El año 1898 fue clave en el devenir de España. Ese año se perdieron Cuba, Filipinas, Puerto Rico, y se vendieron las islas Marianas y las Carolinas. Eran los últimos vestigios del imperio sobre el que nunca se ponía el sol. Las últimas colonias de ultramar.
El desastre, aun así, llevaba tiempo gestándose.
El conflicto con Estados Unidos, la potencia mundial incipiente, venía anunciándose desde el año 78. Pero no se concretó hasta febrero del 98, cuando el acorazado Maine fue convenientemente dinamitado en plena bahía de La Habana y España acusada de la agresión. ¿No os recuerda a la entrada de Estados Unidos en Vietnam?
La respuesta no tardó en producirse: el presidente William McKinley declaró la guerra a España, y el almirante Cervera fue el encargado de mandar a un puñado de cáscaras de nuez contra los acorazados yanquis.
La humillación fue absoluta. Y las consecuencias de la derrota, en la sique de los españoles, tremendas.
Muchos siguen sin haberse recuperado de ello, tal y como me explicó mi amigo, el también novelista José Manuel Fajardo, durante una conversación, que mantuvimos hace ya algunos años en uno de los fuertes españoles de Puerto Rico:
–Supongo que sabrás que en el arsenal de La Puntilla en San Juan ondeó por última vez la bandera de nuestro país. Fue cuando se firmó el Tratado de París, entre España y Estados Unidos, que puso fin a la guerra, y Puerto Rico pasó a ser colonia yanqui. Los últimos soldados españoles la debieron de bajar, la doblaron con mimo y se retiraron, en medio de redobles de tambores, hasta los barcos… Y así terminó la aventura española en América –dijo, no sin cierta involuntaria emoción.
Era la primera vez que yo estaba en la isla de Puerto Rico. Los dos nos quedábamos una semana con motivo de un festival literario que dirigía el propio Fajardo. Yo sabía que allí había estado Juan Ramón Jiménez bastantes años tras exiliarse en Estados Unidos después de la Guerra Civil, y me interesaba contemplar la geografía de sus últimos días. También me hizo gracias encontrarme con un país hispano, y no una provincia de Estados Unidos, pese a su complejo estatus.
El festival estaba concentrado en el cuartel de Ballajá, en el viejo San Juan, una península dentro de Puerto Rico, y cada día nos encontrábamos allí medio centenar de literatos para debatir sobre las grandes cuestiones de un mundo donde cada vez pintamos menos.
Al no estar lejos del fuerte español, por la tarde, después de terminar con nuestras intervenciones, nos acercábamos a disfrutar de la vista que, desde lo alto de sus murallas, se tenía sobre el mar Caribe…
Había una indudable emoción en la voz de Fajardo, ya digo, y no era para menos. Más allá de que él hubiera escrito una novela sobre la conquista, y que fuera un gran americanista, se trata de una de las fechas más trascendentes de la historia española.
La guerra con Cuba fue la puntilla que remató el sueño colonial y convirtió la problemática de España en tema principal de la época. En realidad, como apuntó Fajardo, todo el 98, como movimiento literario podría entenderse como una especie de think tank de la época en torno a esta problemática.
Digamos que a partir de esa fecha el sentido de la españolidad fue el vector dominante de la reflexión y un problema común al que cada cual dio, según su temperamento, una respuesta propia.
El político y economista Joaquín Costa publicó ese año su famoso Colectivismo agrario en España, encabezando la vena regeneracionista, anticaciquista y agrarista, hija romántica del reformismo dieciochesco. Se hizo famoso su lema: “escuela despensa y siete llaves para el sepulcro del Cid”, y el reclamo de un cirujano de hierro.
Siempre me ha gustado el tono vehemente y ecologizante avant la lettre con el que Joaquín Costa defendió la necesidad de reforestación y la horticultura:
Son los árboles obreros incansables y gratuitos, cuyo salario paga el cielo, que no se declaran en huelga, ni entonan el Himno de Riego, ni vociferan gritos subversivos, ni infunden espanto a las clases conservadoras, ni socavan los cimientos del orden social. Para ellos, la cuestión social no está en que los exploten, sino al revés, en que los hagan holgar. [Joaquín Costa]
En el terreno filosófico, la respuesta fue menos terrenal.
Ángel Ganivet, con su Idearium español, analiza el fracaso de la política española como consecuencia de una renuncia al carácter insular que tendría haber mantenido.
Para este diplomático granadino, el temperamento español era senequista, estoico, hondamente espiritual y recalcitrante a la militarización a la que nos arrastró la casa de Austria.
El desastre lo consideraba inevitable. La única manera de salvar los muebles, al parecer de Ganivet, estribaba en renunciar a todo conato de imperialismo y en procurar recuperar ascendiente intelectual sobre los países de la hispanidad:
“Si por el solo esfuerzo de nuestra inteligencia lográsemos reconstituir la unión familiar de todos los pueblos hispánicos, e infundir en ellos el culto de unos mismos ideales, de nuestros ideales, cumpliríamos una gran misión histórica, y daríamos vida a una creación, grande, original, nueva en los fastos políticos; y al cumplir esa misión no trabajaríamos en beneficio de una idea generosa, pero sin utilidad práctica, sino que trabajaríamos por nuestros intereses, por intereses más trascendentales que la conquista de unos cuantos pedazos de territorio”. [Ángel Ganivet]
Su altura de miras es encomiable y, pese a que murió joven (se suicidó con treinta y dos años), su influencia fue grande.
En la línea con esa España espiritual, el vehemente Ramiro de Maeztu, en su Defensa de la hispanidad, abundó en la necesidad de mantener los lazos panhispánicos.
Para Maeztu, España no es ninguna Grecia espiritual, como sugería Ganivet, sino la Roma espiritual del catolicismo. Una encina medio sofocada por la hiedra de la Ilustración, el liberalismo y el bolchevismo, que debía volver a encontrarse a sí misma y recuperar su esencia de los tiempos en los que se forjó la famosa hispanidad:
“Ante el fracaso de los países extranjeros, que nos venían sirviendo de orientación y guía, los pueblos hispánicos no tendrán más remedio que preguntarse lo que son, lo que anhelan, lo que querían ser. A esta interrogación no puede contestar más que la Historia. Pregúntese el lector lo que es como individuo, no en lo que tenga de genérico, y no tendrá más remedio que decirse: «Soy mi vida, mi historia, lo que recuerdo de ella». El mismo anhelo de futuro que nos empuja todo el tiempo no podemos decir si es nuestro, personal o colectivo o cósmico. ¿Cuál no será entonces la sorpresa de los pueblos hispánicos al encontrar lo que más necesitan, que es una norma para el porvenir, en su propio pasado, no en el de España precisamente, sino en el de la Hispanidad en sus dos siglos creadores, el XVI y el XVII?”. [Ramiro de Maeztu]
Para Maeztu no hay más camino que el de la monarquía católica, instituida para servicios de Dios y del prójimo. Yo supongo que su posición, sorprendentemente retrógrada, era una reacción a las ideas federalistas, mucho más modernas, como las de Pi y Margall, que todavía coleaban en el ambiente.
En cuanto a los autores más conocidos, Unamuno, coincidiendo en la necesidad de espiritualidad, fluctúa entre una quijotesca llamada a la sinrazón, con una confesada y romántica nostalgia de la Edad Media, una apología de la irracionalidad anticientifista con tintas antieuropeístas, como en La vida de Don Quijote y Sancho; y el equilibrado y razonable europeísmo de En torno al casticismo.
…el despertar de la vida de la muchedumbre difusa y de las regiones tiene que ir de par y enlazado con el abrir de par en par las ventanas al campo europeo para que se oree la patria. [Miguel de Unamuno]
Nunca he acabado de entender si en esta reivindicación del Quijote como emblema de la espiritualidad española lo que le atraía era la locura –la fe– del iluminado, o la cordura del protagonista de Cervantes que, tras darse cuenta de la cantidad de barbaridades hechas, recupera la sesera. De todas maneras, a Unamuno le encantaba torturarse entre contradicciones.
A él debemos, en cualquier caso, el interesante y fructífero concepto de intrahistoria.
Y a Baroja, aunque en un principio se vio contagiado de las ideas regeneracionistas tan extendidas en la época e incluso formó parte, con Azorín y Maeztu, de aquel efímero Grupo de los Tres, que pretendía europeizar España y reclamaba “aplicar los conocimientos de la ciencia en general en todas las llagas sociales”, muy rápidamente se vio vencido por su temperamento pesimista y desencantado:
“El progreso del mundo no se ve claro y menos en sentido espiritual y moral. Da la impresión de que todas nuestras luchas, y con ellas las guerras, las hambres y las pestes no se diferencian gran cosa de las que se dan en la vida de los insectos, y parece que, después de la sangre, de los incendios, y de las destrucciones, los países se contentan con vivir como antes y los hombres aspiran a no ascender en el plano de la existencia corriente, sino a mirar como un ideal la vida pasada, que antes les parecía vulgar y sin grandes atractivos. La comprobación de la inutilidad de este agitarse de las masas, de este tejer y destejer, de esta lucha violenta por ideales que fracasan, es cosa muy triste”. [Pío Baroja, Galería de tipos de la época].
Definitivamente, Baroja no era un hombre de acción.
Por su parte, Azorín terminó arrebujándose en un conservadurismo rancio y sentido. Casi toda su obra gira en torno a la problemática de España, que vertebró buena parte de su existencia. Fue incluso político maurista durante un tiempo. La clave, para él, radicaba en la continuidad de lo que él entendía por conciencia nacional.
España como los demás países tiene una tradición, un arte, un paisaje, una «raza» suyos, y que a vigorizarlos, a hacer fuertes, a continuar todos estos rasgos suyos, peculiares, es a lo que debe tender todo el esfuerzo del artista y del gobernante». [Azorín, “La continuidad nacional”]
Su recuperación de los clásicos, sus descripciones de ambientes y paisajes, todas sus novelas y artículos, iban encaminados a ayudar a los españoles a tener conciencia de sí mismos.
Azorín, como casi todos los mencionados, fue un castellanófilo declarado. Él también convirtió a la empobrecida Castilla en metáfora de decadencia. Con la edad fue declarándose tan antieuropeísta, casi, como Unamuno.