Juan José Saer, escritor argentino, escribía hacia el final de su ensayo de 1989, El concepto de ficción: “A causa de este aspecto principalísimo del relato ficticio [haberse puesto al margen de lo verificable], y a causa también de sus intenciones, de su resolución práctica, de la posición singular de su autor entre los imperativos de un saber objetivo y las turbulencias de la subjetividad, podemos definir de un modo global la ficción como una antropología especulativa”.
Jorge Carrión (Tarragona, 1976), en su Barcelona. Libro de los pasajes (Galaxia Gutenberg, 2017), se refiere a sí mismo como un cronista, aunque piensa también a su libro y a la ciudad como una especie de novela. Siguiendo a Carrión se podría ampliar el concepto de Saer y pensar al escritor benjaminiano, Carrión mismo, al pasajista o pasajerista, como un dendrocronólogo.
Los dendrocronólogos, escribe Carrión en su libro, son “científicos expertos en los anillos vegetales, en el crecimiento radial de las especies leñosas, en ese ritmo regular del tiempo, música estacional y biológica. Mediante taladros de incremento con brocas anulares, los dendrocronólogos obtienen un testigo de ese crecimiento periódico, una muestra de estratos vivos: al contrario que los fósiles o que las copas geológicas, esos anillos están vivos, forman parte de árboles centenarios o milenarios, los más viejos de los grandes seres vivos con cuerpo individual”.
Un dendrocronólogo literario sería más preciso, para apartarse de lo científico, para que el trabajo de archivo se llene también de memoria viva.
En uno de sus recorridos por los pasajes de Barcelona, Jorge Carrión habla con una encargada del edificio, Honorinda, a la que tras entrar en confianza le pregunta por los burdeles de antaño:
“Pues yo fui al Chalet del Moro cuando era joven –me cuenta bajando la voz–. Había espectáculo de calidad, como mujeres que hacían el amor entre ellas y striptease, lo mismo que el Bagdad, pero todo más exótico, no sé cómo decirlo, más sugerente. Y yo me despido sin decirle que no cuadran las fechas, que es imposible que fuera el Chalet del Moro, porque las fechas nunca cuadran en la memoria”.
Así, Carrión en Barcelona. Libro de los pasajes va tanteando entre archivos y recorridos, la ciudad que no deja de mutar. La historia de la ciudad desde los días romanos, París como un espejo deformado, los varios proyectos de modernidad que atraviesan siglos, los ríos encauzados donde alguna vez se lavó la ropa, los barrios que se enriquecen o se empobrecen por el desarrollo urbanístico, los cafés y bares que surgen todo el tiempo, mira los mármoles y los grafitis y los límites del entramado de la ciudad, los pequeños espacios periféricos donde sobrevive algo del campo, la señal visible de que hubo un antes, una orilla.
Todo ello, atravesado y atravesando los pasajes, esas intervenciones en el tiempo, que aparecen y desaparecen.
¿Por qué Walter Benjamin no escribió sobre los pasajes barceloneses?, se pregunta Carrión en su libro. El disparador benjaminiano permite a Jorge no solo la concepción de un proyecto que se permite entrelazar el extracto literario como un pasaje en sí mismo, al modo de Benjamin, evidentemente, pero también de Roland Barthes, el escritor que adoptó y llevó hasta sus propios límites la escritura del fragmento. No solo la concepción de un proyecto, decía, sino también una estructura para su libro.
Barcelona. Libro de los pasajes no solo se detiene en ciertas zonas narradas por Juan Marsé, cuyas calles pueden ser más de Pijoaparte que de Teresa, ni en qué café se presentó Nada de Carmen Laforet, una de las novelas de Barcelona que a tantos nos marcó la adolescencia, sino que dan cabida a Beatriz Sarlo y su Buenos Aires de modernidad periférica, a Piglia, Caparrós y el citado Saer, entre los argentinos. La Barcelona de Carrión dialoga con Calvino y sus ciudades imaginarias; con Baudelaire, con tantos otros.
El fragmento de texto como pasaje permite el tránsito y el interludio.
Carrión dialoga con expertos y lee sobre las historias de Barcelona. Consulta blogs y mapas virtuales. Después camina por las calles en busca de los pasajes, algunos conservados, a los que les saca fotos; algunos que han mutado, otros que han desaparecido. ¿Y los que no pudo conocer, los que se escapan incluso a su conocimiento textual?
El mal del archivo, siguiendo a Derrida, es que la pulsión de archivar (darle un domicilio al archivo) conlleva implícita su pulsión de destrucción. No hay ejemplo más claro que los blogs que guían a Carrión. Seguramente ya han ido desapareciendo en estos años. Seguramente, en esta búsqueda de los pasajes se escudriña también ese aura, “irrepetible aparición de una lejanía, por más cerca que esta pueda hallarse”, que el lector y espectador moderno ya no pueden encontrar, tal como lo planteaba el pensador alemán.
¿Y la experiencia? ¿Cómo dar cuenta aún de esa experiencia de los pasajes, de la habitación de esos pasajes, donde se busca follar si hay cómo, si el cuidador está descuidado?
En su libro de ensayos anterior, Librerías (Anagrama, 2013), Carrión parecía hallar un camino para dar cuenta de esa experiencia que cruza los pasajes. Estos pasajes de Librerías se dan entre el lector y la librería, entre la producción física de los libros (nos recuerda, siguiendo a Chartier, que en una época de la Historia del libro, los pergaminos eran borrados para alojar nuevos textos) y el recorrido por los lugares que los acogen para la venta (o el robo si pensamos en Gregory Corso, Bolaño, y tantos más).
Justamente en la introducción del libro escribe sobre las heterotopías, ese hallazgo conceptual foucaultiano que da cuenta de los lugares otros en que se ponen en tensión elementos heterogéneos que obstaculizan la formación orgánica de conceptos fijados. Y cuando los archivos son heterotópicos se pierden los lugares patriarcales de dominio y domiciliación: consignar ya no es custodiar.
“Al cambiar la topología y la técnica de consignación cambia el contenido mismo del archivo –describe Derrida– pero también comprobamos que la espectacularización de los documentos provoca un efecto de extrañamiento no sólo en relación con los documentos consultados, sino también con respecto a la conformación del conjunto”.
La mirada de Carrión recorre libros y su cuerpo, librerías. Su imaginación y su montaje –vamos a usar esta palabra tan benjaminiana– son notables cuando dan cuenta de este “desorden (la heterotopía) que hace centellear los fragmentos de un gran número de órdenes posibles” [Foucault citado por Carrión]. Pero en Contra Amazon, Jorge Carrión da cuenta de la invasión de otro tipo de heterotopía: la heterotopía globalizada y neoliberal que el omnipresente y omnipotente gigante creado por Jeff Bezos instaura en cada lugar apropiado, en cada librería desalojada por la inclemente –y anti-humana– lógica de la eficiencia y la rapidez como principios inalienables.
Ahí, el autor explicita el carácter político de sus caminares, de su mirada y de su relato obstinado de las librerías, todos modos de resistir, sin excesos nostálgicos o utópicos, la supresión de la espera y del tacto, la clausura de la conversación y el fin de la singularidad. Acude, creo, entonces, a la formulación de otro tipo de aura que quizá sea necesario inventar para que la demoledora acción de lo serializado no termine con esos bastiones literarios que también forman nuestra heterogénea cartografía afectiva.
Y si su nostalgia ante la desaparecida Librería Del Pensativo, en ciudad de Guatemala, lo hace querer conocer la nueva, Sophos, un impulso similar, quizá, lo hará recorrer una nueva ante la constatación de la pérdida de su admirada Librería Moderna, de Buenos Aires, que este año cerró sus puertas gracias a la avanzada neoliberal que es esencialmente anti literaria y anti cultural.
Quizá porque su recorrido por estos otros pasajes lo lleva a pensar que con la biblioteca de David Markson, que fue vendida íntegramente a Strand tras su muerte en 2012 y cuyos ejemplares fueron comprados por distintos lectores por pocos dólares, se pueda escribir una novela fragmentaria, dice Carrión, “en que los apuntes de lectura, las impresiones poéticas y las reflexiones se van sucediendo como en una sesión de zapping”. Una novela imposible pero imaginable.
Cada librería única como cada lectura integran un todo. Su ruina invariablemente es su transformación. Pasajes: veredas, arcos y libros.
Escribe Carrión, borgeanamente: “cada mano abierta es una estrella. La idea es antigua y ha ido difuminándose con el paso de los siglos: en lo pequeño está lo grande, en cualquier objeto por limitado que sea se encuentra una Idea inconmensurable, cada signo es un símbolo, cada parte del cosmos es el Cosmos, cada grano de arena condensa y representa el desierto entero” [Barcelona. Libro de los pasajes].