El siguiente texto es una adaptación de la presentación del libro La puerta del cielo (Aristas Martínez, 2018) de Ana Llurba (Córdoba, 1980) a cargo de Begoña Méndez. La presentación del libro tuvo lugar en la librería Oficios Terrestres, Palma de Mallorca, 2019.
La puerta del cielo no va de mundos devastados ni del Planeta Tierra como cenagal mugriento. No va del aire envenenado por la violencia de los hombres, ni del fuego destructor que prende en los corazones de los resentidos.
Este hermoso libro tampoco va de sectas suicidas, de líderes pedófilos o de castigos terribles.
No es una novela sobre pieles quemadas ni automutilaciones. No trata de dioses extraterrestres, de mujeres astronautas ni de catástrofes definitivas.
Tal vez ni siquiera habla de niñas violadas o de vírgenes preñadas por invisibles haces de luz.
Es posible que no hable de sororidades traicionadas ni del descubrimiento de la sexualidad como una de las más bellas formas de manifestar ternura y de ofrecer cuidados.
Ana Llurba, en esta su primera novela, reelabora y pone del revés elementos extraídos de la ciencia ficción, de las mitologías súperpop o de la tradición judeocristiana, y los hace confluir con las preocupaciones del “capitaloceno”, esta nueva edad geológica caracterizada por el irreversible impacto de los humanos en la Tierra.
En este lienzo distópico y postapocalíptico Llurba despliega una voz narradora extraña y extrañante. Casi como una diosa alienígena que bajara hasta nosotras, sus criaturas humanas, para inseminarnos con su palabra luminiscente y arrullarnos con un cuentito interestelar que, sin embargo, no nos deja dormir. Porque su melodía es a la vez –y sin contemplaciones– inocente y cruel y brutal y mágica y encantadora y perversa.
Confieso que leí La puerta del cielo realizando paradas regulares para tomar aire cada cierto tiempo (y, en ocasiones, para decirle a mi esposo: “¿pero qué hermosa salvajada es esta?”).
Y, ahora, a los lectores, les digo: se trata de un cuchillito afilado que abre en canal los arquetipos y los lugares comunes. Una herida que incomoda y que pica, porque de ella brota una cuestión fundamental. A saber: en qué medida los relatos con que justificamos nuestras vidas nos atenazan y nos encierran en un mundo pequeño y corto.
Las protagonistas de La puerta del cielo habitan un territorio doble. El del encierro obligado, por un lado, y el de la adolescencia, por el otro. Una adolescencia que en la novela parece concebirse como un lugar privilegiado desde donde hacerse preguntas y dudar. Un espacio todavía amorfo desde el que practicar un higiénico desacato a la autoridad, así como una dolorosa búsqueda de respuestas al enigma de uno mismo, al abismo de lo otro.
La novela construye un universo de vírgenes violentadas y muertas de hambre, esqueléticas y ateridas de frío. Estas niñas están, sobre todo, famélicas de vida. Su realidad no es sino un mundo claustrofóbico y cerrado, como una cloaca o un vientre materno. Pero si seguimos el rastro delgado de su sangre menstrual, encontraremos un pequeño camino hacia la esperanza: ese sendero se llama fabulación.
Porque La puerta del cielo es un libro sobre la importancia de las palabras para abrir grietas en las historias oficiales y filtrar otras realidades. Un libro sobre el valor de las narraciones como hechos fundacionales. Sobre cuánto necesitamos reescribir los relatos que nos cuentan para desmantelar las mentiras y (re)construir la verdad. Palabras para hacernos un cuerpo y una identidad, para (re)configurar la forma de nuestras relaciones, nuestro modo de habitar el planeta.
Y eso es precisamente lo que hace su protagonista, Estrella: desde las entrañas más abyectas de la tierra nos cuenta su historia y con sus palabras refunda su carne y recrea el mundo.
La escritura de Ana Llurba es una fiesta enajenada en ascensión mística hacia las cloacas del subsuelo y es también la celebración de un descenso en caída libre a las vísceras (in)contaminadas de la tierra.
Abran La puerta del cielo y déjense fecundar por su loca luz divina, nútranse con el humus terrestre en el que nos encierra.
Sean livianos y densos sin contradicción o, como diría Yung Beef en “Ready p’a morir”, dejen de creer en la gravedad y caigan p’arriba.
Alabada sea Ana Llurba, alabada sea en las alturas. Amén