Pongamos que usted se llama Fulgencio. Como ya habrá intuido, odia a sus progenitores, sobre todo a su padre, que no conforme con perpetuar el apellido de su linaje hizo lo propio con el nombre. Hasta donde usted conoce, todos los primogénitos de su familia se llaman Fulgencio. Obviamente, desde que iba al colegio todo el mundo se ha burlado de usted, así que los años le han convertido en un ser huraño y desconfiado. Los demás le resultan antipáticos. Si alguien se le acerca a hablar, no duda el motivo: interés económico. Después de todo, factura varios millones de euros al año debido a la empresa textil que heredó de su padre. “Fulgencio, aquel que refulge entre la multitud”, se dice autocomplaciente.
También se vanagloria de ese presunto interés económico de los demás: tal y como se deduce de la teoría de juegos, obra cumbre del pensamiento liberal, el ser humano interactúa con sus semejantes mediante la lógica del beneficio, y eso es lo que mantiene a la sociedad estable. Gracias a su aprensión, hipotéticamente presente en todos los individuos del planeta, el mundo prospera, puesto que la mano invisible de Adam Smith ejecuta de forma óptima su vocación de benefactora social.
De hecho, usted está tan orgulloso del miedo al otro que lo potencia, pletórico, con algunas medidas de seguridad en su mansión de Pedralbes: sistemas de control perimetral de rayos infrarrojos, videosensores ubicados estratégicamente por todo el jardín, cámaras de videovigilancia que se comunican con la comisaría de policía más cercana en un circuito cerrado, detectores magnéticos en puertas y ventanas1 y mamparas de ducha antibalas2.
Pero, como decía Günther Anders cuando criticaba la detonación de la bomba atómica sobre Hiroshima, si los medios utilizados para conseguir un fin perpetran la barbarie, esos mismos medios se convierten en el fin. Dicho de forma más gráfica: si usted, Fulgencio, pretende acabar con sus temores por medio de dispositivos de seguridad, lo único que conseguirá es reproducir y extender la paranoia colectiva del conflicto individual institucionalizado, o sea el mercado. Porque, siendo claros como el barro, estamos en guerra. En una guerra sin tregua de todos contra todos, ya que cualquier individuo, y más si va en grupo, es potencialmente peligroso.
En unas declaraciones que lo delataron, Antonio Moreno, jefe superior de la Policía del País Valencià y responsable directo de varias cargas policiales contra universitarios, se refirió a los estudiantes manifestados como “el enemigo”3. Ocurre que, como todos los ciudadanos pueden ejercer el libre derecho a manifestarse, todos los ciudadanos son, pues, el potencial enemigo a batir. Al igual que la causa final de la seguridad es hacernos sentir inseguros, el de las fuerzas del orden es generar y regenerar el caos beligerante que nos guía a diario. “Matémonos, pero, por favor, que sea ordenadamente, a cuentagotas y conforme a lo estipulado por la ley”, le diría cualquier experto en derecho constitucional.
Para que esta guerra se decante hacia el lado de los suyos, Fulgencio, el Barón Haussmann, a mitades del siglo XIX, puso la primera piedra. El arquitecto y urbanista sentía recelo por las clases subalternas y urdió un nuevo centro neurálgico en París con el objetivo expulsar a las masas obreras hacia la periferia; un plan basado, sobre todo, en la construcción de grandes avenidas. La operación arquitectónica ha sido rebautizada como “embellecimiento estratégico”. “Embellecimiento” porque las arterias urbanas respondían –y siguen respondiendo- al ideal de grandeza burgués, así como las catedrales góticas mostraban la magnanimidad de Dios y las pirámides egipcias la de los alienígenas. “Estratégico” porque, aparte del destierro del proletariado, su función era militar.
Walter Benjamin dijo al respecto: “La anchura de las calles debe hacer imposible las barricadas, y las nuevas calles deben establecer la unión más rápida entre los cuarteles y los barrios obreros”4. Aquella reestructuración de las calles parisinas fue clave para el aplastamiento de la Comuna de París, en 1871. El enemigo, en este caso los obreros acomunados, no pudo hacer frente a la sencillez con que los batallones, dirigidos por Adolphe Thiers, circulaban por avenidas como el Boulevard de Strasbourg.
Sin embargo, Fulgencio, los humanos no son los únicos peligros que acechan a la patronal. Bien que usted lo sabe. La otra gran amenaza, ahora muy de moda, es el Apocalipsis. Los antecedentes milenaristas de nuestra cultura se cuentan por decenas. Por ejemplo, los cristianos del Ponto, influenciados por la tradición pagana de la Palestina del siglo I, vendieron todos sus bienes y se marcharon lejos de sus tierras porque creían que el fin del mundo llegaría en breve. Viendo que la catástrofe se demoraba, hacia el año 200 decidieron volver a su vida normal5.
De algún modo, este mesianismo a la inversa ha seguido proliferándose hasta la actualidad. No miro a nadie, pero conozco a un hombre que ha erigido un búnker anti meteoritos en un jardín de Pedralbes. Si alguno de los que profetiza el fin del mundo este 2012 está en lo cierto, un planeta6 alterará nuestra órbita, un asteroide se nos caerá encima7, entraremos en un cinturón de fotones que desintegrará el campo magnético terrestre8 y una superonda gravitacional eyectada desde el centro de la Vía Láctea destruirá nuestra atmósfera9.
Como las posibilidades son varias, el grupo Vivos se ha puesto manos a la obra y ha construido veinte bunkers subterráneos. En caso de que Pedralbes se inunde porque el Mediterráneo se ha desbocado, no pasa nada: el búnker es capaz de salir indemne con toneladas de agua encima durante quinientas horas. ¿Que la temperatura aumenta a causa de una colisión cercana? Ningún problema: el búnker puede soportar hasta setecientos grados Celsius. ¡Y qué decir de los terremotos! El refugio subterráneo aguanta incluso temblores de diez grados en la escala Richter. Si la burguesía parisina del siglo XIX hubiese tenido estos medios, París aún sería de los obreros y jamás se habrían edificado ni las avenidas ni la Torre Eiffel ni nada de nada. Por lo menos sobre la corteza terrestre.
Seguramente, algún Fulgencio perspicaz –de entre ustedes– se preguntará: “¿Qué diferencia hay entre los antidisturbios de Valencia y los meteoritos o las superondas gravitacionales, si ambos son igual de violentos?”. La respuesta es tan obvia como sencilla: un meteorito, por ejemplo, ni vende su fuerza de trabajo ni tiene capital suficiente para comprarla, así que debe ser del lumpen, no de la policía.
El caso es que, seamos estudiantes, obreros, ciudadanos de a pie o un asteroide del lumpen, como es el miedo lo que rige la sociedad burguesa, todos somos culpables hasta que se demuestre que somos culpables, y para honrarnos públicamente se han construido obras excelsas, colocado cámaras de videovigilancia en puntos estratégicos y nos han llamado “enemigos”. No encuentro mayor motivo de orgullo.
2 Mike Davis, Control Urbano: La ecología del miedo, Virus Folletos.
3 http://www.publico.es/espana/423065/la-policia-aduce-que-se-limito-a-responder-al-enemigo
4 Walter Benjamin, París, la capital del siglo XIX.
5 Josep Fontana, Europa ante el espejo, Biblioteca de Bolsillo, pág. 26.
6 Nibiru, el planeta que, según el erudito Zecharia Sitchin, autor de El duodécimo planeta, da una vuelta al Sol cada 3.600 años. En algún momento debería pasar cerca de la órbita terrestre. Hay gente que asegura haberlo visto ya en ciertas zonas meridionales.
7 El asteroide QG42 está rondando la Tierra. En este mismo instante.
8 Teorizada por los New Age, la propuesta es tan imaginativa como imposible de explicar. Eso sí, hay vídeos.
9 La teoría de la superonda galáctica fue propuesta por el astrofísico Paul LaViolette en 1980. Un vídeo donde la explica.