El escritor Eduardo Ruiz Sosa (Culiacán, México, 1983) analiza las relaciones existentes entre la construcción de las narraciones históricas, las novelas distópicas del siglo XX y los nuevos relatos sobre la pandemia del COVID-19. Este artículo forma parte de la serie Apuntes sobre la Coronacrisis, donde escritores y escritoras españoles y de América Latina reflexionan sobre la pandemia desde múltiples perspectivas y lecturas.
Los hechos humanos y su registro
Muchas son las teorías sobre el desarrollo de los hechos humanos y su registro. Ha interesado no solamente el registro en sí, la consignación de cada acontecimiento, sino también la interpretación de ese registro y, aún más, el estudio de esa interpretación, es decir, ¿cómo hacemos para contar el pasado, para darle forma a un relato que, siendo parcial, pueda darnos una imagen necesariamente panorámica?
En cierta medida, la naturaleza de ese entendimiento, la cifra primordial de esa forma de aproximarnos al pasado y su amplitud inabarcable, puede verse mediante los cruces entre las diferentes disciplinas históricas: la historia del arte, de la ciencia, de la literatura, de la política, de la economía.
Los cruces son coordenadas fundacionales, partituras del mito de origen, es ahí donde se fincan las relaciones entre lo que ha dejado de ser y lo que sigue siendo. Decir «la novela de la revolución mexicana» es un ejemplo directo y sencillo de esto. Es decir, la historiografía ha coincidido, en general, en la necesidad del «acontecimiento» como punto de quiebre que explica, o al menos señala, un cambio, una vuelta de tuerca, un nuevo rumbo.
En La estructura de las revoluciones científicas (1962), Thomas Kuhn le da el nombre de «periodos de crisis» a esas porciones de tiempo en las que las circunstancias, colapsadas en una especie de cuello de botella, conducen al pensamiento hacia un «cambio de paradigma». En El mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II (1949), Fernand Braudel les llama «hechos coyunturales», o de «corta duración», momentos de cambio que proyectan la llegada de una «larga duración», en términos del propio Braudel, o un «periodo de ciencia normal», como lo llamaría Kuhn.
Si bien el modo de hacer historia ha cambiado desde la escuela francesa de la segunda mitad del siglo XX, desplazándose a los márgenes, a las alteridades y los subalternos, como diría Carlo Ginzburg, la percepción del «acontecimiento» como la partícula esencial no ha desaparecido.
La novela distópica en la literatura
¿De qué hablamos aquí? Voy a virar un poco las referencias hacia la literatura para tener una visión más concreta.
Pensemos en cinco de las más conocidas novelas distópicas: Un mundo feliz, de Aldous Huxley (1932), 1984, de George Orwel (1948) y Farenheit 451, de Ray Bradbury (1953), y los dos antecedentes, directos o indirectos, de todas ellas: El talón de hierro, de Jack London (1908) y Nosotros, de Yevgueni Zamiatin (1924).
La relación entre estos libros es bien conocida. Desde sus intenciones de describir una sociedad totalitaria, un mundo carente de emociones y afectos, un estado con poderes absolutos, la explotación de las clases obreras, una individualidad aniquilada, todo ello en aras de una sociedad perfecta, impoluta; hasta la vinculación de los autores con los regímenes políticos de la época.
El auge del fascismo y el augurio de una gran guerra, en el caso de Jack London. La opresión a la identidad y la libertad de expresión, en el caso de Zamiatin. La tecnificación, la industrialización y las pugnas entre el capitalismo y el comunismo, para Huxley. La experiencia en la Guerra Civil Española y los regímenes fascistas del meridiano del siglo XX, para Orwell. El macartismo en los Estados Unidos, para Bradbury.
Y un último rasgo característico y, quizás, uno de los más interesantes en muchos de ellos: las relaciones amorosas en medio de la vorágine, con el doble signo de voluntad revolucionaria y de trágico destino de ruptura y aniquilación. Todas las parejas representadas en estas novelas se enfrentarán no solamente a la destrucción de los ideales políticos y sociales, sino a la destrucción de la pareja y, aún más, a la destrucción del amor en sí mismo.
Creo que es posible estar de acuerdo con que al menos tres títulos –los ampliamente conocidos libros de Huxley, Orwel y Bradbury– han alimentado numerosas paranoias y desopilantes recuerdos de un futuro que se parece demasiado al presente en el que vivimos o a alguna época en la que ya hemos vivido. La capacidad de anticipación, el acierto o la prospección, fuertemente intrincados con una precisa lectura del presente conocido por cada uno de los autores, han hecho que estas novelas se conviertan en las distopías de nuestro presente.
Normalidad, acontecimiento y cataclismo
Tengamos en cuenta, entonces, lo siguiente: lo que leemos en estas cinco novelas bien podríamos asociarlo con una descripción histórica de lo que Kuhn llama «periodo de ciencia normal» y Braudel llama «larga duración».
En el caso de los textos de London, Huxley, Orwell y Zamiatin existieron, más allá de las fronteras iniciales del libro, los «acontecimientos» que propiciaron la existencia de estos periodos normalizados. El auge de las oligarquías, los sindicatos como castas sociales y la Gran Guerra, en El talón de hierro. La Guerra de los Doscientos Años, en Nosotros. La Guerra de los Nueve Años, ocurrida en 2049, en Un mundo feliz. Una guerra con bombardeos atómicos desencadenó las luchas de poder y la reorganización geopolítica que dio pie a la era de los tres estados totalitarios que dominan el mundo de 1984, de Orwell. En el caso de Farenheit 451, el cataclismo de las bombas y la muerte masiva viene al final del libro, dando lugar a que los renegados, los lectores, que viven en el bosque, se encarguen del comienzo de un nuevo mundo.
El periodo de crisis, o la coyuntura, se explican brevemente o se referencian como hechos lejanos, y lo que vemos a lo largo de estos libros podría entenderse, pues, como la normalidad después, o un poco antes, del colapso total.
Dice José Emilio Pacheco que «la historia que vivimos reescribe la historiografía que leemos». Los métodos de la disciplina de la historia han cambiado su foco de atención pero no han descentralizado el lugar primordial del «acontecimiento». Si bien la historia cultural, la historia de las mentalidades o la historia conceptual han virado su mirada, el lazo que todo lo ata es, siempre, el gran acontecimiento transformador, el colapso, el cataclismo.
La historia de Menocchio, en El queso y los gusanos (1976), es lo que Ginzburg hizo de ella porque es lo que la Inquisición hizo del pobre molinero friuliano. Un cataclismo individual.
Con todo, no es tanto un defecto de la historia como disciplina como un defecto de las formas de preservar el pasado en general. Si nos asomamos hoy en día a la prensa que cubre la epidemia obtendremos ese vistazo acontecimental, los hitos más llamativos de los días que corren, no necesariamente recogidos en los medios por el interés de informar tanto como por el interés de vender, de mantener un número de visitas en las páginas electrónicas, etc.
¿A dónde iremos, dentro de unos años, para hacer la historia de estos días de epidemia, enfermedad, muerte, encierro? ¿Cuáles serán nuestras fuentes de información?
El acontecimiento en la literatura
Algo semejante ha sucedido también en la literatura, aunque mucho antes que en la historia como disciplina. Hace mucho ya que la atención de la escritura literaria está puesta en los Menocchios, en los subalternos. No es un descubrimiento esta afirmación. Podemos decir también que, en la mayoría de los casos, el fervor acontecimental, como en la historia, tampoco ha desaparecido en la literatura.
Ahora bien, si pensamos en las obras distópicas señaladas en los párrafos anteriores, en la idea de que relatan esa especie de «larga duración», para quedarnos con el concepto de Braudel, más que asumir que en esa categoría el tiempo histórico se encuentra en el proceso geopolítico, en el rasgo distópico o en el modelo social retratado en las historias, me parece que la mirada ha de situarse precisamente en ese otro elemento común en todas las novelas referenciadas: las relaciones amorosas.
No es mi intención vindicar el amor como tema, ni la importancia de la pareja como ente social y cultural, ni mucho menos la cursilería del amor como fuerza motora revolucionaria. Me interesa pensar en estos personajes como los subalternos (más allá de su posición en cada una de las respectivas novelas como actores primordiales de las rebeliones, las conjuras o los maleficios políticos), me interesan como lo que son en esencia: individuos que siguen el ritmo de la propia existencia en el seno del conjunto voraz que los rodea.
Si Carlo Ginzburg pudo extrapolar ciertas ideas populares, no hegemónicas, de la religión y la cultura del siglo XVI a partir de lo que Menocchio expresó en los dos juicios a los que lo sometió la Inquisición, entonces, nosotros, lectores de los libros de London, Zamiatin, Huxley, Orwell y Bradbury, ¿qué entendemos del amor en las circunstancias en las que esas historias nos lo plantean?
Para seguir avanzando, otro desvío: Julio Cortázar definía el cuento como una pelea de boxeo que se gana por K.O. y la novela como una pelea de boxeo que se gana por la decisión de los jueces. De forma análoga, el escritor mexicano Eduardo Antonio Parra dice que el cuento es la historia de un asesinato, mientras que la novela es la vida del asesino.
La diferencia y la distancia del modelo de escritura para con el principio acontecimental es muy notable en ambas definiciones. El momento de la victoria y el momento de la muerte como acontecimientos, con la fuerza condensada del cuento, la brevedad, la concisión, la contundencia. La novela, en cambio, en su dilatación, en su extensión, diríamos incluso, en su «larga duración», coloca el acontecimiento en un extremo, o lo evanesce, si es posible, y dedica sus esfuerzos a la descripción de los doce asaltos, a las vicisitudes que convierten a un individuo en asesino.
El acontecimiento, sin embargo, está ahí, agazapado, tal vez, como un caldo de cultivo primigenio, pero existe, y detona o dirige los destinos de los personajes.
Podemos citar algunos libros donde la ocultación, o incluso la supresión, del elemento acontecimental se ha llevado a cabo con notable maestría. Casi toda la obra de Kafka, salvo La metamorfosis. Tanto El proceso (1925) como El castillo (1926) son ejemplos de la expresión de eso que podemos llamar «larga duración» en términos literarios. La obra de Beckett; la de Proust; Farabeuf o la crónica de un instante (1965), de Salvador Elizondo; Los premios (1960), Rayuela (1963) y 62/Modelo para armar (1968), de Cortázar; la trilogía de Rodrigo Fresán, La parte inventada (2014), La parte soñada (2017) y La parte recordada (2019); buena parte de la obra de Herta Müller y Djuna Barnes; El viento que arrasa (2012) y Ladrilleros (2013), de Selva Almada; una breve novela del argentino Francisco Bitar, Tambor de arranque (2015); y Null Island (2019) de Javier Moreno, entre muchos otros, son ejemplos precisos de este tratamiento.
En concreto, Tambor de arranque me lleva de vuelta a pensar en las cinco novelas distópicas citadas al principio. Una pareja joven, con una hija, ha decidido ya separarse. No saben muy bien cuáles son las causas de la separación, tampoco nosotros, lectores, lo sabemos con certeza. Lo único seguro es que se aman y que van a separarse, que no pueden estar juntos. Una novela breve sobre una «larga duración». No vemos el acontecimiento que produce la separación. De hecho, casi no vemos la separación misma, sino la vida en torno a la idea del fin del matrimonio y la vida después de la separación.
Los personajes de Francisco Bitar en Tambor de arranque bien podrían ser los mismos personajes de London, Zamiatin, Huxley, Orwell y Bradbury. A ellos no los rodea la distopía futurista, sino la crisis económica de esta época.
La pandemia como acontecimiento y como proceso
Si usamos todo esto para pensar en las historias de los días y semanas que hemos estado viviendo desde la explosión del brote de la epidemia, ¿qué historia vamos a hacer de estos tiempos? Tal vez la pregunta más precisa, y para eso la literatura, la filosofía y la historia son fundamentales, sea esta: ¿vamos a considerar la epidemia como un acontecimiento, como una coyuntura, un periodo de crisis en el sentido histórico, o como parte de un proceso de esta larga duración del siglo XX-XXI?
No cabe duda, tampoco vamos a frivolizar, de que el valor acontecimental de cada tiempo histórico varía entre los individuos y el contexto, eso también nos lo ha enseñado la literatura. Cada una de las muertes, cada uno de los contagios, es un acontecimiento. Cada uno de ellos es una historia. Mi pregunta se enfrenta a esa entidad, esa minúscula carga genética, que es el virus y su transmisión masiva, esa palabra que despierta el terror y la desesperación: pandemia, y todas sus consecuencias.
Hay partidarios de la noción más clásica, en el sentido historiográfico: tomar la epidemia como un punto de inflexión a partir del cual todo ha de cambiar, todo ha de transformarse, ya sea para bien o para peor. No es difícil, entonces, imaginar, a partir de aquí, una forma de transformar en telón de fondo la epidemia y su caos, y construir a partir de ese acontecimiento una forma global de historia.
Hay, por otra parte, los que asumen que la epidemia es apenas uno de los muchos síntomas de una condición mayor, de un proceso ya normalizado en el que estamos inmersos y que solo se hace patente cuando afecta estratos que antes no percibían el influjo sistémico nocivo. Hay posturas conspiranoicas, apocalípticas, descreídas, indolentes, romantizadoras. Seguramente hay más.
¿Cómo podemos entender la epidemia?, ¿como un síntoma, elemento que rastrea hacia el pasado y que busca la raíz, el mito de origen, el antecedente, para subsanar las lagunas contemporáneas?, ¿o acaso como un símbolo, un germen de prospección, un vistazo hacia el futuro próximo, a mediano plazo, una posibilidad de estimación del provenir irrevocablemente construido o al menos lacerado por nuestros actos hoy mismo?
Es decir, ¿estamos ante una «corta duración», según Braudel, un periodo de crisis, según Thomas Kuhn, o estamos ante sucesos naturalmente manifiestos en «una larga duración», como diría el francés, en un periodo de ciencia normal, como propone el esquema de Kuhn? El sesgo de precisar todo esto con respecto a una disciplina o subdisciplina concreta complica la posibilidad de clarificarlo. En la epidemiología, casi sin duda, podemos decir que es un periodo de crisis. Tanto como lo es en la gestión política de las emergencias sanitarias.
Basta echar un vistazo a las redes sociales para darse cuenta de que en medio del caos, la vida, o ciertas formas de permanecer en resistencia con respecto a la epidemia, ofrecen la idea de que la «larga duración» es también una alternativa, no solamente la crisis: como los personajes de los libros distópicos arriba mencionados, las personas de hoy en día siguen haciendo, en la medida de lo posible, sus vidas.
El regreso a la normalidad
Quizá para entenderlo mejor haga falta pensar, por ejemplo, en la situación de la violencia en México, que ha logrado un estatus de normalización en el que incluso algunas autoridades (alcaldes, gobernadores, presidentes) han llegado a decir que un determinado número de asesinatos es «normal» y «esperable».
El mundo no se ha interrumpido en el México violento del siglo XXI: generaciones siguen graduándose en las escuelas, las actividades comerciales se mantienen y prosperan, los programas culturales siguen creando y atrayendo público. Cuando un determinado proceso de reacomodo en los mandos políticos o criminales (la diferencia es mera cortesía) perturba los ánimos y desata más violencia, más sangre, más muerte, la población se alimenta de esas novedades, las comenta, toma mínimas o nulas precauciones, y espera a que «todo regrese a la normalidad». Precisamente ese «regreso a la normalidad» es uno de los reclamos más en boga en estos tiempos de epidemia.
Cuando Walter Benjamin hablaba de la historia a contrapelo lo hacía probablemente pensando en personajes como los que London, Orwell, Zamiatin, etc. retratan en sus libros. Individuos cuya «normalidad» es, ya desde el principio del tiempo histórico y literario, una herida, y que es esa la «normalidad» más frágil, o la más propensa a la fragilidad, durante las épocas de «amenazas mayores» (epidemias, crisis económicas, catástrofes naturales, guerras).
Pensar en esos personajes sería pensar en los rasgos elementales de la vida humana que se transforman, se anulan, se enardecen en circunstancias como las que estamos viviendo ahora. Desde la agonía y la muerte hasta los ataques a miembros del personal sanitario, ya sea de forma física, como ha ocurrido en algunos países, o en forma de mensajes amenazantes colocados anónimamente en el portal del edificio, a vista de todos.
Pensemos en las mujeres que sufren abusos por parte de miembros de sus familias, y en la situación en la que se encuentran durante la cuarentena, irremediablemente encerradas con sus agresores, sin alivio posible.
Historias de la vida cotidiana (en tiempos de pandemia)
Lo que hemos aprendido del estudio de la historia no es a contarla hoy para que el futuro la entienda. Creo que el único valor del estudio del pasado y del presente reside en su capacidad de evidenciar de manera más notoria cómo esos rasgos elementales de la vida están llevándose a la práctica. Hoy en día, pues, ¿cómo amamos, cómo convivimos con los vecinos, con los enfermos, con los ancianos, cómo consumimos, en qué medida estamos lejos de un mundo que se desgasta y no se detiene para que nuestro mundo siga impoluto y lleno de palabras?
Me parece que una de las grandes conclusiones de los cinco libros distópicos citados al inicio de este texto es que los autores correspondientes se dedicaron, en buena medida, a estudiar cómo se puede amar en el contexto de estos estados totalitarios, de estas sociedades controladas por el consumo, la saciedad y la explotación, cómo se ama cuando la megalomanía de los sistemas políticos y económicos lo absorbe todo, hasta la intimidad y las formas de expresarse en esa intimidad.
No es que el contexto sea una excusa o una mera escenografía (es verdad que la línea que separa una cosa de la otra es frágil), sino que es un principio activo que modifica la esencia de las formas en que nos relacionamos, en las que nos definimos individual y colectivamente, en que se aniquila o se perpetúa una forma de ser y de estar en el mundo.
La epidemia casi generalizada y el confinamiento (ahí donde es posible), así como la intemperie y el desamparo, ahí donde siempre han estado y ahora se vuelven más evidentes, más mortales, más humillantes (pensemos en los cuerpos que las familias han tenido que colocar en la calle en Ecuador, o que han quedado ahí, en el mismo sitio donde los alcanzó la muerte, o en los miles de cuerpos sin identificar en la fosas comunes que el gobierno habilitó en la isla de Hart, en Nueva York), no son la historia en sí, son la navaja pasada a contrapelo sobre nuestros diferentes espacios en el mundo, la forma en que se hacen más latentes los rasgos elementales de nuestras sociedades.
La epidemia es acontecimiento. La forma en que la epidemia afecta a los individuos y a las colectividades, lo que esa afectación revela con respecto a lo que ya éramos, a lo que seguimos siendo (mostrado tal vez de forma exacerbada en el contexto complejo de la epidemia) es esa «larga duración». Lo que nos dice de nosotros mismos la historia cuando ya nos ha alcanzado.
El acontecimiento, como hecho concreto, puede, y tiende generalmente, a su fosilización, a la romantización, al trato superfluo, y a veces sacralizado, de las escenografías de cartón-piedra.
El miedo, el hambre, la soledad, el amor, fenómenos inabarcables, pertenecen a lo cotidiano, a lo más próximo, a lo desordenado, a la isla sin orillas que es el continuar viviendo.
Es ahí donde estamos, es ahí desde donde cada uno se enfrenta al contexto, a la epidemia, en este caso. No es un cambio radical todo esto que estamos viendo y viviendo, sino el momentáneo resquebrajamiento de las máscaras que hemos inventado y aceptado durante mucho tiempo.
Las grietas, las fracturas que muestran esa mirada oculta, ese rostro amagado, son el lugar donde ha de germinar la historia de este y de todos los tiempos.