«De pronto me ha venido a la cabeza una reflexión.
Estoy escribiendo algo que es de un género que me aburre. Si no me gustan las memorias de los demás, ¿cómo puedo creer que las mías van a gustar a los otros?
La objeción tiene su valor. Yo creo en las novelas. Creo que las novelas pueden ser amenas y divertidas. Hay desde el principio de la literatura, cuarenta o cincuenta libros novelescos que he leído y releído con entusiasmo, y que recuerdo con precisión; en cambio, no ya cuarenta o cincuenta, no hay unas memorias que las recuerde con gusto.
Si el género no me entusiasma, ¿para qué lo intento? ¿Es que soy bastante petulante y jactancioso para pensar que, no interesándome a mí la vida de los demás, va a interesar la mía a los otros?
La idea me ha hecho reflexionar y detenerme…» (Pío Baroja)
La verdad es que tiene gracia que las mejores memorias literarias en castellano –con el permiso de tipos como Cansino-Assens (1882-1964) y González-Ruano (1903-1955), autor de lo que para Umbral (1932-2007) es “quizás el mejor memorial de nuestra literatura”– las haya escrito alguien como Pío Baroja (1872-1956), que no creía para nada en el género. Sin embargo, así es.
Pese a la mala leche y a la mezquindad que demuestra a ratos, tanto por la cantidad de las anécdotas y personajes (Trapiello tiene razón cuando dice que Baroja conoció a demasiada gente para ser un misántropo), como por la profundidad de pensamiento que nos brinda en sus mejores momentos, para mí Desde la última vuelta del camino es, con sus siete volúmenes (la reflexión de arriba está sacada de El escritor según él y según sus críticos, el primero), sin duda la mejor obra que produjo Baroja y una especie de summa vital, en lo estilístico, que hace cada vez más sombra, como escritura, a su ficción.
En ella la prosa de Baroja –que entonces tiene setenta años– es de una expresividad absoluta, y de una plasticidad y una ductilidad inigualable para el pensamiento. Su herramienta nunca estuvo más pulida.
El secreto de su arte radica en el párrafo corto. Él lo dominaba como nadie, y eso le permitía ser digresivo y a la vez perfectamente organizado y aritmético.
El nivel de maestría se mide, muchas veces, por la capacidad de crear escuela que tiene un escritor.
Seamos sinceros: nadie escribe hoy novelas como las de Baroja. En el fondo, todas sus ficciones quedan como una curiosidad decimonónica más. No le llega a la suela del zapato a las de Galdós (1843-1920).
En cambio, la influencia que van teniendo estas memorias entre los escritores es muy fecunda.
Los diarios de Trapiello, estilísticamente, son una continuación de la misma fuente.
Solo por eso merecerían su lugar en la historia de la literatura.