Pliego Suelto continúa ofreciendo un espacio donde escritores y escritoras reflexionan –de manera abierta, urgente y desde distintos puntos de vista– sobre la crisis sanitaria, económica y social propiciada por el coronavirus. En esta ocasión, José Ángel Mañas (Madrid, 1971), autor de Historias del Kronen (1994), manifiesta sus impresiones sobre la también denominada Coronacrisis.
“Vacaciones en la URSS”, aunque lo mismo podría haber titulado este artículo “Vacaciones en China”, porque en lo que llevamos de Coronacrisis hemos descubierto, de manera exprés, lo que es vivir –desde luego, temporalmente– en un régimen totalitario. Problemáticas como si hay que andar a uno o dos metros de la gente, cuánto tiempo puede tardar un perro en defecar sin que te llame la atención la policía, si nuestro trabajo es o no esencial, han cambiado radicalmente nuestro modo de relacionarnos con los demás y la manera de percibir la propia sociedad. El mundo, en cuestión de tres semanas –parece increíble, pero es así– es otro. No digamos mejor o peor. Otro.
Empecemos primero por lo positivo de esta situación. El descubrimiento de la necesidad que tenemos de los demás, la asistencia que han dado muchos vecinos a los ancianos, los aplausos de las ocho, la capacidad de obediencia razonada de la ciudadanía democrática, la revalorización del sistema de salud público, el descubrimiento del potencial extraordinario de las nuevas tecnologías. Todos hemos descubierto nuevas facetas insospechadas de lo que puede ser la sociedad actual, de su potencial de resiliencia en tiempos de crisis y de paso hemos experimentado un retorno a lo esencial en muchos sentidos. Todo ha resultado refrescante y emocionante al mismo tiempo. Hemos vivido en primera persona una suerte de distopía de Netflix. Y como cualquier veneno, siempre que se mantenga en pequeñas dosis, podemos hasta decir que, en algunos aspectos, ha resultado beneficioso.
Quizás lo más negativo, más allá de las muertes, tenga que ver con esa relación con el otro que se ha instaurado bajo la presión de las nuevas normas de convivencia. La instauración casi inmediata de una feroz “policía del balcón” y la reaparición de esa figura siniestra de los tiempos de guerra: el delator, el colaboracionista, el chivato. Llamémosle como queramos, pero todos hemos experimentado esa mirada novedosamente hostil del vecino. Quien hasta ahora era un conciudadano amigable ha empezado a parecernos sospechoso de ese acto de lesa humanidad, tan banal como comprensible, que es la delación. Esa es la parte más negativa que hemos descubierto, a nivel micro, durante la crisis del coronavirus. Casi todos estaremos de acuerdo en esta observación de Pero Grullo a estas alturas de la película: que las grandes crisis sacan a relucir lo peor y lo mejor de los seres humanos. No ha descubierto nada que no supiésemos, a ese nivel, el COVID-19.
Quizás, por eso, lo más interesante de esta primera gran pandemia del siglo XXI es levantar la cabeza y comprobar cómo, según los expertos, saldrán reforzados de la crisis actual los regímenes autoritarios como Rusia, con una apuesta por la autarquía que parecía desfasada hace dos días. Y por descontado China, la gran potencia autoritaria de los tiempos modernos y, casualidad o no, el foco principal de la pandemia. Pero, además, lo más sorprendente, por lo menos para mí, está siendo comprobar cómo se ha instaurado un matrimonio de conveniencia entre los intereses de la ecología y el autoritarismo, lo cual hace prever que en un futuro no muy lejano experimentaremos auténticas dictaduras ecológicas. Si queremos salvar el planeta, ya hemos descubierto el camino.
En definitiva, la crisis del coronavirus ha demostrado que lo que ayer parecía una quimera –parar la maquinaria del consumismo desaforado en que estábamos subido– es factible. Hemos demostrado, asimismo, que la globalización tiene pies de barro y es reversible. Y resulta muy curioso que haya hecho falta una pandemia para probarlo. Lo que los gritos de alarma de los científicos y la conciencia de la finitud del planeta no eran capaces de conseguir –y mira que parecía estar en juego algo mucho más grave a medio plazo que la salud de un porcentaje, por elevado que sea, de la población–, lo ha logrado este pequeño gran virus. La experiencia del COVID-19 ha demostrado que se puede detener el vuelo de este avión que nos lleva al desastre. Y ahora ¿quién será el primero en intentarlo? ¿Seremos capaces de hacerlo? ¿Querremos? ¿Nos veremos obligados a ello? La respuesta en los próximos diez o quince años.