No es lo mismo la ansiedad que el miedo. La ansiedad es la sensación envolvente y difusa de que puede sucedernos un daño. El miedo es la reacción ante un peligro concreto y evidente que se nos echa encima. La ansiedad es un gruñido en la niebla que nos paraliza. El miedo, un lobo que nos hace correr en la dirección contraria.
La ansiedad suele generar una irritante sensación de impotencia, porque no sabemos dónde se halla el peligro, ni qué debemos hacer para evitarlo. En una de sus odas, Horacio llama a la ansiedad “negra preocupación” (“atra cura”), y se la imagina sentada sobre la grupa del caballo de la huida (“post equitem sedet”), pues no importa cuánto corramos mientras ella siga abrazada a nuestra espalda.
El miedo, en cambio, nos obliga a actuar, ya sea para enfrentarnos, ya sea para huir, y esos mismos movimientos disipan la niebla de la ansiedad, mostrándonos de nuevo los caminos de la acción.
Se dice que un célebre piloto de la Primera Guerra Mundial tenía miedo a volar de pasajero, porque no estar a los mandos lo llenaba de zozobra: “¡Más alto –se le oía gritar desde su asiento- por el amor de Dios, más alto!”. Y es que no hay nada mejor para borrar la ansiedad que la esponja de la acción.
Los animales sienten miedo cuando se encuentran ante un peligro, mas no antes de que este se manifieste, ni después de que este haya pasado. El ser humano, por el contrario, en virtud de su inteligencia, su memoria y su imaginación, no se circunscribe al peligro puntual, sino que, mediante analogías, previsiones e hipótesis, lo amplía en todas las direcciones. Lo cual, de un lado, aumenta sus posibilidades de supervivencia y, del otro, disminuye su calidad de vida, pues ese miedo vaporizado es lo que llamamos ansiedad.
En resumen, la ansiedad es hija de la inteligencia, mas no de la sabiduría. Por eso los filósofos escépticos y epicúreos propugnaban una cierta suspensión de nuestra actividad intelectual como remedio contra esa ansiedad generalizada a la que Lucrecio llamó “aguijón invisible”.
No es extraño, pues, que, cuando padecemos el asedio de la ansiedad, sintamos cierta nostalgia del miedo, y deseemos que esa vaga amenaza adopte la forma de un peligro concreto. Sentimos que, en esa situación que deseamos y tememos a partes iguales, al menos sabríamos qué hacer, lo cual no deja de producir en nosotros una agradable sensación de potencia y de control.
Por esa razón, quizás, cuando, tras un período de fuerte ansiedad (por razones laborales, médicas o sentimentales) recibimos una mala noticia (un despido, un diagnóstico, un abandono), nos sentimos, en parte, aliviados, pues, en ese mismo instante podemos dejar de retorcernos los dedos, para ponernos manos a la obra.
El placer que sentimos cuando vivimos (o leemos) aventuras se debe, tal vez, a que, frente a las vagas inquietudes cotidianas que nos secuestran y desgarran, las acciones peligrosas nos reconectan con el instante y nos devuelven la unidad de la mera supervivencia.
Puede que ese sea también el origen de la atracción que hemos sentido en las últimas décadas por las noticias (o fantasías) apocalípticas, en las que las huidas, las luchas y los ocultamientos sustituían la dolorosa ansiedad de la precariedad laboral y la incertidumbre económica. Al parecer, así, en frío, preferimos morir cortándole la cabeza a un zombi, que vivir mordiéndonos las uñas.
Por otro lado, cuando sentimos miedo, no ya un miedo de fantasía, sino miedo de verdad, puede que sintamos nostalgia de la ansiedad. Al parecer, así, en caliente, antes que el hacha del verdugo, preferimos la oscilante espada de Damocles.
Pero lo que me interesa ahora es pensar qué pasará cuando la ansiedad sociopolítica que sustituirá al miedo sanitario dé lugar a una nueva nostalgia del miedo, contra la que deberíamos prepararnos.
En su ya clásico El miedo en Occidente (1978), Jean Delumeau sostiene que en aquellas épocas históricas en las que aumentan las incertidumbres económicas, las turbulencias políticas y las injusticias sociales, la gente suele sentir la necesidad de cuartear y concretar la ansiedad difusa que les atormenta, con el objetivo de transformarla en miedos concretos contra los cuales sientan que es posible emprender algún tipo de acción.
Antes que quedarse de brazos cruzados viendo cómo el viento invisible mueve los molinos de su desgracia, prefieren luchar contra los gigantes de su fantasía. Lo cual sería gracioso, si no causase tanta desgracia.
Por si esto no fuese suficiente, en esas épocas suelen surgir personas o grupos que tratan de catalizar y aprovechar esa tendencia con el objetivo de ocultar su responsabilidad, redirigir el resentimiento hacia ciertos colectivos que sirvan de chivo expiatorio, y aumentar su poder, presentándose como los líderes naturales para organizar las acciones defensivas necesarias.
Eso es lo que pasó, por ejemplo, en el siglo XVII, donde la ansiedad generalizada provocada por la injusticia social, el cisma religioso, la erosión del sistema estamental o la pequeña edad de hielo, se cuarteó, según las zonas, y con la oportuna ayuda de teólogos, reyes y nobles, en los miedos concretos a las brujas, a los herejes o a los judíos.
Del mismo modo, en la Europa de entreguerras del siglo XX, la ansiedad provocada por la injusticia, la crisis económica, la inflación, el paro o el reordenamiento del mundo, se cuarteó en los miedos concretos al judío, al apátrida o al comunista. Todo ello con la oportuna ayuda, no solo de los políticos fascistas, sino también de los grupos de poder económico o religioso y de las mismísimas clases medias.
Por esta razón, cuando pase el miedo excitante e irreal que el coronavirus nos provocó durante los primeros días de confinamiento, y cuando pase el miedo agobiante y real por lo que pueda sucedernos a nosotros, y a nuestros seres queridos (que deberíamos ser todos), llegará la ansiedad por la crisis económica, por el paro, por la seguridad, y, como siempre, por la injusticia.
Entonces, muchos de nosotros sentiremos la tentación de cuartear y concretar esa ansiedad en miedos concretos y acotados contra los que sintamos que podemos hacer algo con la ayuda de partidos y movimientos políticos que dirán saber cómo conjurar a la bestia.
¿Qué melodías cantarán las sirenas del miedo? ¿Quiénes serán las nuevas brujas, los nuevos judíos, los nuevos herejes del futuro? ¿Quiénes los nuevos inquisidores, los nuevos fascistas y las nuevas clases medias conniventes?
A pesar de las semejanzas, cada sociedad, o microsociedad, escogerá a sus propios chivos expiatorios y a sus propios sacrificadores. Algunos grupos serán víctimas en unos territorios o contextos, y verdugos, en otros.
Nadie estará libre del error de querer curar su ansiedad con el exorcismo del miedo.
Por eso tendremos que aprender a asumir la complejidad de lo real, a resistirnos a las explicaciones simplistas, a desoír a los mercaderes del miedo y, sobre todo, a luchar contra la injusticia (pues no hay mejor ansiolítico para una sociedad que rebajar sus niveles de injusticia).
Empecemos, pues, a preparar nuestras defensas ideológicas con una buena dieta de lecturas, conversaciones e ideas liberadoras. Empecemos a preparar un protocolo de costumbres y de acciones que aumente la libertad del pensamiento y el ejercicio de la acción. Y lavémonos mucho las manos para librarnos de todas esas generalizaciones, simplificaciones y pasiones tristes que nos puedan infectar, pues después del coronavirus vendrá la peste.
La otra peste: la social, la política, aquella en la que los maestros, los profesores, los filósofos, los poetas y, en general, a toda aquella persona que se decida pensar por su cuenta, y a defender su humanidad, serán los verdaderos médicos y enfermeros.
La red de ferrocarriles francesa tiene una de las señales más graciosas que conozco. Dice: “Peligro, un tren puede esconder otro tren”.
Tomemos nota de ello, no vaya a ser que después de sortear este tren, nos atropelle el que venía detrás.