Se me pide que hurgue en las grietas de Metropolitano (1957) de Carlos Barral y que, como editor de esta nueva publicación para Cátedra, subraye las principales aristas que desafían a un lector tan indefenso como el que se aproxima a este poema acerca de todo, buscando la intención prístina o el sentido.
Lo cierto es que aventurarse en su lectura y tomar la mano que nos tiende Barral en este viaje de conocimiento con bajada a los infiernos es todo un reto. Sobre todo para los que todavía confiamos en el sentido como posibilidad en la poesía moderna.
De entrada, hay que decir que apenas se puede entender algún pasaje de Metropolitano en una primera lectura.
Mi experiencia personal con el poema de Barral fue la de ir superando diversas pantallas de penetración, que han ido desde la desesperación absoluta –por su incomprensión– hasta el hallazgo de alcanzar un sutil hilo conductor entre sus ocho cantos.
El primer paso fue descubrir la pulsión obsesiva que mantuvo al poeta ensimismado en su gestación durante más de seis años: desde que surge la idea fundacional en su viaje a Alemania en 19501 a los 21 años hasta el final de su redacción en noviembre de 1956. A su conclusión le seguiría el particular via crucis por el que pasó Barral hasta su definitiva publicación, en septiembre de 1957, en la editorial Cantalapiedra de Santander, gracias a la mediación de Vicente Aleixandre.
Retomando la cuestión, ese incómodo y constante desafío al lector fue lo que más me atrajo y, tal vez, sea también lo más sugestivo de su lectura. O lo que lo hace muy actual.
El mismo Barral experimentó ese mismo lance durante su composición. Si leemos algunas notas de Diario de Metropolitano sobre la construcción del poema, el creador nos confiesa abiertamente su asfixia al intentar fijar el tema de su texto. Y el ahogamiento continuo por la búsqueda de un “tema”. Pero, ¿hay un verdadero sentido? Y si lo hay, ¿cuál es?
Como explicó Gil de Biedma, el mismo Barral y yo mismo sostengo en la introducción, Metropolitano es un largo poema meditativo de corte existencialista acerca de la fractura del hombre moderno con el medio natural.
En este sentido, es también un poema elegíaco, ya que evoca con nostalgia y emotividad un mundo perdido: el del verdadero sentido de las palabras y ese “pacto antiguo” de comunicación del hombre con el medio natural (y de este con los de su especie), incumplido por el hombre contemporáneo.
En definitiva, son la incomunicación humana, el problema de la percepción del tiempo y la soledad los tres ejes axiales de este texto.
El poema aborda, por tanto, temas bastante incómodos para la expresión poética, o al menos “impertinentes”, como decía el autor.
Metropolitano se halla bajo la huella de la poesía clásica (Calímaco, Horacio, Tibulo, Catulo y, especialmente, De rerum natura de Lucrecio). Pero además, se aprecia la profunda huella de Rilke (Sonetos a Orfeo) y Mallarmé (Ígitur, especialmente).
Como también señalé en la introducción, este “viaje de conocimiento” tiene mucho de dantesco. No solo por el punto de partida y el descenso inicial a la caverna, sino también por la dicotomía entre exterioridad y profundidad (inmersión/emersión) y esa huida órfica hacia lo desconocido a la que el poeta conmina al lector.
Y, finalmente, sobrevolando sus líneas, resuenan versos de Cuatro cuartetos o La tierra baldía de T. S. Eliot. Porque, efectivamente, en Metropolitano asistimos al horror elotiano de la incomunicación del hombre contemporáneo. Este sentimiento resulta evidente en el submundo de los pasillos del metro:
Timbres que sesgan conversaciones; un mendigo ciego pidiendo limosna atormentado porque le han despojado de su juventud, y ni siquiera puede disfrutar de la caricia de un cuerpo ajeno; trenes que se detienen intempestivamente mientras los pasajeros son incapaces de cruzar palabra entre ellos; una mujer atormentada que ha sido violada; un encuentro sexual fortuito con una prostituta; el erotismo, la animalidad y el rozamiento de cuerpos en los vagones; un hombre que evoca la juventud perdida mientras se guarece de la lluvia; gente corriendo hacia la Nada; presencias borrosas y cambiantes deambulando por los pasillos subterráneos…
En definitiva: entidades fundadas en el vacío clamando ser nombradas.
Del mismo modo, señalemos la originalidad y renovada vigencia que supone que en el poema haya todo un torrente de imágenes escatológicas y alucinantes, que yo considero de una modernidad insólita en la época:
La visión apocalíptica de un viajero que sale a la calle tras una trayecto, en metro, y se encuentra con el horror de su ciudad devastada; una voz narrativa sobrevolando el mar, que finalmente aterriza en una isla del Mediterráneo, donde no queda más signo de vida que unos geranios mustios plantados en un bidón de gasolina; una hoja de periódico que clama; la experiencia asfixiante y delirante del buceo; unos niños jugando sobre el féretro vacío de Licos, el mercader que fue amortajado con peces; la alucinante “figuración” del yo lírico fantaseando con la idea de hallarse en la cueva prehistórica de Altamira (en vez de en los pasillos del metro), desde donde divisa bisontes y pinturas rupestres…
Tampoco podemos relegar la modernidad del tratamiento circular del tiempo, la voz desfocalizada del poema, el uso particular del monólogo dramático (y la concepción elotiana de las tres voces de la poesía), su personal métrica, la moderna sintaxis lírica y, sobre todo, esa peculiar expresión barraliana rebosante de elaboradas metáforas, evidente en expresiones como:
“Penetraré la cueva de bisonte y raíl riguroso”; “soy urgente y frágil, de alabastro.”; “cometemos un círculo que dura”; “hemos edificado sobre grietas”; “un tallo con espinas urge en la atmósfera”; “el mar está cayendo irrevocablemente”; “de piel a piel el tiempo heterogéneo tiende su galería amenazada”…
Este “monstruo” (tal como el poeta lo designaba) o “parto de los montes” redactado en las noches de insomnio de Barral (que eran muchas) tiene además una estructura muy curiosa en ocho cantos ensamblados tenuemente y sin rupturas, como si de los vagones de un tren de metro se trataran: “un todo estructurado”.
Todo esto y, en definitiva, la voluntad de composición unitaria, pese al fragmentarismo, adscriben el texto al paradigma de la tradición canónica de las formas largas de poesía contemporánea.
Huelga decir que la publicación de Metropolitano fue realmente un hito en la creación literaria de los 50 por la novedad de sus temas, el rechazo del realismo social, el entroncamiento con la poesía internacional de su tiempo y el tratamiento desacostumbrado en la lírica hispánica de tal lenguaje poético. Una rara avis en la lírica de los 50.
No obstante, tras su publicación, solo surgieron un par de reseñas de sus allegados y la reacción, por parte de la crítica, fue la de absoluto estupor.
Solo Gil de Biedma se dio cuenta de ese desajuste y dignificó el poema con uno de los mejores artículos hasta la fecha dedicado al texto: el titulado “Metropolitano: la visión poética de Carlos Barral”, publicado en la revista Ínsula en 1958. De este artículo es deudor mi estudio y la escasa hermenéutica que ha ido apareciendo sobre este poema de largo aliento.
Todo esto, creo, justifica la necesidad de esta edición: unitaria (desde la primera edición de 1957 no se había publicado este poemario individualmente), anotada y con una extensa introducción que no es más que una lectura apasionada de Metropolitano.
Para mí, una de las más altas aventura del pensamiento de la lírica contemporánea. “Un poema hermético, aunque no impenetrable”, como ha afirmado recientemente Jesús Ferrer en la prensa.