crear un lenguaje que aguantase ese mundo. De aquí la decisión de prescindir de puntos y comas en la primera parte del libro, y así poder captar la confesión de cada personaje de manera más feísta, sucia y delirante posible, y poder implicar al lector emocionalmente en ese estado de psicosis, sin mostrar emociones humanas.
La idea era escribir mal a propósito, a la manera de Macedonio Fernández, no solo para producir ese efecto de extrañamiento, sino también para desmontar toda la ideología política y anti-creativa que contiene el lenguaje normativo.
Cuidado, escribir mal a propósito no significa que no se trabaje el lenguaje, sino que hay un trabajo de deconstrucción del lenguaje. Cuanto más delirante se volvía el lenguaje, más fácil me era entender los actos absurdos de sus personajes, y más fácil es también desmontar toda la ley y orden que oculta el lenguaje normativo. En el caso concreto del personaje de Jaime Joyce Araypuro, descendiente del indio Araypuro que salía en Aventures i desventures de Joan Orpí, es un mestizo que habla, no puertorriqueño, sino nuyorican, una de las derivaciones del spanglish que hablan en Nueva York. Aunque, de nuevo, no es auténtico nuyorican, sino una recreación ficticia de cómo podría llegar a hablar alguien así (de hecho, estoy escribiendo ya una novela entera en spanglish, una lengua híbrida muy interesante).
Con cada personaje invento una manera de hablar, usando diversos “juegos de lenguaje» donde convivan parodias de lenguas, imitaciones lúdicas, entendiendo estos códigos como una banda ininterrumpida de sonido que modula diferentes registros, pasando por préstamos lingüísticos, neologismos y ocasionalismos de todo tipo. Es en la mezcla y la impureza donde reside la libertad última.
Siguiendo con el tema anterior, en el ensayo sobre trap que escribiste con Borja Bagunyà, planteáis que hay una declinación de la lengua que se encuentra en las escrituras digitales, musicales y videográficas de la generación millenial, y que es una especie de idioma desregulado. Esto está presente en tu libro cuando hablan o escriben personajes adolescentes o jóvenes, como Amanda o Isabel II. No obstante, este registro lo combinas con otros más elevados (dramatúrgicos, poéticos, etc.). Parece que en tu idea del lenguaje los códigos más altos se relacionan con los más bajos, sin renunciar a nada.
Uno de los temas que investigamos con Borja Bagunyà en Trapologia era el de la lengua, en particular el catalán y su uso anti-normativo. Es probable que el trap no aporte gran cosa en la historia de la música, pero a nivel de lenguaje, pese a no llegar a los niveles de poesía rimada y politizada del hip hop, sí que inauguraba, en catalán, un tratamiento de la lengua que el rock y otras músicas populares anteriores no se habían cuestionado porque, al igual que la literatura, formaban parte del mismo programa de normalización de la lengua que, si bien había sido indispensable para salvar el catalán a nivel social, también habría sido un elemento castrador a nivel artístico por su uniformización y falta de elementos diferenciales.
Lo que me proponía en La Musa Fingida era más bien crear un lenguaje libre de moral o ideología, una especie de texto en bruto, en el sentido de Art Brut tal y como lo proponía Jean Dubuffet, donde los personajes existen o no según las modulaciones del lenguaje que ellos mismos crean, a falta de un sentido argumental (o racional) que cohesione sus elementos.
En cierta manera quería presentar unos personajes que saliesen del límite de lo humano, que lo excediesen, liberando el lenguaje de la moral simbólica que arrastra y de la metafísica de la subjetividad que trae implícita. De aquí que haya dos relatos en el libro, “Molécula” y “Sofía”, donde se cuestione el antropocentrismo y se busque un biocentrismo animalista o post-humanista, dando voz a los animales para cuestionar lo que es ser un humano.
El lenguaje no tiene porque ser “la cárcel” del hombre, como decía Nietzsche, sino que puede devenir el puente que sirva para salir de los límites impuestos por el humanismo. Es a partir del lenguaje que el ser humano puede explorar sus límites y traspasarlos, redefinirse y reinventarse.
Uno de los temas del libro es la venganza de una mujer que ha sido violada. Aquí me parece interesante cómo el deseo de venganza, que Adam Smith consideraba, en el marco de la teoría ilustrada de les emociones, un “sentimiento moral” (por tanto, justificado), hoy en día, aun cuando lo consideramos inmoral, lo aceptamos de buen grado cuando nos llega filtrado por elementos trash y con razones de género o como ocurre, pongo por caso, en Kill Bill o en Death Proof. ¿Habrá que admitir, sin ambages, que estamos a favor de la venganza sangrante y en contra del perdón y la reinserción?
Bueno, la literatura, como la justicia, es una construcción humana y puede servir para la canalización civilizada de ese sentimiento moral que puede ser la venganza. En esta ficción intento mostrar la tendencia universal de todos los sistemas –incluidos los económicos, sociales y ambientales– a pasar de una situación de orden a creciente desorden, lo que se ha venido llamando ‘entropía’, cuya ley socava la idea de que el progreso haya creado un mundo más ordenado, justo y racional.
Seguramente el grado de violencia hoy es comparable a otras épocas históricas, pues no creo que exista algo parecido a la historia como progreso. De la misma manera, ninguno de los personajes del libro tiene verdaderas razones para hacer lo que hacen, simplemente pasan de una situación de orden a un creciente desorden que estalla en caos y violencia, cumpliendo sus deseos más primitivos.
La Musa Fingida es una odisea de venganza y violencia, y todos sus personajes están atravesados, sistémica y estructuralmente, por esa violencia, ya sea sufriéndola o ejerciéndola. Pero esta violencia es inherente a la misma civilización humana, que ya trataron Freud, en Tótem y tabú, Frazer en La rama dorada, Canetti en Masa y poder, o René Girard. Con el surgimiento de lo sagrado, el asesinato o el canibalismo se convierten en tabú, y la sociedad y sus leyes se comprometen a no cometer tales actos, salvo en caso de guerra o sacrificio a los dioses. El carnaval, o el arte, sería la puesta en escena ficticia de este desorden moral necesario para poder volver luego al orden social.
La Musa Fingida lleva hasta el límite del absurdo esta visión sobre la violencia y lo moralmente despreciable. La venganza o la violencia dentro del arte, ya sean libros o películas, son temas recurrentes e inherentes a nuestra naturaleza.
Pero prefiero que el lector emita su propio juicio sobre lo que lea, ya que el libro no se posiciona de un lado ni del otro. Esta es la gracia de la literatura, que no impone, sino que propone cuestiones sin una respuesta dada de antemano, un poco siguiendo la máxima de la orden de Thelema del «fay çe que vouldras».
En el tercer capítulo se produce un encuentro entre Max Besora i Mandyjane, y ella pone en cuestión el modo en que el autor ha representado a la protagonista femenina, lo martiriza y lo fustiga. Este capítulo me suscita varias preguntas. La crítica que hace Mandyjane recuerda lo que comentaba bell hooks sobre ciertas películas en que el cuerpo femenino afroamericano parece que deba aparecer martirizado –golpeado, subyugado– para poder ser vengado. Cuando escribimos esta clase de escenas, ¿hay un goce culpable?
La principal protagonista, Mandyjane Holofernes, es abusada por su padre y ella decide vengarse de la dominación y violencia patriarcal a la que ha estado sometida. Solo se trata de ponerse en el lugar del otro, que es de lo que va la literatura. Ahora bien, creo que hay que ir con cuidado en identificar la literatura con las preocupaciones sociales de cada momento histórico, y de convertir las ficciones en un teatro de marionetas de lo político donde volcar las pasiones de nuestros compromisos con el mundo real.
La Musa Fingida solo es una historia de ficción, pero también recoge un imaginario que viene de los principios del arte, en que el cuerpo aparece como figura de martirio, caso de la figura de Cristo, por ejemplo, o de tantas santas y santos. Y también es cierto que dentro de la teología del martirio existe el deseo de venganza, un tema que forma parte del Apocalipsis como salvación individual, pero que también puede ser visto como parte de una salvación colectiva de un proceso escatológico.
Sea como sea, no existe un grado cero de la escritura y la creación de un texto implica una elección de carácter moral escogida por el autor. Pero esta valoración moral no solo va a depender del autor sino también del lector y del contexto histórico y social del momento. El “placer culpable” que mencionas en tu pregunta pienso que vendría a ser más una recreación de este tipo de novelas y pelis “pulp” y su estética pin-up, designado a vehicular una crítica radical y salvaje frente a la moral burguesa.
Intento dejar de lado mis propias creencias morales o ideológicas cuando escribo porque entiendo que cada personaje debe tener la suya propia. De hecho, en La Musa Fingida no es que los personajes se plieguen a los deseos del autor, sino justo al revés, es la pérdida de control por parte del autor de sus personajes, que, al haber cobrado vida, se cuestionan quién es su creador y porqué toma las decisiones que toma.
En ese capítulo representas, de manera metaficcional (o “pirandelliana”, como dice el narrador) una situación en que se encuentra con frecuencia el escritor hetero en la época de la Cuarta Ola del Feminismo: la necesidad de cuestionar los propios clisés sobre la figuración de los personajes femeninos. Así, Mandyjane aparece al final como “vengadora de las mujeres cosificadas por novelistas”. Este asunto, ¿lo vives como un problema o como un incentivo?
El arte, en tanto que mito, ha ayudado a cosificar a las mujeres alimentando creencias falsas, estereotipos y prejuicios, aparte de ignorar o prohibir sus propias producciones artísticas, y eso ha tenido consecuencias físicas y sociales que ha comportado siglos de trato desigual e injusto, mientras los hombres hemos gozado del monopolio de la autoridad legal y política, y del apropiamiento y dominación del cuerpo de las mujeres por parte del ideal jerárquico masculino de sujeto occidental.
Obviamente, mientras terminaba mi libro me asaltaron dudas, en tanto que hombre blanco y de clase media (baja), sobre si tenía derecho a ficcionalizar el abuso que sufre una chica y su posterior venganza contra el patriarcado. Sin embargo, La Musa Fingida no es un ensayo o un artículo periodístico donde yo hable en primera persona, no es Max Besora quien habla en la ficción. Simplemente yo no estoy allí y mis opiniones personales tampoco, sino que son esos personajes los que sienten, piensan y hablan.
Recuerdo haber hablado de todo esto con mi amiga y admirada escritora Cristina Morales y me aconsejó sabiamente lo siguiente: “Escribe lo que te salga del coño o, en tu caso, de los huevos”. Y tenía razón. El arte no puede tener censuras de ningún tipo, ni ser medido con las ideología o moral del mundo real porque si no está el riesgo de caer en el panfleto, la autocensura y la pérdida de libertad, que el espacio del arte aún debería conservar.
Una variante sobre la pregunta anterior: Me parece muy interesante el momento en que Mandyjane le dice al autor: “¡Reescribe!”. Todo aquel que escribe tiene una vocecilla –un superego, por decirlo en freudiano– que le ordena que le dé otra vuelta más al texto, que siga puliéndolo. Se diría que vivimos en una época en que este superego es femenino, y las órdenes que da tienen que ver con cuestiones de género. Es como si Flaubert, en vez de contarle sus quebraderos de cabeza creativos a Louise Colet, recibiera cartas con órdenes de Colet para revisar sus novelas.
Es cierto que vivimos en una época donde la cuestión de género se debate por todas partes, pero eso es porque antes había sido silenciada por la moral tradicional masculina. Así que es necesario que exista este debate, también en literatura, siempre que no caigamos en discursos simplistas, manipuladores o reaccionarios.
En La Musa Fingida hay un intercambio de roles entre autor y protagonista (la musa) que destituye la subordinación del texto a la realidad, revelando que la subjetividad es el efecto de unas estructuras simbólicas que, por fuerza, deben de ser cuestionadas.
La lucha de Mandyjane, la protagonista, contra la violencia que sufre por parte de su padre, pero también por parte de otros personajes o del autor mismo, no supone la supresión de su deseo. De hecho, este deseo es el que mueve a la protagonista y deviene una fuerza ordenadora indispensable en el libro.
Aunque por mucho que uno intente mantener una neutralidad legítima siempre se acaba por hacerle el juego, directa o indirectamente, a las estructuras del poder dominante.
Por suerte una de las gracias de la literatura es precisamente ir a la contra de cualquier poder.