La literatura española explicada a los asnos: El género epistolar

Fragmento de carta escrita por Rosalía de Castro (1837-1885)

 
Lo confieso: siento una clara repulsión por este género.

Si las cartas son literarias, siempre hay algo de engolado en ellas. Resulta difícil hablar con naturalidad, sabiendo que la posterioridad te mira por encima del hombro. Y si no lo son, me parece una intromisión insoportable en la intimidad de las personas el que se hayan hecho públicas.

Me indigna cada vez que aparece alguien que se ha encontrado con una carta manuscrita privada de un autor, y la publica.

Me gustaría saber qué pensaría el pobre Flaubert, pudoroso como era con su prosa, si supiera, que al cabo de los siglos, hemos recopilado su correspondencia y la leemos como si fuera un volumen más de su obra.

Gustave Flaubert, 1821-1880

Las cartas nunca debieron dejar de ser lo que son: mero entrenamiento, un gimnasio para la grafomanía, que permite al escritor calentar motores y “hacer dedos” antes de ponerse con algo serio. ¿Qué con ellas se deleitaban un par de amigos y se echaban unas risas a costa de algún chisme indiscreto? Tanto mejor. Pero el encanto era la espontaneidad, la ingenuidad, y en cuanto empezaron a publicarse pronto se chafó el invento.

Lógicamente, procuro evitar las correspondencias. No me entusiasma ver a la gente en paños menores. Creo que el encanto de un plato se pierde si se husmea en la cocina.

Compruebo, aun así, que el género se ha consolidado a lo largo de los siglos y que mantiene un número respetable de adeptos.

Habiendo quien prefiera el tempranillo a un crianza, no puede uno extrañarse de que ciertos lectores prefieran las correspondencias a las obras rematadas. Supongo que tienen el encanto de lo crudo.

Ya observaba un tal De Romeu que el romanticismo es el arte de preferir las ostras a las perlas.

Oscar Wilde, 1905

En la literatura española se han publicado incontables correspondencias durante por los menos tres siglos. No obstante, ninguno de esos epistolarios ha llegado a gozar de prestigio de las cartas de Madame de Sévigné (1626-1696) en Francia, que forman parte del corpus de clásicos franceses, las Cartas filosóficas (1733) de Voltaire, o el De profundis (1905), de Oscar Wilde, por ejemplo. Todas son leídas como auténticas obras literarias y han alcanzado una perduración incuestionable en sus respectivos países.

Dejando de lado ficciones como pueden ser las Carta marruecas (1789) de Cadalso, o incluso la propia Pepita Jiménez, de Valera (1824-1905), que en buena parte es epistolar, en clave personal, quizás las Cartas desde mi celda, de Bécquer (1836-1870), estén entre los textos más conocidos.

He mencionado en otra columna que las cartas de Moratín (1760-1828) tienen muy buena prensa entre los escritores. No se entiende que anden tan olvidadas.

Aun así, ninguna de esas recopilaciones ha tenido nunca un aura de clásico absoluto.

Rosalía de Castro (1837-1885)

Personalmente, de las cartas de escritores que he podido leer, me interpelan las de Rosalía de Castro (1837-1885). Para esto de las misivas, las mujeres tienen una mano especial.

La autora de En las orillas del Sar, tan apreciada por Machado, consigue con su hipersensibilidad, que los detalles más cotidianos cobren una rara trascendencia. Me preocupan sus toses, su hipocondría, sus saltos de humor, la relación con su marido y hasta su patriotismo gallego.

Encuentro que todo lo que cuenta tiene algo de singularmente conmovedor.

Pero esto no deja de ser una apreciación personal.

De hablar de un maestro consensuado en el género, parece obligado remitirse a la correspondencia de Juan Valera en el siglo XIX, lo cual me sirve, de paso, para decir unas palabras sobre este conocido hombre de letras.

Quizás la apreciación más punzante sobre Valera, como autor, la haya dado, en Galerías de tipos de la época, Baroja, con su buena vista y su mala baba habitual:

Don Juan Valera tenía gracia y malicia, pero era un fabricante de bibelots y no quería salir de ahí. El mismo Merimée, un poco maestro suyo, a quien don Juan conoció, paseó su curiosidad por el mundo y escribió novelas y cuentos, cuya acción sucede en España, en Italia, en Córcega, en Iliria, y se ocupó de los escritores rusos.

Valera no quiso salir de sus asuntos de novela de España y sobre todo de Andalucía y de los alrededores de Cabra.

No comprendo cómo un hombre que pasó años en la corte de Viena y en la de San Petersburgo, en una situación elevada, en donde vería y habría oído seguramente contar cosas interesantes, tuviese que referirse siempre en sus libros a Doña Mencía u otro pueblo próximo y hablar de los pestiños y de otros postres de sartén como algo transcendental. Hacerse deliberadamente como técnica y como preocupación un espacialismo tan estrecho, no le veo el objeto.

Esta opinión nos interesa porque es justamente en su correspondencia donde aparece todo ese mundo que echa en falta Baroja en las novelas.

Las cartas de Valera son el relato pormenorizado de esa vida de salones de la alta sociedad, llena de princesas y condes, en la que, siendo diplomático de profesión, se movía como pez en el agua. Resulta más interesante el retrato de ese universo que las propias ideas o apreciaciones del autor.

El estilo es ameno y está salpicado de citas en español, en latín, en francés o en inglés. No podía ser de otra manera, tratándose de alguien tan cultivado y cosmopolita.

Juan Valera, 1824 – 1905

Hay apreciaciones sobre las costumbres y el carácter de los países que visita: Italia, Portugal, Alemania, Rusia. Y también observaciones estéticas en las que apunta ya el novelista de temperamento clásico, antinaturalista, que será.

Por lo demás, es un texto trufado de menudencias y trivialidades, supongo que a gusto de los lectores a quienes interese meter las narices en la cocina de un escritor.

Estamos entre bastidores, con todo lo bueno y malo que eso implica.
 

La música crea belleza en el tiempo, y la arquitectura en el espacio, sin que tengan necesidad de imitar un objeto determinado. Los sonidos y las líneas arquitectónicas dicen poco o no dicen nada distintamente, y los sentimientos que se despiertan en nuestra alma al ver un templo o al oír una ópera están en nosotros […] La música y la arquitectura los despiertan y avivan con su belleza, pero no los contienen. La pintura y la escultura imitan objetos determinados, esto es, se valen de los tipos ideales de estos objetos para producir belleza, dándoles cuerpo sensible con la virtud plasmante de la fantasía. Cuando un artista se mete a demostrar variedades que no son del arte, lo echa todo a perder. Correspondencia, I (1847-1861).

 

Sobre el autor
(Madrid, 1971) Es licenciado en Historia Contemporánea por la Universidad Autónoma de Madrid. En 1994 quedó finalista del premio Nadal con su primera obra, Historias del Kronen. La novela tuvo una gran repercusión y abrió las puertas a una nueva generación de escritores. Tras su publicación el escritor vivió durante varios años entre Madrid y Toulouse. Actualmente reside en Madrid.
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