Impacte aquí: apuntes para colisiones urbanas

Un marroquí gigantesco cruza la calle Hospital sin mirar. Lleva una chupa de cuero y va hablando por teléfono. Puedo apreciarlo en todo su detalle, analizarlo, inscribirlo en mi memoria durante los largos y extraños momentos que preceden al atropellamiento. Su cuerpo detiene súbitamente mi bicicleta, la acoge en toda su dureza sin inmutarse, sin el más mínimo aspaviento, y me lanza como un muelle a los pies de la gente de una terraza frente al teatro Romea. Aterrizo penosamente con un tobillo y un codo sangrando, aturdida por las aceleradas disculpas del obstáculo no esquivado.

Una pelota es chutada con la fuerza del rayo en la plaza del MACBA. Describe una preciosa parábola, envuelta en el silencio, suspendida en el cielo oscuro, al final de la cual se encuentra mi cabeza. Me tambaleo y caigo al suelo, y personas desconocidas acuden a mí como a un repentino cadáver.

Me busco en la ciudad para encontrar la ciudad como cuerpo, como fenómeno, como entramado de realidad susceptible de ser aprehendido, y las primeras imágenes urbanas que aparecen tienen esta forma de impacto tragicómico del que yo formo parte. Una atribulada biografía sembrada de golpes y caídas sitúa en un primer plano la vertiente catastrófica de mi periplo urbano, y abre un resquicio, una estrecha vía de entrada a lo urbano. La ciudad entera puede aparecer, más allá de mi cuerpo y su natural inclinación a percutir y ser percutido (por otros cuerpos, por las cosas, por el suelo) como un enorme sucederse de contactos puntuales de intensidad y duración variables.

Railways under London, Marie Neurath, 1948

 
Las tazas y los cubiertos que chocan en un abarrotado bar de desayunos, los palmetazos en las nalgas de algún ser jadeante oídos con regularidad en un patio de luces cerca de Plaza Molina, el suelo que sale al encuentro de las palomas envenenadas. Amores profesados a seres fugaces  en el metro, o en la cola del banco. Las puertas de los autobuses que atrapan a algún anciano. Manos asiendo puertas, paraguas, bolsas de la compra. En una vertiginosa aceleración cada pisada contra el asfalto y las aceras, cada párpado cerrándose abarrotado de caras, ventanas iluminadas, rótulos. Cada desconocido, cada amistad, cada cópula. Los días cerrándose silenciosos sobre sí mismos y cayendo hacia atrás, sobre todos los anteriores.

La ciudad acepta ser pulverizada, desmenuzada a toda velocidad en una cantidad infinita de convergencias más o menos violentas. Esta manera de descomponerse no es exclusiva de la ciudad, claro está, pero la ciudad se organiza como un enorme circuito programado para la alternancia entre la circulación y el contacto. El hecho mismo de la ciudad, su esencia si es que la tiene, puede recibir este voluble armazón. Cualquier ciudad, concreta o abstracta, es susceptible de puntearse con una miríada de golpes, de roces, de impactos que arrojan mapas infinitamente móviles y efímeros; una enorme vista de pájaro que hace asemejarse la ciudad a un interminable hormiguero. Tan arriba y tan lejos que la frontera entre el contacto programado y casual, ordinario y extraordinario, querido o sufrido como trágico destino es del todo indiscernible.

En Masa y poder (Debolsillo, 2010), Elias Canetti define la masa como “la inversión del miedo a ser tocado”. Si por masa intentamos entender no sólo la aglomeración de personas sino el conjunto a la vez organizado y abigarrado de materia orgánica e inorgánica que llamamos ciudad, y si aceptamos que en la óptica aquí esbozada la línea entre lo voluntario y lo accidental se desdibuja, podemos permitirnos buscar un resorte común detrás de todo contacto urbano. Trazar caprichosamente, tras la pura multiplicidad, una sola corriente responsable de precipitar unos sobre otros los objetos y los cuerpos en las ciudades, una oscura fuerza de atracción que contiene en sí el miedo al contacto por ser su inversión descontrolada.

La ciudad ha sido reducida al mínimo, al esqueleto precario de sus choques; despojada sin piedad de su carne.  El despoblador (Tusquets, 1984) es un pequeño texto de Samuel Beckett, escrito entre 1968 y 1970, que construye un microcosmos cerrado, un “cilindro” poblado por una masa de seres cautivos, desvalidos y abandonados a la sola imaginación del lector. Beckett describe el crujido que provocan sus cuerpos secos al chocar, y dibuja su hábitat marcado por la constancia y la repetición, sus condiciones de luz y temperatura, sus normas y los movimientos que en su árido espacio cumplen absolutamente determinados estos tristes seres.

No quería alojar mis ciudades en tan desolador páramo, arrebatarles todo atisbo de libertad, de placer o de ilusoria sensación de controlar en algo la propia existencia entre edificios, semáforos y andenes sucios. Clarice Lispector, en Un soplo de vida (Siruela, 2008), “fabrica” el silencio aumentando al máximo el volumen de la radio y deteniéndola de pronto. Se trataba aquí de saturar el monótono volumen de lo urbano para crearle un silencio y proponer la belleza de lindar con la nada.
 

Sobre el autor
(Palma, 1985) Es licenciada en Derecho y en Teoría de la Literatura por la Universidad de Barcelona. Mientras aplaza la cuestión de su sustento y persevera en el caos y la pobreza, emplea su tiempo en redescubrir su isla natal, leer dispersa y masivamente y dar forma junto con Martina Zuccaro a la terrorífica criatura, Hálito Ediciones.
4 total comments on this postSubmit yours
  1. ¡me encanta!

  2. Aplausos!

  3. Sublime.

  4. Perec estaría orgulloso de ti.

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