Gabinete del coleccionista: Teratología, lo que lo monstruoso nos dice sobre el presente en México

Feminicidios en México

 
Que el porvenir te traiga la nostalgia
y no se dé ninguna prisa,
que el funcionario te ampare
y que Dios exista, te deseo,
porque de no ser así
habrás echado a perder tu vida
y también la de los hijos de tus hijos,
en nombre de toda la pasividad
que ayudaste a esparcir sobre la tierra.

Jordi Virallonga, «El miedo pequeño»

La reflexión sobre la historia de los monstruos y del miedo nos lleva hacia la visión de la pasividad. Desde los bestiarios de la antigüedad hasta la literatura contemporánea, el miedo y lo monstruoso ha marcado a las sociedades. La violencia, y las manifestaciones recientes en México y en diversos países, se convierte, en este texto, en el punto de partida y de destino de un paseo por la idea de la resistencia contra lo pasivo y la inacción.

Probablemente es el miedo una de las emociones que más ha movilizado a las masas a lo largo de la historia. Se tiene miedo a lo diferente, que se presume barbárico por ajeno. Toda práctica cultural termina instituyéndose como un rasgo civilizatorio que posee relación, en algún pasado lejano y ya desconocido, con la supervivencia del grupo.

Tzvetan Todorov, 2017

Desde los antiguos sacrificios hasta las leyes modernas, todo adquiere la articulación de la supervivencia colectiva y, con el paso de los siglos, de la supervivencia de una forma de comprender la supervivencia misma. Es decir, rasgos culturales que ya no se consuman en prácticas que pongan a raya el peligro del grupo se siguen llevando a cabo, a veces de forma simbólica, como recordatorio de que es esa forma de cultura la que a lo largo del tiempo ha permitido a los miembros del grupo perpetuarse.

Perpetuación y supervivencia, no obstante, no es lo mismo.

A veces, sin embargo, esas prácticas se llevan a cabo de la misma manera, descontextualizadas ya y desligadas de los cambios que han sucedido y que podrían tornarlas caducas, y se arraigan desde las creencias religiosas hasta los preceptos jurídicos.

La circuncisión, el matrimonio «tradicional», algunas prácticas alimenticias o culinarias, el celibato de ciertos ministros religiosos o, incluso, el papel de determinados miembros del grupo se han perpetuado en formas casi arcaicas, en términos de temporalidad histórica, y en ocasiones también en términos de practicidad común, estableciendo fronteras infranqueables entre los diferentes grupos culturales y los inevitables cambios en una colectividad global.

Entonces se refuerza el dogma que dice que quien se desmarque de dichos preceptos y prácticas culturales ha de ser un paria del colectivo, ha de ser rechazado e, incluso, perseguido y castigado.

Robert Darnton, 1984

Las murallas de la ciudad moderna son culturales, no de piedra, pero se han vuelto aún más infranqueables.

Es posible pensar en el miedo a los gatos, por ejemplo, del que habló Robert Darnton en su libro La gran matanza de gatos. Es posible pensar en el miedo si hablamos de la campaña anticomunista en los Estados Unidos, y en buena parte del mundo occidental, después de la Segunda Guerra Mundial. Y hablando de ello, desde luego, habría que mencionar el miedo a los judíos, a los cristianos, a los paganos, a las brujas, a los herejes, a los negros, a los homosexuales, a los zurdos, a los rojos, a los leprosos, a los locos, a los inmigrantes, a los esclavos, a los musulmanes, y, cómo no, a las mujeres.

El miedo convierte en monstruo a cualquier individuo.

Es posible hacer una lectura del Frankenstein de Mary Shelley que se relaciona con todo esto. Si apelamos a la segunda parte del título del libro, El moderno Prometeo, entonces la reflexión está servida: el monstruo no es sino la diferencia, lo diferente, lo compuesto de muchas partes (y así es el monstruo pero así es también Víctor Frankenstein y así también es Prometeo) y, por ello, lo antes-no-visto, es verdad, pero también es monstruoso lo que ejerce voluntad, lo que se atreve a decidir, lo que reconoce las carencias, lo que se rebela.

El significado etimológico del nombre del titán Prometeo es, curiosamente, «prospección». Su altar más importante estaba en la Academia de Platón y se dice de él que nunca tuvo miedo de los dioses. Víctor Frankenstein es, teniendo esto en cuenta, un moderno Prometeo. También lo es, sin embargo, el monstruo. Quien no teme, entonces, provoca temor.

Mary Shelley, 1818

¿Qué es lo que hace frente al miedo que provocan estos personajes? No es el valor. No es valor lo que mueve a las turbas a perseguir al monstruo, ni valor lo que mueve a los otros científicos a cuestionar y alienar a Víctor Frankenstein, ni es valor el de Zeus al castigar a Prometeo.

Es, me parece, la pasividad. Pasivo es lo que sufre sin actuar, es decir, el dejar paso a los acontecimientos sin participar, sin involucrarse. Pasivo es lo que recibe sin reaccionar, lo que experimenta sin cooperar. Pasivo es lo que desea que nada cambie en este mundo. Pasivo es lo que no ejerce resistencia aun cuando desde el exterior se le aplasta, se le hiere, se le destruye, ya sea violentamente, ya sea sutilmente.

Y la pasividad se contagia, se extiende y se manifiesta, desde siempre, como un no hacer, una política del dejarse llevar por el «estado natural de las cosas» sin cuestionarlo, sin oponerse, sin quejarse, sin luchar. Pasivo es lo que, en días recientes con respecto a los hechos sucedidos en diversas ciudades mexicanas, y también con respecto a diversas manifestaciones de los últimos años, desde una más que dudosa y cuestionable comodidad, prefiere «respetar» un ya imposible «orden púbico» frente a la «violencia de las manifestaciones».

La pasividad produce buenos trabajadores, buenos vecinos, buenos padres, buenas madres, buenos ciudadanos. Eso es lo que se nos dice. Ordenados, limpios, ajenos a la mugre del caos social, impolutos, respetuosos. Son «necesarios» para que la sociedad sobreviva. Eso es, al menos, lo que parece. La pasividad no quiere revoluciones ni delirios, no pretende manifestar su descontento porque no pretende la necesidad de sentir descontento sino por todo aquello que pueda alterar ese «orden natural de las cosas».

H. P. Lovecraft, 1890-1937

La pasividad, que nunca alza la voz, se hace presente como una masa dispersa sin agenda ni voluntad común, es adalid de la fuerza individual, de la hechura del esfuerzo al margen de lo colectivo. La pasividad madruga y obedece. Habla y no escucha.

El miedo es quizá la emoción más primordial, la más antigua y la más intensa, decía Lovecraft, una de las pocas, seguramente, que compartimos con la animalidad. Está tan lleno de víscera el miedo que derrumba mercados, gobiernos, instaura religiones, regímenes totalitarios, produce estampidas. «Lo único que cura el miedo es el peligro auténtico. La reflexión aumenta el miedo», decía Unamuno, y concluye: «Pensar y no actuar es manantial de miedo». La pasividad, entonces, es manantial del miedo.

Es el propio Lovecraft quien señala que el encuentro entre los mundos usualmente lejanos, donde, por ejemplo, vivimos nosotros, y donde reside Cthulhu, que es el horror cósmico, produce la locura y el caos. ¿No es eso lo que en verdad ha ocurrido recientemente? ¿No es un horror cósmico el desatado, no por las manifestaciones, sino por la «oficial» cifra de nueve mujeres asesinadas al día en México?

¿No son las manifestantes quienes se han encontrado, cara a cara, con el ejercicio violento y aniquilador y su manifestación lo muestra a los demás, a los pasivos, que giran la mirada hacia ellas para no ver al verdadero animal que nos devora, que los devora, que las devora?

Siempre que pienso en acontecimientos como estos, pienso en Dorian Grey, en su retrato. Ese retrato que nos muestra, porque se lo muestra a él, el verdadero rostro de la decadencia. Dorian Grey necesita no mirar ese retrato para no reconocerse en el mundo, para no reconocer el mundo en el que de verdad vive y se desgasta.

Monterrey, 16 agosto de 2019

Es, así lo creo, lo mismo que sucede en el Farenheit 451 de Ray Bradbury. La prohibición de la lectura está dada en esa sociedad «ideal», que es tan ideal como la nuestra, porque la lectura nos hace pensar, mirar el mundo, darnos cuenta de la precariedad, la violencia, el cuerpo macilento de nuestro tiempo, que es el de todos los tiempos, y esa mirada, esa conciencia, cómo no, produce infelicidad, y ser infeliz, en esa sociedad, y en esta, ha de estar prohibido, porque la infelicidad produce miedo y el miedo derrumba los sistemas, económicos, políticos, religiosos, sociales, morales, patriarcales.

La pregunta por la pasividad y el miedo es la pregunta por lo monstruoso. ¿Quién es el monstruo y para quién deviene monstruo? Monstruo, y volvemos a la etimología, es «lo que muestra», el prodigio que se hace presente, cuya raíz indoeuropea es *men-, que significa «pensar», y que nos lleva a monere, que significa «advertir». Otra vez, volvemos a la idea de la prospección, es decir, volvemos a Prometeo, a lo que se rebela contra lo reglamentado, lo instituido, lo «normal». Lo que nos muestran las manifestaciones, recientes y pasadas, no es un mundo alternativo, sino este mismo mundo en el que la violencia es parte de un sistema de orden y auto-perpetuación.

La historia de la literatura es amplia en lo referente al tratamiento de los «monstruos». Desde el Physiologus en el siglo II, pasando por las Metamorfosis de Ovidio, desde el Bestiario de Aberdeen o el Bestiario de Juan de Austria, hasta los bestiarios de la tradición latinoamericana de mediados del siglo xx. La teratología como modo de aproximación a lo diferente, a lo que anuncia un futuro, y por ende las calamidades y dificultades de enfrentarse al paso del tiempo, ha fascinado a los clásicos, a Borges, a Arreola, a José Watanabe.

Jorge Luis Borges, 1972

A esos animales que conviven igualmente entre nuestros deseos y nuestras pesadillas, que se configuran como entes que dotan de identidad a diferentes constructos sociales contemporáneos, ¿no los hemos comenzado a comprender ya?, ¿no les debemos la visión, como el retrato de Dorian Grey, de nuestras decadencias?, es decir, ¿no nos hablan de esa caída de la que estamos siendo presas?

La pasividad se deja caer, arrastrar, arrasar. El monstruo nos provoca a luchar, nos invita a la resistencia, a quemar, a escribir en las paredes, a salir a la calle. El monstruo no provoca el horror, lo hace evidente. Y a veces, muchas veces, lo que más nos hace falta, es mirar, reconocer, resistir contra la pasividad que sólo esgrime el deseo de que nada cambie, de que todo permanezca.

«Violento no es solo lo que muestran los muertos, violento es también lo que ocultamos los vivos», escribieron los Exmisteriosos desaparecedores en su manifiesto después del secuestro del político mexicano Diego Fernández de Cevallos en 2010. Asimismo podemos decir que monstruoso no es solo lo que muestran las cifras de 9 mujeres asesinadas al día en México, según datos oficiales, monstruoso es lo que los vivos quieren ocultar, censurando las marchas, las manifestaciones, la necesidad de incendiar una realidad que ha demostrado ser una máquina de matar, un proceso de constante destrucción.

Dice Rafael Argullol que «por un lado lo monstruoso es la cristalización de nuestros miedos, de nuestros temores, pero simultáneamente lo monstruoso es la insinuación de un espacio de libertad».

Creo, pues, que el monstruo es la conciencia visible de un miedo que vive en nosotros y que nuestra responsabilidad no es matar al monstruo, sino mirar el origen de su procedencia. Es decir, resistir contra la pasividad.
 

Sobre el autor
(Culiacán, México, 1983) Estudió Ingeniería Industrial, Historia de la Ciencia y Filología Española. Ha publicado «La voluntad de marcharse» (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2008), «Anatomía de la memoria» (Candaya, 2014) y «Primera silva de sombra» (Caballo de Troya, 2018). Obtuvo el Premio Nacional de Literatura Inés Arredondo y la I Beca de Creación Literaria Han Nefkens.
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