Rastros y rostros de Rafael Sánchez Ferlosio

Rafael Sánchez Ferlosio, escritor (1927-2019)

 
Nuestro nuevo colaborador, Carlos Femenías Ferrà, a través del siguiente artículo-necrológica, pone de relieve la dimensión heterodoxa e iconoclasta en la creación literaria del escritor Rafael Sánchez Ferlosio, recientemente fallecido en Madrid. La tesis doctoral de Femenías se centra en la obra de Ferlosio.

Ahora que se suceden las necrológicas de Rafael Sánchez Ferlosio cabe recordar la historia de Nébride, aquel príncipe que consagró sus días (en el Real Cuerpo de Necrógafos) a devolver al viejo arte del epitafio una escritura capaz de recrear la singularidad de cada vida, el rostro irrepetible del difunto.

Antología de textos, 2017

Pero en todo rostro hay latencias, palimpsestos, rastros de otros rostros que a veces surgen como un destello que amenaza con arruinarnos la fiesta. Sus lectores saben que a Ferlosio se la arruinó la sombra de Ortega y Gasset en una reproducción de la vera effigies de Santo Tomás. Y, sin duda, recuerdan que ni toda la devoción por el santo pudo evitar que la cartulina fuera a parar derecha a la papelera. En cada rostro, en cada nombre se cifra una herencia. En el de Ferlosio, se encierra la peripecia de las élites letradas en el trayecto que va de la dictadura a la democracia.

Uno de los últimos testigos de aquella generación, Caballero Bonald, dibujó a Ferlosio en su Examen de ingenios (2017) y, aunque enseguida corrigiera el trazo, no pudo dejar de consignar la problemática genealogía del retratado:

Se parece vagamente al padre, el falangista Sánchez Mazas, aunque solo por esa nariz aquilina copiada del águila de las enseñas imperiales y esa mirada entre altanera y provocativa que a veces cambia de sentido y ronda la indefensión. [Caballero Bonald]

Quizás por eso, en 1982, cuando Ferlosio ya era asiduo, y temido, en las páginas de El País soñó que se apeaba de un tren en Rusia: tenía unos veinte años, vestía un uniforme de la Wehrmacht y llegaba –como lo hizo su padre a la Italia mussoliniana– en calidad de escritor de un diario español, al que un alto mando del ejército alemán invitaba a firmar una pieza de propaganda.

R.S. Ferlosio, 1993

Ferlosio despertó del sueño antes de poder decir no, probablemente por un repente de pudor ante un autorretrato demasiado estudiado. Fue, como tantas en aquellos días, una filigrana sutil, pero lo suficientemente clara, como para escenificar en la nueva hora la toma de distancia con los fantasmas que hostigaron su nombre.

Uno no escoge su nombre, pero puede fabularlo. Puede reescribir su lugar, imaginar linajes. El de Ferlosio asoma tras múltiples máscaras: la de Nébride, el heredero que rechaza un trono manchado de sangre; la del predicador ilustrado que escribe un opúsculo contra el poder alienador del dinero; la del verboso sevillano que abomina de todo el santoral nacionalcatólico ante Menéndez Pelayo; o la de aquel homenaje arqueológico y sentimental donde imposta la voz y los giros de un castellano emigrado a las Indias.

El rostro de Ferlosio asoma tras todos ellos, pero acaso el más recordado se encuentre en la nota biográfica que él mismo redactó en 1986, el año de su consagración definitiva como ensayista. Allí orienta su rostro en otro sentido: el sentido de un clásico.

En esa nota cuenta cómo «a la edad de catorce años, en el texto de literatura española de Guillermo Díaz-Plaja, y en la frase en la que el autor, retratando al infante don Juan Manuel, decía literalmente “tenía el rostro, no roto y recosido por encuentros de lanza, sino pálido y demacrado por el estudio”, conoció cuál era su ideal de vida».

Ese sería el rostro ideal de Ferlosio, el diseñado para figurar, solapado al suyo, en la solapa de todos sus libros: el de un fundador de la prosa castellana junto al de quien fantasea con la refundación de la prosa de su tiempo. El nombre de unos tiempos ajenos a la parcelación genérica de la prosa.

En el juego de espejos se refleja la mitología y el lugar aspiracional del desaparecido Ferlosio. Al igual que Nébride, quiso que su escritura fuera un memorial del idioma. Como si en los pliegues del fraseo se hubieran preservado los timbres, las prendas, los mundos que arrasó la Historia. Quiso producir su presencia y rendirles homenaje.

Tal vez ninguna novela haya llevado tan lejos el culto a la materialidad de la palabra como lo hizo El Jarama (1955). Su informe de censura resulta aún hoy insuperable:

Es algo así como si se hubiese tomado en cinta magnetofónica aquellas conversaciones, todos los gritos, canciones, toda clase de ruidos, etc. Ahí debe estar el valor de la novela.

Ahí debía estar, aunque ya estaba, en parte, esbozado desde el comienzo, desde la primera página de su primera novela, Industrias y andanzas de Alfanhuí (1951), cuando un niño aún sin nombre inventa un «alfabeto raro» con el que revelar la intimidad de un mundo heredado.

Lo hizo al modo de los viejos narradores: con la voz del viajero que viene de muy lejos, en el tiempo o en la historia, para contar su historia y morir en paz.

Karl Kraus, cada día más próximo en su rastro y en su rostro, pudo haberle escrito este epitafio:

R.S. Ferlosio, escritor

Sólo soy uno más entre aquellos epígonos
que en la antigua casa de la lengua han vivido.

Mas dentro tengo mi propia vivencia,
escapo por fuerza y destruyo Tebas.

Aunque tras los viejos maestros venga,
vengo a los padres de forma sangrienta.

Hablo de venganza y vengo la lengua
en todos esos que la hablan y mentan.

Sí, epígono: intuyo lo digno del pasado.
Mas vosotros sois los informados tebanos.

 
Poema “Declaración”, Karl Kraus, «La Antorcha». Selección de artículos de «Die Fackel», Adan Kovacsics (ed.), Acantilado.

 

Sobre el autor
Profesor de Literatura en la Universitat de Barcelona. Sus intereses se orientan hacia el ensayo y la historia cultural en la España contemporánea.
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