Dentro de la serie Apuntes sobre la Coronacrisis, la escritora y librera Paula Vázquez (Buenos Aires, 1984) plantea un debate en torno a la imposibilidad de escribir sobre el confinamiento y a la decisión personal, y coyuntural, del abandono de la práctica literaria, optando por una suerte silencio bartlebyano, como vía de resistencia ante el actual imperativo comunicativo. Paula Vázquez es abogada, cofundadora de la librería barcelonesa Lata Peinada y autora de Las estrellas (Editorial Tránsito).
El poeta italiano Cesare Pavese creía en la existencia de un núcleo mítico que moldea nuestra visión del mundo. Para él fueron las colinas piamontesas, el silencio de los campesinos, el choque con la ciudad.
En mi caso está compuesto por las fotos de los camiones de mi padre, colgadas en el negocio familiar en una sucesión de innegable prosperidad, las estufas apagadas en invierno, una biblioteca vacía. Si es que alguna vez se piensa en ello, allí de donde vengo el arte se entiende como bienes superfluos para momentos de ocio. Algo que corresponde a otra clase social.
Por eso, el amor por la literatura siempre fue para mí un espacio ganado gracias a muchas horas de verdadero trabajo –apoyo escolar, repartidora de expedientes judiciales, investigadora de homicidios, traductora de papers de criminología, abogada, asesora legislativa, gerenta de empresa de microcréditos, concejal, librera– y nunca un oficio en sí mismo.
Empecé la actual cuarentena con una sensación cercana al entusiasmo: tenía tiempo para leer y escribir. Los días pasaron y lo que era una puntada parecida al deseo, flotante, ligero, deslocalizado, pronto se convirtió en un extenso proyecto de crónicas, la pandemia como inmejorable oportunidad de experiencias gonzo. Al tercer día buscaba editor y, al cuarto, me inscribí en talleres dictados por dos de los mejores cronistas de este tiempo.
Comencé a dormir mal. Ya no quería leer, no quería escribir. La jaula axiomática del capital se hizo visible: el mandato de productividad no se había retirado, simplemente había cambiado de objeto.
En las redes –ese espacio donde hoy sucede casi toda experiencia social– se agita un debate en un tono que oscila entre la sentencia moral y el cinismo. Hay blancos fáciles y quienes escriben diarios de cuarentena se posicionan alto en el ranking: justo lo que el mundo necesita para salvarse es el retrato de tus experiencias de clase media en un piso de cualquier ciudad, ese es más o menos el mensaje.
Quizás ignoren la existencia del diario de la escritora Fang Fang sobre el confinamiento en Wuhan, perseguida por la censura, o quizás les da igual.
Del otro lado están quienes aseguran que escribir sobre este momento es cumplir un mandato ético. Bajo esta visión, los escritores somos una especie de antena que traduce el caos del mundo a algo inteligible: tenemos un compromiso con la verdad, incluso con la memoria.
Mi intuición, una insistencia vital en una tercera posición o acaso mi voluntad pequeña –las ganas de aplastarme contra el sillón frente a una cinta de Moebius en modo maratón de Tony Soprano– me dejan más cerca del preferiría no hacerlo.
Casi la mitad de la población mundial está recluida en sus casas, afuera una enfermedad desconocida causa más de ciento setenta mil muertos, el discurso mediático y estatal se pobló de metáforas bélicas. ¿No podemos simplemente detenernos?
Mientras escribo me llega un correo electrónico en el que invitan a libreros a filmar un video para promocionar la venta online. Una de las destinatarias recomienda evitar “ruido” en el mundo digital, pues eso solo impide ver la herida en el mundo real.
Quizás este sea el camino, acallar el ruido, detenernos.
Como los adolescentes japoneses que practican el hikikomori: recluidos por voluntad propia en el territorio mínimo de sus habitaciones, así se sustraen de la banalidad de la vida moderna. Hay quienes emparentan esta práctica con la ética samurái. En este tiempo, la resignación puede ser una consigna revolucionaria.
O lo opuesto, hacer algo verdaderamente útil, coser mascarillas y donarlas, ayudar en cualquier comedor de cualquier barrio. Entre 1934 y 1958 el poeta norteamericano George Oppen no escribió un solo verso: decidió que la poesía no era adecuada para los tiempos que corrían y se afilió al Partido Comunista.
¿Debemos escribir sobre la pandemia causada por el Covid-19? ¿O llenar medios digitales, páginas de periódicos, entradas en redes sociales solo contribuye a evitar el necesario tiempo del duelo?
Pero escribir que no se puede escribir también es escribir.
En Catarsis el médico polaco Szczeklik se recuerda que la medicina y el arte parten del mismo tronco: su origen es la magia, un sistema basado en la omnipotencia de la palabra. La característica alquímica de la medicina reside en que la misma sustancia puede ser la causa de una enfermedad o su cura. Es la operación de las vacunas o la quimioterapia, un tiro al blanco con una toxina capaz de activar el opuesto que tiene como potencia.
Las palabras también tienen esa doble vía, pueden enfermar o ser un método de sanación. Quizás sea tiempo de escribir evitando el corsé de la utilidad, reivindicar el deseo, la obra de vivientes más o menos anónimos que hacen suya la potencia de la escritura.
Como dice esa gran canción de Alejandro Sanz: “no es que sea mi trabajo, es que es mi idioma”.