No sería justo, llegado a este punto, dejar de mencionar en qué le ha influenciado el cine a la literatura, una influencia que, efectivamente, ha sido profunda, aunque no en el sentido en que habitualmente pensamos.
Muchos consideran que la escritura de los novelistas actuales es muy visual a causa del cine.
Eso es falso.
El Lazarillo (1554) y La Regenta (1884), por citar dos casos de los muchos que se me ocurren, son textos tremendamente visuales.
Y eso bastante antes de que los hermanos Lumière hubieran inventado su famoso aparatito, o de que hubieran nacido, en el caso de Lazarillo.
La visualidad nunca fue una cualidad exclusivamente cinematográfica. Los novelistas no hemos tenido que esperar a que se inventara el cinematógrafo para visualizar escenas.
La influencia que sí percibo en la novela «poscine», por contra, es una mayor tendencia a la síntesis.
Los escritores contemporáneos hemos aprendido que las cosas se cuentan una única vez, y si se repite un matiz sicológico tenemos la impresión de que hay redundancia.
En la novela decimonónica, en cambio, se repetían las mismas situaciones ochenta veces.
La exigencia de síntesis ha sido una enseñanza clave del séptimo arte, sabio en ello por necesidad.
Y luego está el uso de la elipsis, el evitar transiciones temporales y espaciales prescindibles.
Eso es algo de lo que también hemos aprendido los escritores, consciente o inconscientemente, en las salas oscuras.