Me gusta la distinción que hace Ortega en Meditaciones del Quijote (1914) entre el teatro francés clásico y el teatro español del Siglo de Oro.
Consideraba Ortega que el teatro francés era un espectáculo para aristócratas, donde se presentaba una historia conocida por la mayoría. Esta historia ni siquiera interesaba demasiado en sí misma, y apenas se resaltan un puñado de momentos.
No se trata de pasión, sino de análisis de las pasiones.
Los caracteres eran el eje del suceso trágico. Los espectadores se “entonaban” con la ejemplaridad de esas figuras magnánimas. Estudiaban unas reacciones que proporcionaban gestos normativos ante grandes avatares de la existencia.
Un teatro así solo podía pivotar en torno a los grandes reyes y a los mitos de la Antigüedad.
Se nota, dice Ortega, que existía un público deseoso de una alta forma de decoro, que anhelaba el perfeccionamiento. Todo estaba medido. La técnica era noble. La corrección imperaba en la poesía, la gramática, el comportamiento.
Era un texto que exigía una actitud reflexiva.
Y por eso Racine se nos hace frío y monocromo. Parece un jardín de estatuas parlantes.
Clásico es el adjetivo que mejor engloba estas características.
En cambio, el teatro español del Siglo de Oro es básicamente popular. Su personaje más emblemático fue el gracioso, al que tanto partido sacó Lope.
Estaba sostenido por la peripecia, por una ringla incesante de hechos insólitos y azarosos. En él, la anatomía psicológica no era importante. Se la toma en bloque. Se la utiliza como trampolín para que la trama avance.
Se trata de un teatro desenfrenado, apasionado, que demuestra la condición de “pueblo pueblo” que, según Ortega, tenía el público que buscaba enardecerse y embriagarse con el espectáculo.
La prosa es deslumbrante, cargada de artificio, ingenio y metáforas imaginativas. El vocabulario está lleno de reflejos tan brillantes como los de un retablo.
Es tan exaltado, nos dice, como el arrobo místico de los frailecillos y las monjas que se embebían en la exaltación mística.
Barroco, es por supuesto, el adjetivo que mejor le sienta.
Ortega se fijó en el Siglo de Oro español, pero lo mismo podía haber presentado el teatro isabelino de Shakespeare.
En ambos casos triunfa el temperamento moderno sobre el antiguo.
Los modernos ya no se sienten enanos sobre los hombros de gigantes (ese es el sentir general del Renacimiento respecto a la Antigüedad), sino que se independizan, toman vuelo propio, rompen con la tradición y abrazan una modernidad que marcará profundamente el devenir del género en los dos países.