Continuamos con la serie Apuntes sobre la Coronacrisis. En esta oportunidad el escritor Miguel A. Zapata (Granada, 1974) desmenuza el verbo «confinar», nos aproxima a sus diferentes significados y reflexiona sobre el estado natural del escritor, los narradores encarcelados (Cervantes, Wilde, Solzhenitsyn y Broch) y acerca de aquellos que decidieron abstraerse del mundo exterior (Henry Darger, Salinger y Pynchon).
Nos hemos acostumbrado, en apenas dos meses, a conjugar un verbo eminentemente literario, muy Montecristo, muy máscara de hierro, muy Dumas. Las acepciones que la RAE concreta para “confinar” son ‘la reclusión dentro de límites prefijados’, ‘el destierro con residencia obligatoria’ y ‘lindar o existir de forma contigua a algo o alguien’.
Quizá estos días pandémicos, nos hemos amoldado todos a la primera acepción, con todo lo que de traumática y espontánea pérdida de libertad supone: ya no es posible o es embarazoso salir a la tiendecita del señor Xu a comprar tabaco o condones o chicles, ya no puedes pasear alegremente por ese parque o leer tu periódico en aquel banco preferido de allá.
Sin embargo, este espanto vírico también podría ser (una vez superadas la infamia de las cifras o la psicosis al contagio) el estado natural del escritor. O quizá, más bien, el estado idílico que muy pocos escritores logran alcanzar en su vida cotidiana, pero que secretamente desean: océanos de tiempo para escribir, obligaciones limitadas casi a la supervivencia, horarios descabalados.
Nuestro mundo, habitualmente, opera en contra del acto literario: facturas, encuentros enojosos con gente que no nos interesa, horarios laborales con vocación de esponja, requerimientos comprensibles de los más queridos. La excepcionalidad de esta situación ha ensimismado las prácticas más superfluas, nos ha reconcentrado en utilitarismos de supervivencia. Y ahí, el escritor puede sacar su particular oro líquido.
En este sentido, solo la culpa de estar llevando a cabo una labor del todo prescindible (escribir siempre lo es, excepto para el autor) podría ser una rémora para darle patente de corso a la creatividad. Ciertamente, emborronar páginas cuando las estadísticas sanitarias de cada día dibujan nuevas tragedias más o menos cercanas, puede suponerle a más de uno un cierto reparo ético, quizá inconsciente, no verbalizado, que desemboque en un bloqueo autoimpuesto.
Se me ocurre que aquí debería activarse un procedimiento mental de lógica en espejo: ¿dejas de escribir cuando acabas de leer el número de fallecidos por accidente en vacaciones, cuando un tornado devasta medio país o al conocer, qué sé yo, los crímenes de los encomenderos españoles en la América hispana del siglo XVI? Si lo haces, enhorabuena, la coartada para no teclear funcionará como un interruptor, el botón mágico de los hiperestésicos.
Si no es así y sigues escribiendo, aun después de un cabeceo apesadumbrado, ya no tienes escapatoria: eres un gran cabrón egoísta que merece una cacerolada para él solo y no tienes excusa alguna para no continuar esa novela que tu vida en zapatillas de paño ralentizaba una y otra vez antes de confinarte.
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Ya no solo has devorado la primera (‘la reclusión dentro de límites prefijados’), sino que tu estúpida e improductiva, nada heroica ocupación en soledad te ha hecho caer de cabeza en la segunda acepción, en ‘el destierro con residencia obligatoria’: tu estudio sin ventanas (esto podría entenderse en un sentido metafórico) hasta donde no llegarán los aplausos que nunca estarán dedicados a ti porque, francamente, no los mereces.
Ese es el territorio de muchos escritores privados de libertad (Cervantes, Solzhenitsyn, Wilde o Broch) y de muchos otros creadores que decidieron que el mundo exterior solo tenía sentido dentro de ellos (Henry Darger, Salinger, Pynchon).
Tú no tienes el talento de ellos, pero sí la disposición de ánimo suficiente para hacer un trabajo similar. Y cumplidos los protocolos de la intendencia diaria (teletrabajo, aprovisionamiento de víveres, demostraciones de amor a la familia) descubres que la verdadera libertad del escritor era esto, esta culpa y esta inutilidad, esta ausencia de madera de héroe, esta carencia de justificación para el aplauso de los demás, este ser miserable y ombliguista en que uno se convierte al crear mundos o provincias o minúsculas habitaciones alquiladas pero propias.
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Y como postre dulce de este menú extraño y sobrevenido, la tercera acepción: confinar o confinarse como ‘lindar o existir de forma contigua a algo o alguien’. Una tarde, ensimismado en algún capítulo de tu novela, oyes por primera vez las voces de tus vecinos, ya sin el obstáculo del trasiego de niños en las calles, ni ese claxon ensordecedor, ni los gritos de los obreros sobre el andamio frente a tu casa. Nada.
El silencio te ha abierto las orejas a otros sonidos antes solapados: conversaciones sottovoce sobre insatisfacciones sexuales, pánicos domésticos o risas que pensabas que serían imposibles en esas faringes que apenas te saludan con un cabeceo en el portal. Y comprendes que el aislamiento ha afinado las paredes, ahora casi papel de fumar, y que las casas que antes parecían abandonadas a ruidos intrascendentes se han convertido en un políptico de relieves humanos que conviven contigo al otro lado de una membrana.
Comprendes que la intimidad no existe, es solo una fantasmagoría propiciada por los ruidos de la civilización, esos ruidos que magistralmente redujo DeLillo a su mínima expresión en la colosal Ruido de fondo y que sepultan lo inevitable: la continua compañía de los otros en nuestra existencia diaria, nuestro espacio común, nuestros acervos culturales más o menos compartidos.
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Continúas escribiendo, con cierta prisa porque dicen que el mundo podría acabar mañana y no es elegante dejar proyectos a medio hacer.
Escribes ya con el extraño privilegio de la reclusión brotándote como una hiedra, saboreando el abono de las vidas de los extraños y extrañas en tus manos que teclean, teclean, teclean, ese estúpido tic que para nada sirve más que para mantenerte con vida ante la pantalla parpadeante del ordenador.
Sin aplausos.