No nos han expulsado de ningún paraíso,
siempre hemos estado afuera.
La penúltima bondad, Josep Maria Esquirol
«¿Puede haber algo más estúpido que un virus?», se pregunta el escritor colombiano Juan Cárdenas citando al filósofo esloveno Slavoj Žižek. Ambos hablan, cada uno por su lado, de los acontecimientos contemporáneos en torno a la pandemia. En síntesis, la reflexión de Žižek tiene que ver con la idea de que la existencia humana puede ser aniquilada por «un estúpido virus o asteroide».
Cárdenas va un poco más allá y señala que la vida está amenazada por una entidad que no persigue su supervivencia a costa de otra, el virus, sino que es una «estúpida contingencia». Es decir, no somos «víctimas» o «presas» de un sistema trófico o de un hilo de supervivencia ajena. Se trataría, pues, de un «morir en vano», un «morir sin protagonismo».
A razón de estas ideas es posible preguntarnos: ¿No somos nosotros el resultado de estúpidas contingencias semejantes?
La intención central de los textos de Cárdenas y Žižek parece ser la de expresar una percepción casi mística de los acontecimientos actuales. La pandemia mermará nuestro mundo, el mundo «tal y como lo conocemos», diría el héroe de alguna de las películas catastrofistas que cita el propio Žižek en su artículo. Por tanto, como consecuencia, estamos en el umbral, señalan ambos autores, de un cambio de paradigma social, cultural, económico, político.
Se vislumbra un deseo por escribir la historia del futuro, de la cual, cómo no, nosotros hemos de ser el centro. La pandemia vista como un suceso mesiánico que nos dirigirá hacia una nueva vida.
Pero, ¿es así?
Durante las manifestaciones feministas mexicanas del 8 y 9 de marzo, en las que se movilizaron decenas, o centenas, de miles de mujeres, el índice diario de feminicidios no disminuyó ni un ápice: 21 mujeres fueron asesinadas, en cifras oficiales, durante esos dos días. En España, durante el encierro de una semana, ya se han sucedido dos casos de violencia de género, un asesinato y un intento de asesinato (al menos hasta el día 20 de marzo).
Hace unas semanas, en Culiacán, México, en mitad de un tiroteo, tanto en el interior como en las inmediaciones de un hospital público (los sicarios fueron a matar a un herido que había sido rescatado en otra refriega), un usuario de las redes sociales grabó y transmitió un video en el que, mientras las balas zumbaban el aire a su alrededor, él seguía comiéndose unos tacos. Sin miedo, sin preocupación, indolente, feliz, incluso.
En México se ha normalizado la cifra de más de diez mujeres asesinadas al día. En Sinaloa, la de 70 asesinatos al mes, o más de 35 mil al año en todo el país. En Brasil la de miles de hectáreas de deforestación amazónica; en África la de decenas de miles de muertes por hambre o por enfermedades que son curables en otros lugares; el Estado de Israel continúa con su frenética ocupación de territorios palestinos, incluso ahora mismo, en mitad de la pandemia.
Asimilación, capacidad de asimilación, la principal y más tétrica virtud del sistema humano social y cultural. El mundo no se ha detenido nunca, ni con el hambre ni con Chernóbil ni con el terrorismo ni con las dos guerras o el puñado de dictaduras en todo el globo.
Y sin embargo, se sigue hablando de la necesidad de una hecatombe que nos permita cambiar las estructuras del capitalismo, del patriarcado, de la violencia religiosa, de la contaminación y el consumo desmedido.
Una partícula poderosa del pensamiento místico, no solamente del judeocristiano, sino de cualquier superstición, pervive en ese argumento: la necesidad de un evento mesiánico. Algo que nos detenga porque nosotros mismos no podemos, o no queremos.
En un texto publicado en La Tempestad, Ian Alan Paul señala muy bien esa doble moral del comportamiento en la pandemia: el mundo en cuarentena, desconectado y conectado a la vez, que requiere de un mundo desechable, aquellos que permiten que sigamos conectados y consumiendo.
Seguir pensando que la catástrofe tendrá un efecto redentor en la humanidad, al modo de las películas estadounidenses, es no haber visto nunca «el mal» como contexto cotidiano: la violencia del narcotráfico y la corrupción en México, la explotación y las guerrillas en África, el asesinato diario de mujeres.
La capacidad de asimilar el desastre, la capacidad de sobrevivir «con» la catástrofe y no «a ella», se impone, o nos es impuesto o lo imponemos, o todas las opciones al mismo tiempo. Y nada ha surtido nunca el efecto redentor que ciertas formas del cine o de la literatura se han empeñado, en numerosas ocasiones, en señalar.
La necesidad de que una «divina contingencia» (falsa forma laica de la divina providencia) venga a revelarnos un nuevo modo de vivir solamente puede indicar el nivel de nuestra propia estupidez. No es el virus, o el meteorito, el que representa la estupidez, somos nosotros, a la espera de un apocalipsis que nos devuelva algo que nunca tuvimos, al menos en términos colectivos.
No es mi intención penalizar la esperanza u ofrecer la visión pesimista de la situación. Sin embargo, el comportamiento de la violencia y de quienes hemos padecido la violencia en México a lo largo de los años me ha hecho ver estos fenómenos desde una posición menos entusiasta, por decirlo de alguna manera.
No creo en ese célebre refrán capitalista que celebra las crisis como oportunidades, o en el dicho popular de que no hay bien que por mal no venga. La idea de que el sistema del mundo contemporáneo va a cambiar radicalmente porque esta epidemia ha puesto en jaque a las instituciones, por ejemplo, me parece por lo demás inocente. Incluso, creo, es irresponsable.
La carga moral de una conclusión de esta naturaleza es justamente la que nos ha llevado a este punto en la historia. La espera de una guía ética o espiritual o política que nos conduzca de la mano hasta el siguiente estadio de nuestra evolución conjunta, opuesta a la decisión, a la voluntad, de hacer algo diferente, sin la necesidad de esperar como premio la supervivencia postapocalíptica, me hace pensar en los condicionamientos del comportamiento mediante la dicotomía del premio y el castigo.
Como si este pseudoaislamiento fuese una suerte de cura para lo enfermo que pervive no en nosotros, sino en nuestra sociedad. Pero, ¿no somos nosotros lo enfermo en la sociedad?, ¿no somos nosotros el alimento de nuestra cultura? Parece una obviedad preguntárselo. Sin embargo, la postergación de ese nuevo mundo somos nosotros mismos.
Tanto el texto de Cárdenas como el de Žižek como el de Paul o el del filósofo coreano Byung-Chul Han, proponen la posibilidad de un cambio, de esa redención colectiva en la que entraremos al salir de la pandemia. Reconocen, es verdad, dos posibilidades: la primera, que volvamos a cometer los mismos errores, y la segunda, que reconduzcamos el camino. Instan al lector a reconducir, evidentemente, porque ven, ante la crisis, la oportunidad.
Yo, ante la crisis, veo el largo proceso de asimilación que, por ejemplo, en México, ha convertido a la corrupción y a la violencia en parte de un paisaje social y cultural que ya no espanta a muchos.
¿Cómo ver el escenario de la pandemia, entonces? Lo primero, desde mi punto de vista, es pensar en las desigualdades, en el sistema de explotación laboral, en lo que siempre está pendiendo de un hilo.
Si pensamos en otras «catástrofes» de la historia, el lugar de la población desprotegida se manifiesta con más intensidad: la romantización de la cuarentena por un lado y la incapacidad de una numerosa cantidad de población que sobrevive mediante ese eufemismo que es la «economía informal» y que no es otra cosa que la precariedad.
Los obreros de Chernóbil, «sacrificados» por el bien común; la población sin oportunidades que termina siendo carne de cañón de las mafias del narcotráfico; el personal de salvamento, a quien se le exige dar más de sí en momentos como este que, además, evidencia las limitaciones en infraestructura y materiales que tienen siempre, no solamente en momentos de crisis.
Pensemos, por ejemplo, en los bomberos y sanitarios que acudieron al escenario de los atentados de las Torres Gemelas hace casi veinte años y que ahora padecen enfermedades relacionadas con los servicios prestados y que no son atendidas por el Estado como ya mostró hace algunos años Michael Moore en un documental. O en los bomberos que trabajaron durante los terremotos en la Ciudad de México o durante los huracanes que azotan el Caribe y el Pacífico en ambos extremos. O los trabajadores que mantienen el sistema que nos permite seguir conectados a Internet, o que sostienen la cadena de suministros para evitar el desabasto en los supermercados.
Desigualdad, quizá, es lo primero que podríamos ver.
Esta conclusión intermedia, sobre la desigualdad, no nos llevará a modificar el sistema. ¿Quién de nosotros, de verdad, tiene la capacidad de transformar radicalmente las estructuras de un gobierno, por ejemplo? Lo que sí nos permite es reconocer, y esto me parece de suma importancia, nuestro lugar en el mundo, proceso indispensable para reconocer a los otros, para pensar en los otros y con los otros, lo que resulta imprescindible para vivir en una colectividad cohesionada, y no en una «aldea global» ungida mediante códigos culturales emanados del consumo y la explotación.
El virus no destruirá al sistema capitalista ni a la sociedad de consumo. Destruirá vidas, ya sea como causa de muerte o como causa de los graves problemas económicos que se acentuarán o que romperán cualquier barrera de restricción. Esto es, creo, el lugar en el que debemos poner nuestra atención. Las vidas. No en el relato.
No hay redención, hay resistencia.
Y la resistencia crea reductos, lugares donde en soledad, o en mínima, tribal, compañía, logramos sobrevivir. Así ha sido siempre.
No estoy apuntando hacia un individualismo o hacia una voluntad de segregación sectaria. Me interesa pensar cómo a lo largo de los años en los que el sistema capitalista, o las religiones, o el patriarcado, se han perfeccionado en su terrible práctica, ha sido posible que otras formas de ejercer la vida existan creando márgenes habitables. Formas que han comprendido que la resistencia es un modo de actuar constante que no cede aunque tenga perdida la batalla.
Dice Josep Maria Esquirol, en La penúltima bondad, que «la situación humana, la condición humana, no se define a partir de ninguna pérdida ni de ningún alejamiento de la plenitud paradisiaca». Y esto quiere decir que la pérdida no está en el pasado y el bienestar en el futuro, ambos están aquí: en este presente.
Hemos de seguir luchando contra lo inhóspito. Y esa lucha ha de mantenerse no a la espera de un porvenir, sino por el hecho de que es hoy cuando es necesaria y vale la pena. Que la epidemia esté aquí no es la revelación de un nuevo destino, ni una prueba a nuestras formas de vivir en el mundo o de hacer colectividad, sociedad, cultura. Que la epidemia esté aquí no es otra cosa que una contingencia tan bruta y violenta como nosotros mismos.
Entonces, ¿dónde estamos nosotros? La constante búsqueda de escenarios futuros en la que están incurriendo numerosos artículos publicados en estos días, todos ellos escritos bajo la novedad de la amenaza, produce una especie de elipsis en la que diversos autores han elegido la posición de narradores omniscientes en un porvenir que ya deberíamos estar escribiendo. Es decir, la prospección de un relato que vendrá un día, quién sabe cuándo, a sanarnos y a ofrecernos un mundo mejor, porque lo mereceremos, porque habremos sufrido para llegar a él.
Pero este ideal de futurismo, aunque sea a corto plazo y con buenas intenciones, desencaja el lugar del presente. «Hemos de mirar al futuro» es otra de las promesas del capitalismo, porque en el futuro todo será mejor. Mientras tanto, el presente es un incendio a cuyas quemaduras nos habituamos. Pero el incendio no cesará.
No nos queda el reto de modificar el sistema-mundo, ni de derribar el capitalismo despiadado. No se nos viene encima el reto de reconvertir a la sociedad en un espacio de cooperación mutua y respeto por el medio ambiente y por el prójimo. No. Las utopías nacen muertas. En el pasado está esa enseñanza, esa cifra terrible.
Nos queda, únicamente, quién sabe a quiénes y a cuántos, sobrevivir. No hay moral en esto, no hay revelación ni apoteosis. Hay enfermedad, y enfermos, y una raíz esencial del origen de la cultura: el cuidado de sí y el cuidado del otro, que fundan y mantienen las relaciones familiares, amorosas, amistosas.
Nos queda la resistencia como un acto constante que involucra a uno mismo y a los otros, a los próximos. Una resistencia, sí, que pueda aprender y renovarse, pero que se ejerza en el ahora, no como indolencia sino como autocrítica constante, como forma de respeto hacia los que sufren, como forma de auxilio activo y no como asimilación pasiva.
En fin, una resistencia que siga creando esos márgenes en los que se persigue la supervivencia. No solo en los términos de la vida misma sino en los términos de las prácticas culturales que miran hacia el ahora, hacia aquellos con quienes hacemos compañía.
Así, parafraseando a Esquirol: la resistencia no es haber resistido, sino más bien no dejar de resistir.